Shirley Jackson: este conjunto de criaturas que soy
Leer pdfLas casas siempre estaban encantadas. Las casas siempre tenían nombres.
Cuando Shirley Jackson (San Francisco, 1916) se mudó, en 1945, con su esposo y sus dos hijos de Nueva York a Bennington, un pueblo en Vermont, emprendió un viacrucis de visitas a viviendas en renta. La casa Bassington no tenía tuberías; la casa Donald no contaba con el indispensable sistema de calefacción; la casa Hubbard, construida en lo que fue una granja, carecía de habitaciones. Hasta que, como cuenta en su libro de relatos autobiográficos Life Among the Savages, encontró la casa Fielding, adornada con columnas al estilo griego y que parecía más vieja que el pueblo mismo. Al visitarla por primera vez, se dio cuenta de que nadie había entrado allí desde que el último propietario había muerto. Con esa mirada tan peculiar que tenía, mezcla de una sensibilidad para lo macabro y también para la ironía, describió que encontró en la cocina unas donas momificadas en un plato. Consignó su reacción frente a su marido: “Interrumpimos el almuerzo. Vámonos de aquí de inmediato”. Aunque era una propiedad espaciosa y, a diferencia de las anteriores, se rentaba a un precio accesible, Shirley se negaba a trasladarse ahí. Las siguientes semanas se mantuvo firme en su posición: no importaba que fuera el único inmueble del pueblo, o incluso del mundo, no viviría en una casa con donas petrificadas. Pero el casero limpió y arregló la propiedad, y la familia terminó mudándose a la residencia Fielding. Contaba con cinco áticos, uno de los cuales tuvieron que clausurar porque era guarida de murciélagos. Como se podría esperar, el lugar estaba hechizado. Joanne —la segunda de los cuatro hijos que Shirley llegaría a tener— aseguraba que por las noches escuchaba una voz lejana que le cantaba.
Las casas eran demasiado importantes para Shirley, tanto así que sus libros más relevantes están determinados por ellas, lo que las convierte en el personaje principal, como ocurre en La maldición de Hill House, El reloj de sol y esa obra maestra llamada Siempre hemos vivido en el castillo, que tiene lazos innegables con “La caída de la casa de Usher” de Poe. Shirley provenía de una familia de arquitectos —su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo lo fueron—, por lo que llevaba en las venas la fascinación por los edificios; además, como señala su biógrafa Ruth Franklin en A Rather Haunted Life, no fue accidental que las casas adquirieran tanto protagonismo en su ficción, pues representaban el territorio de lo femenino “y el conjunto de su trabajo constituye nada menos que la historia secreta de las mujeres americanas de su época”.
David Sater, The Guardian (Wavewalker), 2023. Todas las imágenes son cortesía del artista.
La maldición de Hill House resulta inquietante desde sus primeras líneas: “Ningún organismo vivo puede prolongar su existencia durante mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta sin perder el juicio […]. Hill House, que no era nada cuerda, se levantaba aislada contra el fondo de sus colinas, almacenando oscuridad en su interior. Así se había alzado durante ochenta años y podría aguantar otros ochenta […]. Cualquier cosa que anduviese por ella, caminaba sola”. Desde el comienzo, Shirley deja claro que la casa es como una persona que ha perdido la razón. Y constantemente hace referencias hacia su malsana “humanidad”: señala que levanta altivamente su cabeza hacia el cielo, que su cara parece despierta e incluso menciona un toque de ironía en la ceja de una cornisa. “Una casa arrogante y odiosa, que nunca baja la guardia.” En este lugar, un grupo de desconocidos se reúne para participar en el peculiar experimento del doctor Montague, pero la experiencia desemboca en la peor pesadilla de sus vidas.
Algunos estudiosos coinciden en señalar que el carácter ominoso de la mansión de Hill House constituye un reflejo del matrimonio de Shirley, para entonces cruzado por diversas sombras. Su esposo, un resentido escritor menor —cuyo nombre no tiene caso mencionar—, era un hombre infiel y distante, más interesado en sus alumnas del Bennington College que en su familia. Shirley se debatía entre su papel de escritora afamada y el de esposa devota que debía hacerse cargo del hogar. Con los años, sus ansiedades y sobrepeso aumentaron, llevándola a una espiral de alcohol y pastillas a las que era adicta —Valium, Seconal, Thorazine, Dexamyl, entre otras—. Eventualmente desarrolló agorafobia, padecimiento que en sus últimos años la mantuvo encerrada en su hogar.
Fulcanelli in his laboratory in Paris [impresión de sal], 2019.
Antes de que las cosas empeoraran radicalmente, buscó dos formas de evadir su sofocante vida familiar. Una de ellas era su participación en la Suffield Writer-Reader Conference, en Connecticut, en la que Shirley dirigía una especie de taller para escritores amateurs y donde daba lecturas públicas. En una de ellas compartió un texto titulado “Garlic in Fiction”, un manifiesto sobre el acto creativo. En este ensayo concluye que el más grande peligro para el escritor es un lector que decide dejar de leer, por lo que debe utilizar todas las armas a su alcance para llamar su atención. Pero las imágenes y símbolos, si se usan de manera frecuente, echan a perder la historia, de la misma manera que el ajo en exceso puede arruinar un platillo. Una metáfora precisa de una autora que pasaba la mayor parte del tiempo frente a su máquina de escribir o en la cocina. Su otro escape de la vida cotidiana era manejar: tenía un convertible Morris Minor, al que se refería como “el orgullo y la alegría de mi vida”. Shirley solía realizar viajes espontáneos en los que conducía sola por las carreteras y pasaba la noche en moteles del camino. Le gustaba manejar rápido, tomando las curvas a alta velocidad.
Sin embargo, era a la mitad de las tareas cotidianas cuando las mejores ideas venían a su cabeza. Shirley contó en más de una ocasión que su célebre relato “La lotería” se le ocurrió mientras paseaba en carriola a su hija Joanne. Cuando regresó a casa, puso a la pequeña en su corralito de juegos, fue a su estudio y escribió el cuento de una sentada. La versión que vio la luz semanas después (el 26 de junio de 1948) en The New Yorker y que cambiaría su vida —y la literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX— tuvo mínimas correcciones. Un momento de gracia, una epifanía. Lo que vino después es bastante conocido: un alud de cartas llegó a la redacción de la revista, en su mayoría redactadas por gente desconcertada y ofendida por el texto, en el que un extraño y ancestral rito se lleva a cabo en un pueblo sin nombre. Más de trescientos mensajes, entre los que también abundaban hipótesis sobre el significado detrás de esta historia tan perturbadora como elusiva. Shirley experimentó una mezcla de emoción y rechazo a la inesperada respuesta a su cuento. Con humor negro, ironizó: “Si quienes escribieron estas cartas representaran un panorama del público lector, dejaría de escribir hoy mismo”.
Krampus (Christmas at the Inn) [calotipo], 2019.
Shirley solía recibir abundante correspondencia de parte de sus lectores, pero sólo con una persona desarrolló una amistad epistolar. Se trataba de Jeanne Beatty, una ama de casa de Baltimore, quien amaba los libros de ciencia ficción y fantasía. Su relación comenzó cuando Shirley publicó un artículo lamentando la tendencia de los libros infantiles que, a su juicio, habían dejado de lado los reinos mágicos para centrarse en fábulas inspiracionales. “Los niños”, se quejó, “ahora conocen mejor Marte que la Tierra de Oz”. Jeanne le escribió mostrando su pasión por los libros. Ambas necesitaban eludir los grilletes de la cotidianidad y conectaron de manera especial en una correspondencia que se prolongó a lo largo de un año. Hablaban de hijos, maridos y escritura. Esta inusual amistad revela la naturaleza modesta de Shirley, capaz de relacionarse con alguien que no era famosa como ella; también muestra, de manera conmovedora, la profunda soledad a la que estaba sometida. Nunca se conocieron en persona, pero Jeanne jugó un papel esencial en ese momento en la vida de Shirley, que estaba atascada en la escritura de Siempre hemos vivido en el castillo y que encontró en su amiga un consuelo durante esos días de bloqueo creativo.
La espera y los obstáculos valieron la pena. Siempre hemos vivido en el castillo no sólo es el mejor libro de Shirley, también es uno de los más importantes de la literatura norteamericana. El entusiasmo de la crítica fue unánime. Como solía pasar con cada libro que publicaba, los reseñistas no se ponían de acuerdo sobre el género al que pertenecía. Los análisis se debatían entre situar el libro entre el terror, el policiaco y el tono “shocker”, como el utilizado en “La lotería”. Beatrice Washburn, del Miami Herald, comentó que Shirley no necesitaba “fantasmas, hombres lobo o cadenas chirriantes para provocar terror”. Le bastó con crear dos personajes tan memorables como inquietantes: las hermanas Blackwood —Mary Katherine “Merricat” y Constance—, encerradas en su casa tras la muerte misteriosa de toda su familia por envenenamiento. El pueblo entero las odia y lo hará hasta el perturbador final, en el que Shirley representa con crudeza y delirio la condición humana.
Kinsman (House Fire While Driving Across the Country) [cianotipo], 2019.
La felicidad por la acogida de su libro no duró. La madre de Shirley, una de sus críticas más feroces —no de su obra, sino de su vida—, le mandó una carta lapidaria en la que se quejaba del aspecto que mostraba en las fotografías promocionales. “¿Por qué permites que las revistas publiquen fotografías tan horrendas de ti? Si no te importa cómo te ves o tu apariencia, ¿por qué no haces algo al respecto por el bien de tus hijos y de tu esposo?”, le escribió en la misiva, que afectó profundamente a su hija. Shirley odiaba que le tomaran fotografías, más aún en la etapa final de su vida, cuando aumentó considerablemente de peso, y prefería que los fotógrafos hicieran tomas de sus gatos. Resultaba increíble —como señala Ruth Franklin— que a esas alturas de su carrera y de su vida, con seis novelas publicadas y un prestigio bien ganado, Shirley aún sintiera que debía demostrarles a sus padres cuánto valía como persona.
Quizá por eso fue la principal promotora de diversos mitos en torno a sí misma, pues sus inseguridades la llevaban a querer impresionar a la gente que la rodeaba y a sus lectores. Lo que más alentó fue el rumor de que era bruja. Leía el tarot —el título de su novela Hangsaman (1951) está inspirado en la carta de El Colgado—; tenía seis gatos y dos de sus libros favoritos eran La rama dorada (1890) de James George Frazer, un compendio sobre magia y religión, y el Saducismus Triumphatus, una crónica sobre brujería del siglo XVII. Sus amigos cercanos recordaban que practicaba diversos rituales, como azotar un cajón de la alacena con los utensilios revueltos; luego mencionaba el que necesitaba antes de abrir la gaveta de nuevo. Invariablemente, el objeto invocado aparecía hasta arriba. También alardeaba de su habilidad para atraerle victorias a su equipo favorito de béisbol, los Brooklyn Dodgers. En un texto promocional para uno de sus libros, escribió: “Vivo en una casa vieja con un fantasma en el ático y lo primero que hice al mudarnos fue realizar un encantamiento con un crayón negro en todas las puertas y ventanas para mantener fuera a los demonios”.
My father as a ghost [calotipo], 2019.
Como buena descendiente de arquitectos, Shirley solía realizar planos de las casas que imaginaba para sus novelas. Eran dibujos muy básicos —casi los trazos de una niña—, pero al mismo tiempo meticulosos, y revelan lo importante que era para ella tanto ubicar la trama en los espacios como mover a sus personajes dentro de ellos. En los sketches de La maldición de Hill House dibujó la planta baja y la superior, y les adjudicó colores a las habitaciones. Para El reloj de sol diseñó incluso el jardín de la mansión Halloran, donde se encuentra el artefacto del título y que resulta esencial en esta trama apocalíptica. También solía dibujarse a sí misma, como en un autorretrato fechado en 1942; nuevamente el trazo es infantil, pero lo más peculiar es el cabello, que siempre dibujaba de la misma forma: unos hilos delgados y expandidos como las patas de una araña. Tal vez era su manera de representarse despeinada o de alimentar su mito de hechicera. En congruencia con esto, diversos amigos cercanos afirmaron que presintió su muerte, ocurrida el 8 de agosto de 1965, cuando tenía 48 años. Aquel verano actuó de modo extraño, anunciando que estaba por emprender un nuevo y maravilloso viaje en el que conocería gente nueva, aunque nunca dio detalles sobre a dónde pretendía dirigirse.
Lo cierto es que, en medio de las adversidades y el caos que enfrentó a lo largo de su vida, Shirley Jackson se las arregló para lidiar con lo que ella llamaba “ese conjunto de criaturas que soy” —la escritora, la ama de casa, la dipsómana, la bruja— y logró construir una obra coherente y sólida, cuyos ecos continúan resonando muchos años después. Como toda casa encantada, su narrativa es habitada por un fantasma que no nos dejará en paz hasta que entendamos el mensaje urgente que debe transmitirnos.
Escucha el Bonus track de Bernardo Esquinca, con Fernando Clavijo M.
Imagen de portada: The Witch Watching Osthanes’ Toy Airplane Caught in the Storm, 2023.