Un debate identitario: El contramodelo occidental

Fragmento

Feminismos / dossier / Noviembre de 2019

Leila Slimani

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Sin ánimo de ofender a quienes se sirven de la caricatura como arma, debo aclarar que las personas que entrevisté no son “una élite laica”. Son mujeres de todas las condiciones sociales, con unas historias y unas aspiraciones propias. Ninguna de ellas criticó su supuesta “identidad” marroquí, y su única reivindicación es vivir libres y disponer de su cuerpo a su antojo. La novelista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, autora de Todos deberíamos ser feministas, cuenta que un profesor de universidad nigeriano le dijo un día que el feminismo no era africano. “No forma parte de nuestra cultura”, le soltó bruscamente. También para los islamistas, el feminismo universalista no es más que el caballo de Troya de Occidente. Según ellos, los principios de la Ilustración son un engaño. ¿No sirvieron acaso para legitimar la colonización? ¿No son una superchería, puesto que los dirigentes occidentales los ignoran ante el menor contrato jugoso? Un día, mientras defendía en un acto público la idea de la despenalización de las relaciones sexuales en Marruecos, un hombre se levantó en la sala, indignado, y me acusó sin más de querer generalizar la homosexualidad y convertir Marruecos en un inmenso lupanar. Si te atreves a decir que sí, que de Occidente envidias la libertad sexual, la igualdad entre sexos y, como mujer, el poder caminar sola por la calle de noche y sin miedo, te consideran una traidora. Y, sin duda, te volverán a lanzar ese argumento sibilino: “¿Es más libre una mujer que se exhibe en bikini, que se somete a los dictados eróticos, que una que lleva hiyab? ¿Acaso son más felices las occidentales?”.

Maryam Yousif, Puabi Bust, 2019. Cortesía de la artista

Cuando comento a mis amigos franceses lo obsesionados que están con Occidente en la otra orilla del Mediterráneo, se quedan dubitativos, por no decir algo hartos. “¡Basta ya con Occidente! La colonización acabó hace tiempo. ¡No van a echarnos la culpa de todo!” En efecto, las potencias coloniales se fueron y las relaciones con las antiguas colonias se han distendido. Pero desde la década de los noventa, las sucesivas guerras en el mundo árabe se viven como una humillación, y la hegemonía del modo de vida occidental se percibe como una colonización encubierta. Para Abdelhak Serhane, autor de L’Amour circoncis, “la cultura occidental sólo ha conseguido trastocar en sus formas la identidad tradicional y situar al individuo en unas ambigüedades inquietantes, que son fuente de conflicto”. La sensación de padecer la modernidad y la globalización refuerza la voluntad de los hombres de mantener vivo el patriarcado, como símbolo de una identidad amenazada. El espacio sexual se convierte en el único en el que pueden ejercer su dominio.
Para los salafíes, Occidente es un contramodelo: el de la transparencia a ultranza, donde todo se dice, todo se ve, donde se fornica en cualquier lugar y momento, donde el cuerpo femenino no es objeto de pudor alguno. Ceder a dicho modelo es arriesgarse a sumirse en el caos. Aceptar la libertad de la mujer es acelerar la descomposición del orden social y condenar a muerte una cultura y unas tradiciones. Cualquiera que mencione Occidente a un islamista, observará que enseguida se lanza a hablar de las mujeres, de los homosexuales o de la libertad sexual. Para ellos, lo que caracteriza a Occidente es ante todo “la anarquía de sus costumbres” o “la desviación sexual”. El estudio Islam and the West, realizado por los estadounidenses Roland Inglehart y Pippa Norris, entre 1995 y 2001, mostraba que las mayores divergencias de opinión entre el mundo musulmán y Occidente no residen en los valores democráticos o en los sistemas políticos, sino en el papel de las mujeres y las cuestiones relacionadas con la sexualidad. Según estos investigadores, “la brecha cultural que separa el islam de Occidente tiene que ver más con Eros que con Demos”.
Con frecuencia, el debate se reduce a señalar con el dedo a cada bando y caricaturizarlo. Los conservadores denigran lo que denominan “las corrientes laicas”, y los progresistas reivindican la modernidad, palabra que en sus labios se vuelve insignificante. Según ellos, yo formo parte de esa élite occidentalizada, que goza de privilegios y está desconectada de las realidades de la mayoría de mis conciudadanos. ¿Es motivo suficiente para deslegitimarme? ¿Debo, por ello, como gran parte de la burguesía marroquí, contentarme con vivir oculta? ¿Disfrutar en mi espacio privado de unas libertades que están prohibidas por la ley? ¿Comportarme como quiero, porque tengo los medios, en unos espacios públicos reservados a personas procedentes de mi clase social? Durante mucho tiempo he creído en ello. Sucumbí a la idea de que imponer mi opinión implicaba cierta condescendencia. Hoy creo que lo único que importa es la legitimidad de lo que defiendo. Me baso en unos valores universales y rechazo absolutamente la idea de que la identidad, la religión o cualquier legado histórico despojen a los individuos de unos derechos que son universales e inalienables. Al contraponer una identidad musulmana, basada en la virtud y la abstinencia, a una cultura occidental que sería supuestamente la de la depravación, se está negando por completo nuestro legado cultural. La cuestión no es identitaria ni moral, sino política. Se puede considerar que si los musulmanes no tienen derechos sexuales es porque la mayoría de los regímenes en los que viven se sustentan en la negación de las libertades individuales. El creyente-ciudadano no está autorizado a pensar por sí mismo y a tomar sus decisiones con conocimiento de causa. Tampoco está autorizado a hacer el amor con quien quiera. Como afirma la socióloga egipcia de expresión inglesa Shereen El Feki en Sex and the Citadel: Intimate Life in a Changing Arab World,

la religión es un instrumento de control social, ejercido en particular sobre las mujeres y los jóvenes. Los regímenes, cuanto más se ven sometidos a presión, más reprimen la sexualidad bajo el velo del islam.

El sociólogo Abdessamad Dialmy me comentó que “en los años setenta, tras la revolución sexual en Europa y en Estados Unidos, algunos intelectuales del mundo árabe empezaron a interesarse por la cuestión de la sexualidad, del cuerpo”. Prueba de ello es el libro de Abdelwahab Bouhdiba, La Sexualité en Islam, y las obras de Fátima Mernissi, Assia Djebar o Malek Chebel. Desde hace varias décadas, una nueva generación de intelectuales, procedentes sobre todo del Líbano o de Egipto, trata de manera más directa la cuestión de la libertad sexual en los países musulmanes. Pero en el día a día, el militantismo sigue centrándose en la problemática de la igualdad de sexos. Revalorización de los derechos, lucha por el acceso a la educación, a la sanidad, al empleo, a la contracepción: en cincuenta años, las feministas han realizado un trabajo colosal. Sin embargo, el combate contra la represión sexual es aún una cuenta pendiente.

Leila Slimani, “Un debate identitario: el contramodelo occidental”, en Sexo y mentiras. La vida sexual en Marruecos, Malika Embarek López (tr.), Cabaret Voltaire, Madrid, 2018. Se reproduce con autorización.

Imagen de portada: Shaghayegh Cyrous, de la serie Motivation, 2010. Cortesía de la artista