Los nacionalismos verdes y la geopolítica del siglo XXI
Leer pdf¿Qué pueden tener en común un rebaño domesticado de yaks abandonados a su suerte en la meseta tibetana, decenas de chozas de barro y paja reducidas a escombros en África central y huertos de yuca y malanga convertidos en terruños yermos en la Costa de Mosquitos, en Nicaragua? Los une el hecho de que la sostenibilidad se ha convertido en un mantra pocas veces cuestionado. Se le invoca en cumbres multilaterales, se multiplica en informes corporativos y gubernamentales, bautiza políticas públicas y programas sociales. También tiñe de verde empaques y campañas publicitarias para refrendar la promesa de un porvenir que, cuanto más parece acercarse, más se aleja; uno supuestamente más limpio, equitativo y pacífico, a menudo enraizado en retóricas que no reflejan la realidad.
Este concepto, en apariencia transparente y consensual, oculta contradicciones vinculadas con luchas de poder. Bajo su bandera se despliegan algunos proyectos que buscan salvaguardar ecosistemas y otros que favorecen desplazamientos forzados, espoliación y nuevas fronteras extractivas. Controvertir esta narrativa no significa restar urgencia a la protección de la biodiversidad ni a las acciones contra el cambio climático; tampoco minimiza la magnitud de fenómenos como las sequías, las inundaciones o la contaminación. Implica, más bien, ubicar su origen en la lógica de la acumulación capitalista y entender que los desastres no son “naturales” ni inevitables, sino el resultado histórico de un sistema que perpetúa desigualdades, comercializa la vida y reduce la naturaleza a un único estatus de materia prima.
Considerar la sostenibilidad como un campo en disputa es un gesto de responsabilidad ética, pues ésta puede ser un horizonte emancipador, capaz de articular procesos de justicia socioambiental, o un dispositivo que legitime la depredación, la homogeneización cultural y la marginación. Preguntarse quién define qué es sostenible, quién se beneficia de dichas políticas estatales y quién asume sus costos es una condición inapelable para democratizar y criticar este lenguaje, y así evitar que se vuelva una coartada para afianzar el orden que pretende transformar.
Estas tensiones tienen consecuencias letales para quienes defienden los territorios y los bienes comunes. Según Global Witness,1 en todo el mundo, entre 2012 y 2024 al menos 2 253 defensores ambientales fueron asesinados o están desaparecidos. Sólo en 2024 se documentaron 146 casos, de los cuales el 82 % ocurrió en América Latina. Colombia encabezó la lista con 48 asesinados o desaparecidos, seguida de Guatemala con 20, México con 18 homicidios y una desaparición, además de Brasil con 12. La mayoría de los ataques estuvieron relacionados con pugnas por la propiedad de la tierra para llevar a cabo actividades de minería, tala o agronegocios. En este contexto, el relato de la sostenibilidad adquiere una dimensión contradictoria: que los pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos representen un tercio de las víctimas totales evidencia, con crudeza, que se replican violencias estructurales inseparables de la matriz colonial y autoritaria que ese mismo relato encubre o se niega a confrontar.2
Por ello, lo que sucede en el Tíbet, en los parques del Congo o en los bosques nicaragüenses permite comprender la geopolítica de los nacionalismos verdes en el siglo XXI. Estas dinámicas ponen de relieve que los Estados nación, amparados en una agenda sostenible, deciden qué regiones son habitables, qué poblaciones obtienen reconocimiento y qué formas de vida resultan compatibles con el futuro que dichas entidades proyectan. Esta forma de organización sociopolítica, producto de la asociación entre el poder estatal de las clases dominantes y una ideología que empuja la cristalización de una identidad nacional única, constituye un esquema preponderante en el sistema internacional. Sin embargo, al Estado nación siempre lo atraviesan fricciones entre la diversidad cultural, la soberanía, el acaparamiento de recursos y la globalización. Examinar estos eventos revela que la gestión ambiental, la seguridad nacional y el “desarrollo sostenible” no siempre producen beneficios colectivos, sino que con frecuencia se encadenan con regímenes de vigilancia y opresión impuestos sobre quienes se encuentran en situaciones de mayor desamparo.
Ilustraciones de Armando Fonseca, 2025.
Desde mediados del siglo XX, el gobierno chino ha reubicado a millones de personas en nombre del progreso. En los años ochenta impulsó la llamada “migración ecológica”, presentada como un alivio a la pobreza en zonas consideradas ambientalmente frágiles. Esta iniciativa trasladó a millones de aldeanos en tan sólo una década, lo que trastornó sus prácticas y tejidos comunitarios, además de modificar su relación simbólica con el entorno. En el Tíbet, miles de pastores nómadas fueron sedentarizados por el Estado, que argumentó su obligación de restaurar pastizales y ofrecer mejores servicios públicos.
Aunque a raíz del traslado mejoró el acceso de la población a la infraestructura básica, investigaciones independientes de Human Rights Watch señalan que muchos de estos desarraigos se realizaron en condiciones de presión, violando el consentimiento libre e informado.3 Las consecuencias incluyen la fragmentación social, el debilitamiento cultural y la dependencia de empleos precarios. Esto aumentó la vulnerabilidad y alineó la subsistencia de esas comunidades con la unificación y consolidación de la “nación china”.
Aunado a ello, la Ley de Protección del Ecosistema de la Meseta Qinghai-Tíbet de 2023 se presentó como un hito ambiental al establecer medidas para conservar 2.6 millones de km². Sin embargo, según el biólogo conservacionista Zhengyang Wang, su concepción centralizada otorga un papel preponderante al Estado y deja escasos márgenes de participación para los habitantes. “La ley no fue traducida a los dialectos tibetanos” e ignora los saberes tradicionales, incluidos los de los monjes budistas. También “restringe el papel ciudadano a denunciar delitos ambientales”, sin instaurar mecanismos de corresponsabilidad. De este modo, agricultores, pastores y grupos religiosos quedan relegados a un rol pasivo, lo que reproduce ciclos de exclusión. El caso tibetano muestra que incluso los marcos legales pioneros pueden convertirse en instrumentos de imposición si no integran las necesidades y los conocimientos de quienes sostienen cotidianamente la relación con el medio ambiente.4
El este de la República Democrática del Congo concentra reservas cruciales de coltán, casiterita, oro, cobalto y cobre, metales y minerales esenciales para la industria electrónica y la transición energética. La riqueza producida a partir de ellos, sin embargo, ha financiado agrupaciones armadas, provocado migraciones masivas y alimentado hechos violentos que han dejado millones de víctimas. La expulsión de los pueblos batwa del Parque Nacional Kahuzi-Biega es un emblema de estas complicaciones. Presentada originalmente como una estrategia para proteger al gorila de Grauer, terminó por normalizar el destierro y la militarización.
En 1975 la delimitación y el crecimiento del parque desalojaron a unas seis mil personas, sin consulta ni compensación, arrebatándoles tierras y prácticas culturales, según un artículo de la bióloga y activista Deborah S. Rogers. Desde entonces, las comunidades batwa han enfrentado sucesivas oleadas de traslados bajo la premisa, del propio parque, de restaurar secciones de bosque y mejorar los servicios de protección. Ello derivó en la pérdida de animales, la precarización laboral y la erosión de redes sociales. Se trata de un paradigma estructural de conservación coercitiva. Tras las expulsiones, el parque se llenó de milicias y mineros, mientras que los batwa se volvieron “chivos expiatorios de la degradación ambiental”. Entre 2017 y 2021 se documentaron veintinueve asesinatos, dieciséis heridos o amenazados de muerte, doce aldeas incendiadas y diecisiete arrestos arbitrarios. Los acuerdos alcanzados en 2014 nunca se implementaron y la corrupción, propia de la explotación ilegal, continuó intacta.5
De ahí que se plantee un viraje hacia los modelos participativos, en los que las áreas protegidas sean diseñadas y gestionadas junto con los pobladores locales, al tiempo que se incorporen sus derechos básicos, se integre su bienestar y se promueva un monitoreo cooperativo. La resolución de 2024 de la Comisión Africana de Derechos Humanos reconoció que se violaron los derechos de los batwa y demandó la restitución de predios y el pago de indemnizaciones, subrayando el carácter impostergable de esta exigencia.
La Reserva de la Biosfera Bosawás, reconocida por la Unesco en 1997, es el segundo bosque tropical más grande de América y una región vital para los pueblos misquitos y mayangnas que viven en la costa Caribe de Nicaragua. Su designación como Patrimonio de la Humanidad introdujo controles más estrictos, pero también profundizó los conflictos. Cientos de colonos han ocupado terrenos dentro de la reserva, acelerando la deforestación y la conversión del suelo a la ganadería y la agricultura. La agencia Marena indica que el 15 % de la reserva de Bosawás había sido destinada al uso agrícola; hoy esta cifra supera el 30 %, impulsada por personas que buscan tierras fértiles para la ganadería y el cultivo, pues Nicaragua es uno de los principales exportadores de leche y carne en Centroamérica. Estas invasiones no sólo devastan el ecosistema, sino que han detonado una crisis humanitaria. Muestra de ello es el testimonio de Ubence Zelaya, un reconocido líder comunitario que vive en Wisoh —localidad situada junto al río Bocay, dentro de la reserva—, quien denunció que, desde esa misma fecha, once personas indígenas han sido asesinadas por colonos.6
Si bien existen títulos de propiedad legales en manos de los indígenas, estos carecen de una aplicación formal; al mismo tiempo, las parcelas invadidas se venden en mercados clandestinos con apoyo de autoridades municipales. Esto último ha generado denuncias por la ausencia de consulta previa, libre e informada, lo cual quebranta estándares internacionales como el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. Dicho entramado ha colocado a los misquitos y mayangnas en una situación de abuso continuo, persecución y criminalización, a la vez que el resguardo ecológico se entrelaza con la expansión agroindustrial. Estos acontecimientos evidencian que cuando la sostenibilidad excluye el diálogo efectivo con los pueblos indígenas, se transforma en una herramienta de despojo.
En escenarios aparentemente tan lejanos persiste un mismo patrón: el Estado nación se erige como guardián de la naturaleza, crea leyes, traza líneas en el mapa y afirma hacerlo en nombre del interés general. Sin embargo, esos linderos arbitrarios dislocan comunidades y abren paso a minas, carreteras y negocios legales e ilegales. El nacionalismo verde proclama la preservación de bosques, océanos y cuencas, pero en la práctica subordina los saberes ancestrales y refuerza la hegemonía estatal, ampliando el control sobre ámbitos estratégicos en los que los intereses políticos, económicos y militares locales se imbrican con capitales transnacionales que operan en clave geopolítica.
El espacio no es fijo ni inmutable: se pierde, se reinventa y se recupera. Los pueblos originarios, que cuidan y defienden el invaluable patrimonio biocultural de la humanidad, y las organizaciones que enfrentan los impactos de la emergencia climática ensayan otros modos de coexistencia y siembran alternativas que no responden a la lógica del mercado ni a la de los gobiernos.
Reimaginar la sostenibilidad requiere escuchar esas voces. Significa planear, implementar y evaluar objetivos de conservación que no expulsen a familias ni a otras especies. También conlleva tejer economías que respeten los límites de la Tierra y garantizar que las decisiones sean consensuadas con quienes habitan esos lugares. Supone objetar la mercantilización de la naturaleza para dejar de concebir los bosques como bancos de carbono, los ríos como un flujo de kilovatios, las montañas como depósitos minerales y a los animales no humanos como insumos de la industria alimentaria.
Debemos ser capaces de volver a mirar el territorio como un hábitat compartido, no como un portafolio de inversiones. Sólo al unir la crítica con la acción podremos construir una transformación socioecológica que no excluya ni silencie. El gran desafío del siglo XXI no radica en la innovación tecnológica, sino en impugnar la manera en que habitamos el planeta, dejar de concebirlo como un botín y asumirlo como un hogar común. Únicamente así la sostenibilidad dejará de ser un discurso nacionalista vacío y vivir con dignidad dejará de ser la excepción.
Escucha el Bonus track de José San Germán, con Fernando Clavijo M.
Imagen de portada: Ilustración de Armando Fonseca, 2025.
Organización no gubernamental fundada en 1993 en el Reino Unido, que se dedica a denunciar los vínculos entre la explotación de recursos naturales, la corrupción, las violaciones a los derechos humanos y la crisis climática. ↩
“Raíces de resistencia. Documentando las luchas de las personas que defienden los derechos al ambiente y al territorio”, Global Witness, 17 de septiembre de 2025. Disponible aquí. ↩
“‘Educate the Masses to Change Their Minds’: China’s Forced Relocation of Rural Tibetans”, Human Rights Watch, 21 de mayo de 2024. Disponible aquí. ↩
Zhengyang Wang, “China’s Qinghai-Tibet ecosystem legislation is a landmark, but for whom?”, Mongabay, 7 de junio de 2023. ↩
Passim Deborah S. Rogers, “What went wrong with conservation at Kahuzi-Biega National Park and how to transform it”, Mongabay, 27 de enero de 2022. ↩
Passim Taran Volckhausen, “Indígenas y fauna en peligro ante invasión de ganaderos en reserva Bosawás / Nicaragua”, Mongabay en español, 24 de septiembre de 2019. ↩