Dos libros de Annie Ernaux

Mapas / crítica / Julio de 2018

César Ramiro Vásconez

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NO HAY VERDAD INFERIOR


La literatura no es extranjera al trauma, de allí viene su significación, pues nada le es indiferente. Para Annie Ernaux (Normandía, Francia, 1940), lo real nunca es visible inmediatamente; por ello la verdad no es un acto de posesión, es un movimiento. Dejar de cerrar los ojos ante la vergüenza, ante la agresión de la indiferencia; escribirlas para desencadenarse. Lo que no es considerado suficientemente noble para ser artístico rompe con un esteticismo estéril. En un mundo anterior a la desindustrialización y a la paulatina abolición del trabajo asalariado, una familia de obreros de Normandía trata de salir de la pobreza y llega a abrir una pequeña mercería en su ciudad. Las posibilidades de otra vida están cifradas en su hija. Annie y su familia se encuentran con la violencia callada del elitismo; ése es el núcleo de sus primeros libros. El Pavese de El bello verano (1949) o de La luna y las fogatas (1950), Pierre Bourdieu desmontando el elitismo cultural, Simone de Beauvoir como una revelación, le harán ver que excluirse del mundo es un privilegio. En La mujer helada (1981), una carrera universitaria y luego la docencia, pero constantemente bloqueadas por el matrimonio y la maternidad, desembocan en el absurdo y la angustia. Pero Ernaux ya está en el campo dominante; el precio, los grilletes invisibles de la alienación, y la escritura será su ganzúa, dúctil y acerada. La vergüenza (1997) arranca con la imagen que la ha seguido desde los doce años: su padre tratando de matar a su madre en medio de una discusión. Nada vuelve a ser igual después de leer El acontecimiento (2000); su aborto clandestino cuando era estudiante y abortar todavía era ilegal en Francia. ¿Cómo narrar una vida como la de su padre, asfixiada por la necesidad? Un producto artístico o intelectual lo excluiría, incluso después de muerto. Todos sus esfuerzos fueron para que ella nunca se sintiera desplazada como él por su origen obrero y campesino. Aunque la diferencia entre el trabajo manual y el intelectual es falsa, diferenciarlos es la base de la expoliación. Al usar las manos se piensa. Un movimiento corporal —cortar madera y martillar para una silla, cargar cajas, bailar— se produce en conjunción con la mente. Pero en el trabajo intelectual es más fácil hacer trampa. En el trabajo manual, el fraude es evidente si la silla no resiste al uso. “Puede ser que escriba porque no teníamos nada que decirnos”, dice la narradora. La elección de Ernaux es deliberada; un lenguaje aparentemente plano, pero cargado de complejidad. La sencillez es muy difícil de lograr. Ernaux escribe El lugar (1983) para vengar a su padre. Una forma es una mirada. Desde niña supo que su familia no era normal. En Una mujer (1987), su padre lava los platos y cocina, cultiva una huerta en el patio, tiende a la melancolía y la angustia, la lleva y la trae en bicicleta de la escuela, le habla en un patois que la avergüenza. Su madre es la ley y la serenidad, los corrige, administra el negocio, atiende a los clientes, va a misa, inicia a su hija en la lectura y la alienta en sus estudios. Ése es el recuerdo que no coincide con el de la mujer enferma de Alzheimer. “No puedo salir de esta oscuridad”, le escribe a su hija en un momento de lucidez. “En el metro, un chico y una chica se hablan con violencia y se acarician, alternativamente, como si no hubiera nadie a su alrededor. Pero es falso: de tiempo en tiempo miran desafiantes a los viajeros. Me digo que la literatura para mí es esto.” Si algo se puede fotografiar, no vale la pena escribir sobre ello. Diario del afuera (1993) —traducido brillantemente por Sol Gil— son las anotaciones de lo visto y escuchado en estaciones de tren, en el supermercado, al caminar por la calle, en las escaleras eléctricas de los centros comerciales, en los salones de clase. “Partir, partir, ¿no estás contento dónde estás? Piedra que rueda no atrapa musgo.” Esos momentos que escapan a la prisa y al ensimismamiento, pero que son reveladores del malestar, del derrumbe. Narrar es bifurcar; desplazar los significados hacia un nuevo decir, la esterilidad de la línea recta es la publicidad. 1958, Annie tiene dieciocho años y va como supervisora a un campo vacacional. Casi nunca se tiene un buen recuerdo de la primera vez. Si se trata de enterrar un recuerdo, un desvirgamiento fallido, por ejemplo, se vuelve más fuerte. Memoria de chica (2016) cava en una ley sexual no escrita: si se quiere descubrir el placer con intensidad, la iniciación suele ser el comienzo de un castigo. Sólo se permite el deseo en la subyugación, la culpa y la dependencia. ¿Cómo funciona la exclusión en el patio de la escuela, en el campamento de verano, en los corredores de la facultad, y luego en la vida adulta? Las dudas iluminan más que un juicio. Para Ernaux “lo que cuenta no es lo que sucede, sino lo que hacemos con lo que sucede”. “En el fondo, sólo hay dos tipos de literatura, la que representa y la que busca, ninguna vale más que la otra, salvo para aquel que escogió entregarse a una antes que a la otra.” Las memorias tienden a embellecer el pasado. La autoficción idealiza subjetividades que se consideran únicas por su padecer, pero la apariencia niega toda alteridad. Carecen de piel, son la negación de la experiencia. La velocidad delata estancamiento y desesperación. Impotencia, rencor, autocensura; eso es el management al tratar de tomar el control de la dialéctica para vaciarla de significación. La literatura nada tiene que ver con la comunicación, es improductiva. Ernaux atraviesa su cuerpo, no hay biografía, sino la escritura como un proceso de demolición. Mientras más se habla de la violencia, más cerca se está de la belleza. “Quiero vengar a mi raza”, escribe Ernaux.

Milena Caserola, Buenos Aires, 2015

Cabaret Voltaire, Madrid, 2016

Imagen de portada: Escultura arquitectónica de una cara