Gemelidad

El doble / dossier / Septiembre de 2021

Lucía Raphael, Pablo Raphael

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Pablo y yo nacimos con siete minutos de diferencia, lo cual nos hace tener el mismo signo astral y ascendente. No es que crea mucho en esas cosas, pero a pesar de que mi hermano y yo somos muy distintos, nuestra conexión desde el vientre materno ejemplifica no sólo las pocas cosas que sabemos de la astrología, sino también nuestras similitudes y coincidencias. Sabemos que en los setenta no había ultrasonidos, por lo que el doctor no se enteró de que éramos dos, hasta unos segundos después de mi nacimiento. Cuenta mi mamá que en aquel entonces todo se basaba en un estetoscopio, y que nuestros corazones nacieron palpitando al unísono. Ésa es la única explicación de que en el parto el equipo médico no sospechara que éramos dos y se estuviera preparando para dejar el quirófano, cuando el ginecólogo gritó: —¡Esperen, ahí viene otro! Afuera, mi papá aguardaba nervioso. El doctor salió, y ante la primera pregunta de cajón, aclaró: —Está bien, pero ¿qué quiere, niña o niño? Porque le puedo dar gusto. De manera inconsciente, a mi papá los gemelos le generamos una profunda ternura en alguna parte de su amoroso y asustado ser. Decidió que a ese par tenía que protegerlo siempre y quizás eso explica la conexión particular que tenemos con él. Pese a que “somos” independientes y autónomos, Pablo y yo hemos vivido una mitología propia de gemelos idénticos.

Un laxante con sabor a chocolate

En sus primeros tres años de matrimonio, mis padres tuvieron cuatro hijos; el quinto llegó dos años y medio después, y la más pequeña cinco años más tarde. Así que ambos tuvieron que trabajar desde el principio para mantener a semejante tropa. Una de las prestaciones que mi madre obtenía de su trabajo era el acceso a despensas mensuales bien surtidas y a buen precio, que compraba y distribuía como deidad generosa. Esas despensas solían incluir chocolates, que eran lo más cotizado. Aunque éramos chiquitos, conservo la memoria de haberme quedado con antojo de uno, y también recuerdo que descubrí una caja de chocolates en otra presentación que no me supieron igual, pero en mi adicción chocolatera me los comí todos. Venían en tablillas separadas en cuadritos, más como los Turín que como los Carlos V. Al descubrir que unos laxantes con sabor a chocolate habían desaparecido, mi mamá inició una angustiada indagación para encontrar al culpable. Creo que no me tardé mucho en confesar. Al final de cuentas, a mí no me ocurrió nada, a quien le hicieron efecto fue a Pablo. El pobre pasó tres días con una diarrea marca llorarás. Cuando nos preguntan qué se siente ser gemelos, respondo: —Lo que no sé es qué se siente no serlo.

Las telarañas con capas de resistol

Después de varios años de encarnar las distintas manifestaciones de la narrativa gemelar, una mañana muy temprano —¡sin bañarnos!—, salimos Pablo, mis papás y yo a una clínica. Llegando allí nos metieron a habitaciones separadas. El mío era un cuarto semioscuro, me acostaron en un sillón como de dentista, me embarraron un gel en la cabeza y me pusieron una telaraña hecha de cables y círculos, que se pegaban a mi cráneo con la gelatina. Me pidieron que me quedara tranquila. Yo era consciente de que Pablo estaba en el cuarto de al lado. Todo permaneció silencioso, sabía que mis papás estaban afuera, y me quedé descansando. El examen terminó y el médico volvió a recuperar su casco de telarañas. Lo que recuerdo con fascinación fue que, al destapar mi cabeza, el gel se hizo como las capas de resistol que me gustaba quitarme de las manos, después de untármelo y esperar a que secara. Más tarde, mi madre nos explicó que nos habían hecho un “encefalograma” para medir las ondas de nuestros cerebros, y que nos lo habían realizado a los dos al mismo tiempo para saber si había alguna conexión en nuestras reacciones. No encontraron nada concluyente. Sin embargo, no deja de sorprenderme haber flotado juntos durante ocho meses en el mismo líquido amniótico.

Una línea roja en mi cara

Cuando teníamos veintitantos, la familia no sólo estaba completa, la mayoría ya éramos “adultos”, estábamos en plena formación y cinco de seis vivíamos en casa de mis padres. La convivencia no era fácil, y aunque en la casa la violencia física no estaba permitida, a veces los ánimos se caldeaban. Una de las ocasiones en que se sobrepasó este límite fue “El caso de los pantalones tomados sin permiso”, que provocó un enfrentamiento entre el dueño y el que los agarró prestados. El episodio acabó en un puñetazo en la nariz del segundo (Pablo) por parte del primero, con la consabida sangre derramada y la correspondiente visita al médico. Éste diagnosticó una nariz rota y recomendó una operación urgente para curarla. Mi madre me hizo notar que durante la operación de Pablo, yo estaba pálida, con una línea roja atravesando mi nariz. Recuerdo haber tenido las fosas nasales tan secas durante algunas semanas que me sangraban por cualquier cosa. Lo que más me impresionó fue una tarde en casa, hacia las cuatro, que estaba con una amiga y su sobrino de tres años en mi cuarto, cuando de la nada me vino un dolor insoportable en la nariz, al grado de que comencé a gritar sin poder evitarlo. Mi amiga se llevó al pequeño, asustado y en llanto frente a mi reacción. Por la noche, Pablo llegó con mi mamá del hospital y ahí me enteré de que a las 16 horas le estaban quitando los tapones de algodón que le habían puesto para ayudar a detener el flujo sanguíneo: se trata de una larga tira que los recién operados llevan en las fosas nasales hasta que las heridas cierran, por lo que, al quitarlas, arrancan también las costras y adherencias que se fueron formando. Con los años aprendí que nunca podré cortar radicalmente el cordón umbilical con mi madre ni con mi hermano; que posiblemente en el intento de cortar el fraterno, una le haga daño a su gemelo o a la relación. Con todo, la vida te regresa certezas. Y afectos.

Figuras yoruba _ibeji_ que representan gemelos. Wellcome Collection Figuras yoruba ibeji que representan gemelos. Wellcome Collection

Gemelidad

La mañana del 29 de enero de 1970 mi padre recorría las calles de Mixcoac para contar personas. Era el día del censo y la autoridad correspondiente le había asignado esa labor, como supongo que hace el Instituto Nacional Electoral con los funcionarios de casilla actualmente. Esa mañana todavía faltaba un mes para el nacimiento del segundo hijo o hija que mis padres esperaban. Como en esa época los ultrasonidos se aplicaban hasta pasado el mes ocho, ellos no tenían ni la más remota idea de que éramos dos en camino. Aquel día terminó con la población censada y una pregunta del médico que mi padre no supo contestar: ¿Qué prefieres, niño o niña? Como el censo de población y vivienda sucede cada diez años, nuestra existencia no quedó registrada entre los 51 millones 493 mil 565 habitantes, a los que se sumaron los cinco mil habitantes del barrio, menos dos hijos con los que mi padre contaba y a la vez no. Apasionado de las listas y los hechos, el censor de la familia levantó el espejo del baño que estaba en la habitación del Hospital Francés que ocupaba mi madre y abajo del nombre de Ricardo, el hijo mayor, anotó: Lucía y Pablo. Así también hizo con su cuarto hijo, Fernando, y luego ya no pudo continuar con la tradición porque demolieron aquel viejo edificio de dos alas. Años más tarde, Carlos nació en el Hospital de México y Carmen en el Mocel.

Purga

Nacimos en casas gemelas (mi abuela vivía abajo y mis padres arriba) y al año nos mudamos a otra casa que también se comunicaba con la nueva de mi abuela a través de una habitación conocida como “el cuarto de la costura”, que en realidad fue el umbral donde se juntaron los universos masculino y femenino de nuestra niñez. Así, los primeros años coincidieron en cuatro habitaciones, que eran espejo de la otra casa siamesa; dos cocinas gemelas, dos escaleras interiores, dos salas idénticas, dos escaleras de caracol que llevaban a las azoteas desde sus patiecitos interiores y un jardín también dividido en dos: una sección de concreto rosa y la otra de pasto. En uno de los baños, mi abuela o mi madre guardaban medicinas y esos caramelos horribles que tienen “una mosca dentro”. Resulta que un día, revisando ese botiquín, mi hermana descubrió unos chocolates, que en realidad eran unos purgantes deliciosos llamados Ex-lax. Cuando mi madre la encontró con la boca sucia y al descubrir cuántos trozos se había comido, se la llevó al hospital. El médico sólo atinó a decir que la niña estaría todo el día en el baño. Lo cierto es que, según las crónicas, yo fui quien se pasó todo el día con diarrea y sin poderme despegar de la taza del excusado.

Dos gemelos después de nacer. Fotografía de Jeremy Talcott Dos gemelos después de nacer. Fotografía de Jeremy Talcott

Telepatía cableada

No sé bien a qué institución acudimos ni por qué mi madre acabó convencida de la necesidad de comprobar la telepatía que hay entre dos hermanos mellizos (cuates y no gemelos como se cansaron de decirnos todas las personas del mundo). Vagamente recuerdo estar acostado en una camilla, sabiendo que mi hermana reposaba en la de al lado. Me acuerdo de que debíamos dormir, pero no sé si nos anestesiaron. También tengo memoria de que nos cubrieron el pecho y las extremidades con ventosas llenas de lodo, todo conectado a un electrocardiograma y encefalograma que probarían nuestra conexión inseparable. Yo sabía que si me picaban un pie a mi hermana le dolería y que, si me acariciaban la mejilla, aquella maquinaria delataría que compartíamos un sistema de comunicación sutil. Al final fue imposible probar científicamente nuestras conexiones cerebrales o físicas o telepáticas y la verdad es que nunca nadie pudo decirnos por qué regalábamos lo mismo en Navidad o por qué empezamos a padecer trastornos del sueño el día que ella se marchó a París y estuvimos en zonas horarias distintas. Mucho menos llegará la explicación que resuelva el modo en que me afecta su ciclo hormonal. Cosas de los hermanos bivitelinos, que es lo que somos.

Una nariz rota

Cuando cumplimos veinte años, nuestra tribu familiar ya estaba completa. Éramos seis hijos y sus hordas de amigos que invadíamos la cocina y la sala donde estaba la televisión. Íbamos a fiestas y la guerra por la ropa robada era un hábito heredado de la infancia pero con una variante: ya no se trataba de que el hermano grande heredara al chico sino que cada quien se robaba ropa de un clóset a otro, sobre todo para salir de fiesta. Y así pasó con mi hermano menor, quien descubrió que yo había usado un pantalón nuevo y que ahora esa prenda estaba rota. Luego de hacernos de palabras, él me rompió la nariz de un madrazo, lo que (después de la operación) hizo que me sintiera lo máximo durante un concierto de Cecilia Toussaint en La Última Carcajada de la Cumbancha con todo y mis ojos tatuados onda The Cure. La tarde en que el otorrinolaringólogo me quitó las tiras y gasas que rellenaban mi nariz reconstruida, mi melliza Lucía casi se desmaya. Lo mismo sucedió cuando a los catorce años me atropelló un trolebús o cuando me quedé dormido el día que le extirparon el apéndice. Mientras las tiras llenas de costras salían de mi nariz como serpientes, a ella la atacaba una comezón indescriptible, con o sin electrocardiograma. No es casualidad que Lucía nos nombre cóatls, que significa ‘serpientes’ o ‘gemelos’ en náhuatl. Un animal capaz de formar un círculo, un mellizo que es y no es un gemelo. A partir de entonces nada ha cambiado. Sólo la certeza de que en el mundo existe alguien que comparte tus chocolates, dolores, danzas, serpientes y escaleras y toda la historia que iba a suceder después de esa acta de nacimiento común donde el espacio para registrar nuestras huellas dactilares está dividido en dos. Aunque superamos el axioma de “se nace solo, se muere solo”, lo cierto es que a la fecha no ha existido razón científica que sea capaz de explicar y registrar los hechos, tal y como sucedió durante el censo de 1970.

Imagen de portada: Teresa Olmedo, Por último el corazón, 2019. Cortesía de la artista