La casa de Lázaro

Infancia / dossier / Octubre de 2019

Paz Busquet

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LA CASA DE LÁZARO


Jugábamos a ser vacas pero no éramos vacas. No era necesario aclarar.
Y lo mismo pasaba con “la casa de Lázaro”. Si hacía falta garrafa se buscaba allá, en “la casa de Lázaro”. En invierno, la leña se guardaba en “la casa de Lázaro”, y en verano, el cloro siempre estaba en “la casa de Lázaro”.

Todos decían “la casa de Lázaro” y Lázaro y sus hijos eran los que vivían ahí, pero la casa no era suya ni de su mujer, la casa era nuestra.
Andábamos descalzos, nos mojábamos siempre en el agua que hubiera, de la pileta o de la lluvia. Revolcándonos en el barro, andábamos igual que cerdos, nosotras con los hijos del tal Lázaro.
Era “lo que toca-toca” decidía la moneda, dueño, peón, vaca.
Con Lina, la hija de Lázaro, montamos una vez los caballos de palo, agarramos riendas de hilo salimos en tropilla arreando troncos chicos y grandes.
Los chanchos más cuadrados tenían corteza áspera. Las vacas de eucaliptus eran redondas, más grandes. Las ovejas tenían los líquenes bien pegados a la madera.
¿Cómo fue que empezamos la pelea? Salí corriendo hasta el níspero del jardín de Lázaro.
Lina me siguió. Nos miramos. Y sin aviso, con la mano dura y bien abierta, Lina golpeó mi cara.
Algo no estaba bien. No pude devolver el golpe. Como un gato escapando de los perros, subí de la raíz hasta la copa.
Trepé y trepé. Fui más alto que nunca. Pasé la altura de las casas, la del ficus, pasé la altura del ombú.
Y miré todo lo que había encima de Lázaro, Lo que nadie podía ver. Pata podrida de caballo, ropa mojada y vieja, carozos, hojas secas.
Miraba Lina desde abajo y echó la cabeza hacia atrás y me mostró los dientes grandes. Los ojos, que se le habían corrido hasta el borde de la cara, enrojecidos como si llorara, pero las mejillas, completamente secas, se habían llenado de puntos negros.
Y el pelo brotó de esos puntos, y de la frente y del cuello.
De pronto, la nariz se abrió en dos mitades y los labios se separaron a ambos lados como los de un conejo.
El tabique también se alargó y redondeó hasta que ya no fue más lo que era sino un hocico gris y movedizo.
Pude ver cómo las encías, que se engrosaban en el rosa húmedo de la boca, envolvían de a poco, a fuerza de crecer y crecer, las raíces de dos paletas amarillas, filosas.
Y con el último chillido, que ya poco tenía de lenguaje, me dijo: Ratas, para ustedes siempre fuimos las ratas.

El Periódico de Poesía de la UNAM nos ofreció este poema vin­culado con el tema del dossier. Los invitamos a leer más de esta publicación uni­versitaria aquí

Imagen de portada: Mary Mills Lyall y Earl Harvey Lyall, The Cubies’ ABC, G.P. Putnam’s Sons, Nueva York, 1913