Atestiguar la represión en Rusia
Elena Kostyuchenko es una periodista y activista rusa. Escribió Moiá liubímaia straná, traducido al español como Amo a Rusia. Crónicas desde un país perdido (Capitán Swing, 2025). Este libro reúne los reportajes de su autoría que aparecieron a lo largo de quince años en el periódico independiente ruso Novaia Gazeta, cuya licencia de publicación fue cancelada por el Estado tras su cobertura de la guerra en Ucrania. Por su trabajo, Kostyuchenko ha sido blanco de ataques —entre ellos, un intento de envenenamiento— y ha sido arrestada en varias ocasiones, por lo que vive en el exilio desde 2022.
En esta entrevista habla sobre el pasado soviético y el presente de su país. La población rusa ha tenido que lidiar con el colapso de la URSS, recordada por muchos con nostalgia, y con las políticas de Estado que pretenden suprimir la variedad étnica en el territorio, lo que se conoce como “rusificación”. A contracorriente de la propaganda gubernamental, Kostyuchenko recuerda los traumas colectivos a partir de las experiencias de quienes han sido forzados a vivir bajo la represión.
Daniela Arias Barragán (DAB): Quisiera preguntarle por el primer capítulo de su libro, “The men from TV”, y por el contraste entre diferentes generaciones rusas. En este capítulo, usted reconstruye sus impresiones de infancia durante los noventa. Relata cómo su madre vivió la disolución de la URSS, cómo culpaba al [expresidente] Yeltsin de la crisis y cómo añoraba ese pasado en el que había estabilidad y sentido de pertenencia a una comunidad. En varias ocasiones usted ha hablado de que el colapso de la URSS fue un motivo de alivio para muchos, pero una tragedia para otros, entre otras cosas por los problemas que desencadenó durante los noventa. ¿Qué opina sobre la relación tan compleja que tiene la sociedad rusa con el pasado soviético? ¿Qué significó para usted la década de los noventa? ¿En qué medida es problemática la manera en que se recuerda ese periodo?
Elena Kostyuchenko (EK): Creo que es un trauma gigante que la sociedad no ha terminado de procesar. Debemos considerar que el miedo que genera pensar en los noventa es algo que la propaganda rusa utiliza constantemente: según esto, Putin salvó a Rusia y ahora Occidente se interpone. Es un tema que sigue siendo muy vigente. Maria Pévchikh y la Fundación Anticorrupción (FBK), que ha continuado el proyecto de Naválni,1 realizaron una miniserie documental con un título sugestivo, Predáteli (Traidores), sobre ese periodo. A muchos “intelectuales” liberales actuales les pareció que el título era hostil y lo percibieron como una acusación. En su opinión, la retórica de “traidores” y “no traidores” se asemeja demasiado al discurso estatal, pero la mayoría de las personas con las que he hablado en mis recorridos por el país recuerdan lo mucho que les costó sobrevivir durante esa década y no están dispuestas a perdonar a nadie por ese trauma.
Creo que es equivocado contraponer a Putin con los noventa porque él, precisamente, es un producto de esa época, su carrera se disparó en ese momento y coincide del todo con “la ley del más fuerte”. De hecho, pienso que ése puede ser el lema de aquellos años. Los oligarcas aparecieron muy rápidamente porque se apoderaron de los recursos que quedaron de la Unión Soviética mediante esquemas complejos de fraude y privatización. La gente se dio cuenta de cómo algunos exmiembros del Komsomol2 asaltaban el país y de repente las fábricas que les pertenecían a todos pasaron a ser de ciertas personas. Después todo volvió a cambiar y aparecieron esos grandes oligarcas que lograron conspirar y financiar la campaña de reelección de Yeltsin cuando él ya estaba muy mal por sus problemas con el alcohol. Fueron justamente Yeltsin y los oligarcas que lo respaldaban quienes eligieron a Putin, porque era alguien que no abandonaba a los suyos y les iba a garantizar inmunidad a pesar de los crímenes que habían cometido en los noventa. Putin sigue garantizando la seguridad de esas personas. Es claro que su rol real es muy diferente de su imagen pública, que consiste, como ya dije, en creer que gracias a él llegó la estabilidad después del caos.
Para mí, como periodista, es especialmente doloroso pensar en ese periodo porque creo que ése fue el momento en que se debilitó la gran autoridad que habían ganado nuestros colegas durante la perestroika. Muchos periodistas y publicaciones se volvieron (lo siento, pero diré las cosas como son) dependientes de los oligarcas de uno u otro modo. Una persona compraba activos mediáticos, otra los creaba, y los periodistas que antes escribían sobre la gente que pasaba hambre de repente comenzaron a escribir sobre la libertad y la democracia y a decir que sólo era necesario esperar un poco para que todo mejorara. Claramente, la libertad y la democracia no llegaron. Desde el principio, Yeltsin se comportó como un gobernante muy autoritario; su orden de enviar tanques contra el parlamento en 1993 (algo de lo que se sabe muy poco en el extranjero),3 su decisión de elegir a Putin como sucesor, su reelección para un segundo término y la guerra en Chechenia no fueron decisiones democráticas de ninguna manera.
Insignia de un miembro veterano del Komsomol, 1968. Museos de Virumaa, dominio público.
No puedo hablar por la mayoría porque en Rusia viven 150 millones de personas y es imposible hacer una encuesta al respecto, dado que en el país no hay sociólogos independientes, pero muchas personas con las que he conversado sobre los noventa consideran que, mientras se hablaba de libertad y democracia, la nación fue saqueada. Es un gran problema porque ahora esas dos palabras en ruso están muy cargadas, tienen una connotación bastante oscura y traumática. Si alguien dice que no hay suficiente libertad, siempre está el ejemplo de que eso fue lo que la gente quiso en aquella década y todos saben en qué terminó. El asunto es que en esa época tampoco la hubo, aunque se hablara de ella todo el tiempo. Es un gran trauma que nuestra sociedad debe procesar; para eso es necesario hablar al respecto, algo muy difícil de hacer.
Yo intenté iniciar ese diálogo con mi libro y escribí algunos textos adicionales sobre los noventa tal como yo los recuerdo, y recibí muchas agresiones de gente para la que ésa realmente fue una época de libertad y felicidad. Por alguna razón, creen que sus recuerdos felices anulan mis recuerdos negativos, como si decir en voz alta que todo estaba bien hiciera desaparecer el trauma. A mí me sorprende mucho porque suelen ser personas cuya educación debería permitirles entender que el trauma no elaborado no desaparece, sino que se encona, y que la propaganda puede utilizarlo de manera efectiva para explicar que Putin nos salvó, que gracias a su llegada los noventa terminaron.
DAB: En el tercer capítulo de su libro, “Moscow isn’t Russia”, usted habla sobre el fuerte contraste entre las condiciones de vida en la capital y en el resto del país. Narra su experiencia tras mudarse de su natal Yaroslavl y reflexiona sobre la ilusión de prosperidad que predominaba en la Moscú de los 2000. ¿A qué atribuye esa disparidad tan marcada? ¿Cómo cambió la relación de la capital con las regiones durante la URSS y después de su caída?
EK: Esa desigualdad, prácticamente, ha existido siempre. En el periodo soviético, Moscú y San Petersburgo estaban mejor abastecidas que las ciudades situadas entre ellas. En Yaroslavl había una broma: “¿Qué es largo, verde y con olor a salchichón? La electrichka4 que viene de Moscú”. Mi madre decía que mucha gente iba a Moscú a comprar salchichón y por eso los vagones olían así.
De las primeras cosas que hizo Putin cuando llegó al poder fue reestructurar el sistema tributario para que las regiones enviaran sus impuestos a Moscú y después el centro federal determinara cuánto redistribuir a cada una. De repente todas las regiones comenzaron a depender de las subvenciones. Así Putin evitó el colapso de Rusia, según sus partidarios. Tras el “desfile de soberanías” que ocurrió después de la caída de la Unión Soviética, cuando muchas repúblicas, entre ellas Chechenia, quisieron declarar su independencia, se impusieron esas medidas tributarias para formar una estructura vertical de poder. De ese modo, las regiones quedaron subordinadas al presidente.
Se puede decir que esa brecha se profundizó en el gobierno de Putin porque Moscú se convirtió en una especie de vitrina de Rusia en la que vivían y trabajaban periodistas extranjeros y, lo más importante, el mismo Putin y su gente. En Moscú hay muy buen transporte público y, si eres una persona sana, todo es bastante conveniente y cómodo; si usas silla de ruedas, se vuelve una ciudad más bien hostil. Debido a esa abundancia, uno de cada diez rusos vive en Moscú. Al menos así era cuando me fui.
Actualmente, la desigualdad se ha profundizado aún más a raíz de la guerra [con Ucrania]. Un ejemplo es el pago único que otorga el Estado a quienes firman un contrato de servicio militar.5 Ese pago es diferente en cada región: en Moscú es de 5.4 millones de rublos, mientras que en Yaroslavl es de 1.2 millones. Es decir, la vida de un habitante de Yaroslavl vale cuatro veces menos que la de un moscovita. Las autoridades reclutaron mucha menos gente en Moscú y en San Petersburgo que en las regiones con minorías étnicas, en especial en el norte del país, pero también en Buriatia, Daguestán y Chechenia; allí reclutaron masivamente. Las etnias minoritarias (málye naródy) ven esto como un genocidio porque sienten más las consecuencias de la muerte de un hombre joven.
En resumen, lo que yo veo es que la brecha se ha profundizado y creo que esa tendencia a una desigualdad tan marcada es muy perjudicial.
Cartel de la serie Predateli [Traidores], 2024.
DAB: He visto reportajes sobre movilizaciones “desde abajo”, sobre colectivos que se conformaron en muchas repúblicas durante los reclutamientos para ayudar a los hombres a salir de Rusia, por ejemplo, Free Buryatia Foundation, Free Yakutia Foundation y Nóvaia Tyvá (Nueva Tuvá). ¿Cuál es su perspectiva sobre estas formas de “micropolítica”? ¿Cómo cree que dichas iniciativas reflejan el deseo de esas comunidades de autodeterminarse y resistir?
EK: Para mí, es difícil hablar de eso porque no estoy en Rusia y es allí donde se pueden ver esas tendencias. Es claro que, desde que comenzó la guerra y se intensificaron las retóricas “patrióticas” del gobierno, como “aquí todos somos rusos y sólo algunos son buriatos”, las personas, en especial las etnias no titulares (netítulnye nátsii),6 comenzaron a preguntarse ¿qué hacemos aquí?, ¿por qué tenemos que combatir contra Ucrania?, ¿por qué debemos morir en esa guerra?, ¿qué nos hicieron a nosotros los ucranianos? Una de las principales preguntas es hasta qué punto la idea que supone la fusión de todos los pueblos en un único pueblo ruso se corresponde con los intereses de esos grupos étnicos y con la realidad. Es evidente que no es así. De hecho, las protestas más vehementes contra la guerra ocurrieron en las regiones con minorías étnicas. Hasta donde sé, el Glávnoe upravlénie po protivodéistviu ekstremízmu (Centro para Combatir el Extremismo, conocido como Centro E) concentra sus ataques en cualquier movimiento que tenga en su agenda cuestiones decoloniales o poscoloniales, lo que incluye asuntos relacionados con la autodeterminación.
Debo decir que en Rusia existe una ley contra la autodeterminación de esos pueblos, según la cual el territorio ruso no se debe reducir. Es decir, que cualquiera que amenace la integridad territorial establecida en la Constitución del país será considerado un criminal y debe estar en la cárcel. Y, efectivamente, muchos activistas de esas etnias son presos políticos.
Con frecuencia también se discute la cuestión de las lenguas que se hablan en Rusia, aparte del ruso, porque existe una política estatal de máxima centralización y rusificación. Cada vez hay menos posibilidades de estudiar otras lenguas nativas en las escuelas; en las instituciones de educación superior esa posibilidad, prácticamente, no existe.
DAB: Claro, desde 2017 se debatió el estudio de las lenguas oficiales de las repúblicas y en 2018 se aprobó una reforma que las restringe en las escuelas, algo que muchos activistas percibieron como una medida excluyente que perjudicaba los esfuerzos por preservar la identidad nacional.
EK: Sí, y precisamente esa misma política de rusificación también se puede ver en los territorios ucranianos capturados en la guerra. Han contratado maestros nuevos, han cambiado los programas escolares, los libros de texto. Eso no es casualidad. Yo prefiero llamar a las cosas como son: creo que son manifestaciones de fascismo. Sé que muchos investigadores discuten si es posible llamarle “fascismo” a lo que ocurre en Rusia o si debería acuñarse un término especial. Esos debates suelen girar en torno a la comprensión del fascismo como ideología, a la supremacía de una etnia única y principal. En nuestro caso, la desigualdad entre los rusos y los demás pueblos que componen Rusia está consagrada en la Constitución mediante enmiendas recientes. Ahora somos un sistema que quiere conformar una sola nación, lo que sea que eso signifique. Eso impide comprender bien muchas cuestiones específicas de Rusia porque realmente somos un país multiétnico en el que vive mucha gente que se define a sí misma de maneras muy distintas.
A nivel político, la discusión sobre la gran identidad rusa suele girar en torno al idioma. Putin justifica, en parte, esta guerra con la idea de que así está defendiendo a los hablantes de ruso que viven en Ucrania, con lo que la lengua rusa adquiere un significado enorme, pues está muy politizada. Aunque en Rusia digan que Ucrania y Occidente politizaron la lengua, el gobierno ruso es el que se ha encargado de eso.
DAB: Quisiera preguntarle cuál es su perspectiva con respecto a los procesos de memoria histórica y de responsabilidad en Rusia. La organización de derechos humanos Memorial, fundada en 1989, ha examinado los crímenes de Estado cometidos desde el comienzo de la Unión Soviética. ¿Cómo ha sido su relación con esta organización, en términos profesionales y personales, y cómo ha contribuido el periodismo independiente a la reconstrucción de la memoria histórica?
Vladimir Putin durante un discurso por el ochenta aniversario de Borís Yeltsin, 2011. Archivo del Gobierno de la Federación de Rusia CC 3.0.
EK: Muchas gracias por esta pregunta tan importante. Si bien no tuve tantas interacciones con Memorial como mis colegas, recurrimos a ellos en 2006 a raíz de la campaña antigeorgiana [de arrestos y expulsiones] que hubo en Rusia. Ese año mucha gente fue deportada y ocurrieron terribles violaciones de derechos humanos. A pesar de que esas personas tenían sus documentos a la mano, los juzgados tomaron la decisión de deportarlas en cuestión de minutos. Recurrimos a Memorial para ayudar a Manana Jabelia, una refugiada georgiana que vivía en Rusia desde la guerra en Abjasia y que fue detenida en el mercado Dorogomilovski en donde vendía vegetales. Memorial nos ayudó con asistencia legal y organizó conferencias relacionadas con la campaña antigeorgiana y el caso de Manana. Gracias a su apoyo, logramos demostrar que no era culpable y que debían anular su deportación. Sin embargo, Manana murió antes de salir de la cárcel. Fue la primera vez que una persona a la que había entrevistado moría en prisión. Para mí fue sumamente doloroso.
Memorial también ayudó mucho a Anna Politkovskaia durante su trabajo en Chechenia. Después de su asesinato, Natalia Estemírova, quien era el corazón de Memorial en Grozni, continuó el trabajo que ella hacía en Novaia Gazeta. Natalia escribió para nosotros bajo un seudónimo hasta que la asesinaron también.
Para Memorial ha sido igual de importante investigar las violaciones de derechos humanos en el pasado y en la actualidad. Eso incluía todo lo que estaba sucediendo en Chechenia, como la persecución de personas gay, una investigación en la que nuestro periódico y yo participamos. Debo decir que de joven no era del todo consciente de la importancia de Memorial. Me parecía que era necesario hacer memoria de las represiones del periodo soviético, pero creía que eran mucho más urgentes los temas con los que nos enfrentábamos en el presente.
Mis colegas Elena Racheva y Anna Artemieva, en colaboración con Memorial, publicaron un libro increíble titulado 58-ia. Neiziátoe (en inglés Article 58: Unseized. Stories of GULAG Survivors and Perpetrators), el cual contiene sus conversaciones con personas que estuvieron presas en los gulags y que trabajaron para ese sistema. Resulta que casi todas se llevaron del gulag al menos un objeto que les recordaba esos acontecimientos.
Poco después del inicio de la guerra contra Ucrania, en Rusia clausuraron Memorial. La organización sigue trabajando desde Europa.
DAB: Me gustaría que habláramos de su estilo narrativo. En su libro usted entreteje las historias de otros con sus propios recuerdos y siempre hace énfasis en las experiencias de personas concretas. ¿Podría contarnos por qué este enfoque es importante en su trabajo periodístico?
EK: Tal vez por dos razones. En primer lugar, mi educación fue bastante modesta. Yo no me considero una gran analista, soy reportera y para mí es más sencillo ver la Historia a través de las historias de personas concretas. Sé que así hay menos posibilidades de que cometa errores porque cualquier generalización implica simplificar los hechos. Me alegra mucho que hablemos de esto porque [una parte de] nuestra conversación se centró en entender desde una perspectiva muy amplia qué piensan esos 150 millones de rusos. Esa aproximación siempre se aleja de la verdad.
En segundo lugar, me parece que si intentamos comprender cómo funciona un sistema muy grande, ya sea una empresa o un país, no debemos hablar con quienes se han integrado a él, sino con quienes han sido excluidos porque son ellos, justamente, quienes pueden ver todos los errores y las disfunciones del sistema. Esas personas entienden las reglas con las que funciona porque lo observan con mucha atención. Por eso mi libro está compuesto de historias de personas distintas, desde el pueblo nganasan, que vive en una zona muy al norte del país, hasta una familia gay que fue asesinada en el sur del país; desde quienes viven en los internados psiconeurológicos hasta las mujeres que buscan a sus esposos fallecidos.
Para mí, ésa es una manera de mostrar que algo tan grande como un país y algo tan monstruoso como el fascismo consiste en nuestras pequeñas y diversas decisiones, en nuestros miedos y esperanzas. Quería entender cómo lo que ocurre en nuestra alma, cómo nuestro propio camino determina nuestra realidad común. Para mí, fue muy importante comprender en este libro cómo llegamos al punto en el que estamos y fue por eso que, por primera vez, tomé la decisión de mirar no sólo a los que entrevistaba, sino también a mí misma. Si contamos la historia de cómo Rusia cayó en el fascismo, no podemos excluirnos. Claro, yo podría haberme sacado de ese cuadro y decir “miren lo que hicieron esos rusos, ¡qué horror!”, pero yo también soy rusa, yo también participé en esto. Para mí, era importante observar muy de cerca mi propia vida, y la cantidad de similitudes que encontré entre las vidas de mis entrevistados y la mía fue realmente desalentadora. En pocas palabras, yo soy una rusa como cualquier otra.
Me parece extraño leer textos en los que mis compatriotas perciben la responsabilidad como algo malo, como algo que viene a cobrarnos lo que hemos hecho. Claro que tendremos que enfrentar las consecuencias de lo que hemos hecho, es inevitable, pero es algo bueno: significa que Rusia todavía es nuestro país, que es nuestra vida y que podemos mejorarla. Tenemos agencia, tenemos herramientas y tenemos en qué apoyarnos para mejorar eso que amamos.
Ésta es una versión editada de la entrevista original.
Imagen de portada: Mítin con lectura colectiva de periódicos a favor de Ivan Golunov, 2019. Fotografía de Leonid Ryzhnik. Wikimedia Commons CC 4.0.
Alexéi Naválni, un famoso activista, opositor de Putin y preso político que murió en una cárcel rusa en circunstancias que aún no han sido esclarecidas. ↩
La organización juvenil del Partido Comunista de la URSS. ↩
En septiembre y octubre de 1993 la crisis constitucional rusa alcanzó un punto álgido cuando el presidente Borís Yeltsin disolvió el Congreso de Diputados del Pueblo de Rusia y el Sóviet Supremo de Rusia e instauró un sistema de gobierno por decreto presidencial. El 4 de octubre Yeltsin ordenó al ejército que disparara contra el edificio del Parlamento en Moscú y arrestara a los legisladores. Según las cifras oficiales, el número total de muertos fue 187, pero otras versiones afirman que podrían haber muerto dos mil personas. ↩
Tren de cercanías. ↩
Se refiere al pago por enlistarse en el ejército ruso para combatir en la guerra contra Ucrania. ↩
Una etnia titular es una parte de la población de un estado o el sujeto de una federación (con autonomía territorial y nacional) que determina el nombre oficial de ese estado. En la Unión Soviética se refería a las entidades autónomas que la componían, a las repúblicas y las regiones autónomas. ↩