Entrevista con Rodrigo Rey Rosa

De lo regional a lo planetario

Violencia / panóptico / Septiembre de 2022

Mauro Libertella

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Rodrigo Rey Rosa es hoy uno de los escritores más universalistas de Centroamérica. Su historia personal está saturada de viajes y países, pero hay dos ciudades que fueron determinantes en sus años de formación: Nueva York y Tánger. Ida y vuelta, vivió saltando de los edificios,el dinero y el avantgarde neoyorquino a una urbe don de el tiempo no es nada y se consume entre los dedos a la velocidad de un cigarro de hachís. Rey Rosa alcanzó el equilibrio exacto: en ese péndulo que va de lo regional a lo planetario, de lo íntimo a lo híper público, se selló el tono de suliteratura.

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¿Cómo eran las librerías en la Guatemala de tu juventud?

Las librerías comerciales eran pésimas. Había unas librerías de viejos, interesantes, que ya han desaparecido, quizás quedan una o dos. Durante mi adolescencia, sin tener ninguna aspiración literaria, era visitador de librerías. Andaba buscando y no había nada. Clásicos era lo mejor que había. Porrúa, Losada y Sudamericana llevaban los clásicos. Había mucho esoterismo también. Un gringo tenía una librería en inglés en el centro, muy pequeñita, y él sí ofrecía literatura muy selecta. Pero si no, toda era una tierra de best seller. Un poco después encontré un libro de Borges, Ficciones. Lo compré por la portada, porque no sabía yo quién era Borges.

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¿Y en tu casa?

Mi madre poseía una biblioteca reducida pero muy buena. Ella leía mucho en francés, a Simone de Beauvoir, a Sartre. Esos son mis recuerdos preliterarios. Tenía también un tío que era abogado y profesor de historia, con una gran biblioteca, sobre todo jurídica, pero también algunas buenas novelas en francés. Los románticos, Víctor Hugo. De ahí sacaba algunas cosas también. Pero hay que pensar que había una censura increíble, eran los primeros años de la dictadura militar, y controlaban mucho el flujo de libros.

Rodrigo Rey Rosa, 2015. Flickr / Casa de AméricaRodrigo Rey Rosa, 2015. Flickr / Casa de América

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¿Cuándo empezaste a salir de Guatemala, a confrontar tu experiencia con otros lugares?

A los quince hice un viaje de un mes. Luego, apenas cumplí dieciocho, me fui un año entero a Europa. Ahí fui aprendiendo que se puede salir y vivir fuera.

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Y cuando llegás a Nueva York para vivir, ¿cómo fue la adaptación?

Muy alegre. En ese tiempo, el Lower East Side, el Bowery, era muy latino. Yo me sentía como en casa. Nunca experimenté nostalgia ni melancolía por mi país. Me había escapado además de algo que no me gustaba, que era el ambiente guatemalteco, en el que no se podía respirar. Y no se sabía por qué, porque las grandes matanzas no estaban en la prensa. En Nueva York mismo me enteré un poco más de lo que pasaba en Guatemala, porque en mi país estaba todo velado.

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¿Qué escribiste ahí?

Ahí empecé a escribir prosas muy violentas. Sufría mucho de pesadillas. Muchos de mis amigos habían muerto por cuestiones relacionadas con la política. Ese fue mi primer material literario. Trataba de expresar eso, y creo que ese tratamiento de la violencia fue lo que hizo que a Paul Bowles le gustaran mis cuentos. Bowles era también gran admirador de Borges, y cuando me preguntó qué escritores me gustaban, lo mencioné inmediatamente.

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¿Cómo era tu relación con el idioma inglés y con la escena literaria viviendo en Estados Unidos?

Al año de llegar conocí a un poeta perteneciente a un movimiento de poesía radical que tuvo su origen en The language poetry, un programa que hacía poesía más con la sintaxis que con el sentido: formalista, conceptual. A mí me fascinaba, y ese era mi contacto con la literatura viva. Ellos se juntaban todos los domingos, y creo que se siguen juntando. Era algo religioso. Yo nunca llevaba nada para leer, pero ellos leían sus cosas y yo los miraba y los escuchaba. Había un intercambio interesante entre San Francisco, Nueva York, Londres, Toronto: las metrópolis de lengua inglesa. Me daba una cierta envidia no tener gente de mi edad y latinoamericana con quien establecer ese tipo de intercambio que veía en ellos. Los libros de ese grupo son difíciles de leer, pero si has estado en aquellas lecturas y has escuchado un poco cómo se debe leer eso, ya entras con mayor fluidez a los textos.

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¿Y cómo fue tu experiencia en Marruecos? ¿Tu adaptación fue rápida?

Inmediata. Tánger lo sentí como mío rápidamente. Yo soy defensor del consumo de cannabis, y ese es el paraíso en ese sentido. Y esa mezcla entre lo exótico y lo familiar. Yo había leído sobre el norte de África bastante, así que ya tenía alguna idea de lo que me iba a encontrar. Ese año, el ochenta, tuve mucha suerte. Me fui de Guatemala, caí en Nueva York, a la casa de un amigo que me había ofrecido su sitio. Él me dijo que si quería quedarme no tenía que ser de ilegal, que estudiara cualquier cosa para conseguir una visa. No muy lejos había una escuela de arte donde ofrecían una beca para ir a estudiar literatura a Marruecos con Paul Bowles. Fue una serie de coincidencias. A los dos meses de haber llegado a Marruecos estaba embarcado ya de lleno en este programa. Bowles me cayó muy bien, un tipo muy divertido, al que además le gustó lo que yo estaba escribiendo. Yo empezaba a escribir y se me soltó más la cuerda. Regresé a Nueva York, estuve todavía un año, y me compré un billete para volver a Marruecos. Me fue bien, salió un libro, mis padres entendieron que no estaba perdiendo el tiempo. La idea de Tánger para mí es la de la felicidad y la escritura.

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¿Llegaron a hablar de cosas personales con Bowles, intimidades?

No. Era muy británico, no hablaba nunca de lo que le pasaba ni me preguntaba si yo tenía novia o algo así. Lo que yo le quería contar, él lo escuchaba, pero no preguntaba. Creo que por eso tuvimos una amistad tan larga y sin altibajos. Alguna vez le tuve que pedir dinero prestado, porque me habían robado. Y me preguntaba: ¿cuándo cree que me lo puede devolver? Él no tenía mucho dinero. Al final, cuando Bertolucci hizo la película basada en la novela El cielo protector, sus libros se reeditaron y empezó a vender mucho. Pero él vivía muy austeramente. Antes de que se transformara en un boom, en el 91, llegó un editor y le pagó 400 dólares por todos sus cuentos. Esa fue una gran lección para mí. Vivía en un apartamento pequeño. Cuando empezó a tener este éxito increíble llegaban periodistas y no podían creer que él viviera ahí. Sus amigos americanos lo admiraban por no haber hecho nunca nada que no hubiera querido. Era además de una gran ecuanimidad, no lo tocaban ni la gloria ni la fama. Nunca le decía que no al que le tocara la puerta: a un mendigo lo hacía pasar a tomar una taza de té, lo mismo que a Forbes, que llegó un par de veces porque tenía una casa en Tánger. La misma amabilidad para todos.

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¿Tenés rituales tipo “necesito escribir con talmúsica, a tal hora”?

Antes escribía muy tarde, y eso ha cambiado, en parte porque tengo una hija. Así que tiendo a escribir más a la mañana, supongo que por la edad. Y sí, generalmente, cuando estoy avanzado, me gusta fumar un poquito para no distraerme con nada. Desconecto el teléfono, cierro la comunicación.

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Escribiste sobre Tánger, sobre Nueva York, sobre India, sobre distintos lugares en los que has vivido. ¿Cuánto tiempo sentís que necesitás estar en un lugar para poder escribir sobre él?

Con Tánger tardé casi veinte años en animarme a escribir. Bowles había escrito sobre Tánger, y a mí me parecía impertinente hacerlo después de él. Depende un poco, supongo, del texto que uno quiera hacer. A la India fui a escribir lo que me pidieron. Pero en la India escribir con algún tipo de familiaridad es un proceso que le puede llevar años a un extranjero, por más que uno haya leído y tenga un previo conocimiento del lugar. Hay un tipo de escritura de viaje, sin embargo, en la que los anglosajones son expertos, por la que llegan a un lugar e inmediatamente hacen un tejido que tú comprendes, una especie de paisajismo por el que pueden trasmitir lo que es estar ahí. Es un misterio anglosajón que echo de menos en la escritura de viajes latinoamericana. El libro de Octavio Paz sobre la India, Vislumbres de la India, es un libro sobre México. Es hermoso en sí, pero eso no es la India.

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Cambiando de libro, leí que, a la mitad de tus investigaciones en el archivo de la Policía Nacional donde transcurre la novela* El material humano*, te prohibieron la entrada. ¿Por qué fue eso?

La persona que me dejó entrar ahí lo hizo porque temía que ese proyecto de recuperación se cayera, que lo sacaran y se destruyera. Él veía en mí una especie de reaseguro, un chip de seguridad. La garantía de que algo se iba a contar. Yo estaba entrando porque él me lo permitía. A él no lo conocía, pero le gustó mi proyecto y los dos nos encontramos útiles. Los que investigaban en el archivo tenían un contrato de mordaza, de no hablar de lo que sucedía. Había escritores ahí, gente que estudiaba leyes, investigadores. Y ellos querían hablar de eso, pero no podían. Y yo, alguien de la calle, estaba de repente en ese mismo lugar para escribir sobre eso, lo cual molestó, generó envidia. El tipo me dejó entrar por debajo del control del procurador. Me dejó trabajar seis meses y un día no pude ir más. Eso no lo entendí muy bien. Mucho más tarde me explicó que él tenía gente más arriba que le impidió que yo siguiera adelante.

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Ese es un libro muy complejo en términos de edición: ¿cuándo entendiste la estructura?, ¿cuándo la viste completa?

Ese libro es pura edición. La única ficción es el armado. Yo moví cosas para que se pudiera leer. Cuando tomaba notas no sabía, quería hacer un libro de no ficción. Cuando ya no me permiten entrar en el archivo, cambia todo. La última línea me la da involuntariamente mi hija. Me la llevé al mar, junto con todos los cuadernos para ver qué hacía con todo eso. Ella me pregunta qué estás haciendo y yo le digo que estoy escribiendo un libro pero que no sé cómo va a terminar. Y ella me dice: “Yo sé cómo va a terminar, que tú vas a desaparecer y yo voy a estar gritando porque no te encuentro”. Ese es el final, supe.

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¿Qué edad tenía ella en ese momento?

Seis. Impresionante para mí.

Berenice Abbott, *Manhattan Skyline: I, South Street and Jones Lane*, 1936. The New York Public LibraryBerenice Abbott, Manhattan Skyline: I, South Street and Jones Lane, 1936. The New York Public Library

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A tu madre la secuestraron y en ese libro también contás un poco de ese secuestro. ¿Cuándo ella volvió les contó cómo fue todo?

Sí. Ella, de hecho, había escrito toda la experiencia, pero le quitaron el diario cuando salió. Mi madre quería tener una memoria de lo que fue pasando a lo largo de todos esos meses de secuestro, y llenó cuadernos. La dejaron escribir, pero no la dejaron llevarse el cuaderno. Ella cree que estuvo en tres o cuatro lugares distintos, siempre dentro de un cuarto y en el cuarto en una tienda de campaña, de la que solo podía salir para hacer un poco de ejercicio.

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¿Ustedes cómo sabían que ella estaba viva?

Al principio mantuvimos un contacto constante, cuando pedían un rescate. Eso fue en el 81, cuando hubo una avanzada guerrillera. Ocurrió una gran matanza en ese momento y nosotros durante dos o tres meses creímos que ella había caído en una de esas. Fueron meses de silencio, en los que yo pensaba que estaba muerta, hasta que aparecieron otra vez y pidieron la tercera parte del dinero que habían pedido en un principio. Además, deben haber sentido el calor, que estaba muy jodido, y quisieron solucionarlo rápido.

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Y eso aparece una y otra vez en tus libros, como un fantasma.

Bueno, porque yo estaba comenzando a escribir en ese momento. Llevaba un año de estar escribiendo en serio, pero pasaron varios más hasta que lo puse en papel, porque era difícil de escribir y de decir. Pero luego apareció de diferentes modos, en muchas de las cosas que he escrito

Imagen de portada: Berenice Abbott, Manhattan Skyline: I, South Street and Jones Lane, 1936. The New York Public Library