El síntoma de la biblioteca
Leer pdf¿Es un alarde —está a la vista de todos—, es una colección —hay miles de ejemplares de lo mismo en distintas versiones—, es un problema —cuando la cantidad pasa de los cien, la invasión tiende a ser imparable—, es un vicio? Virus, reservorio de ácaros, ente en crecimiento continuo. Desde enero y hasta julio de 2025 no pasé en Buenos Aires, donde vivo, más de dos semanas seguidas. Viajé por trabajo a México, Chile, Estados Unidos, Suiza, Francia, España, Uruguay, etcétera. En uno de esos movimientos, mientras estaba en Menorca dictando un taller, uno de los participantes me preguntó: “Con todos esos viajes, ¿cuál es tu concepto de casa?”. Me reí con amargura y dije: “Mi casa es el lugar donde está mi estudio”. Y en mi estudio, claro, está mi biblioteca.
Pero yo no diría que mi casa está donde está mi biblioteca. Más bien, diría que mi casa está donde esté mi escritura. Claro que, en ese punto, no puedo separar una cosa de la otra porque la biblioteca, mi biblioteca, es un agente de excitación, un instigador de lo que escribo. Más allá del placer que me proporciona, la hurgo, la exprimo, la utilizo como combustible. Vuelvo sobre párrafos de Lorrie Moore, sobre crónicas de David Foster Wallace, sobre los poemas de Mariano Blatt, Ada Limón, Louise Glück, Anne Carson, Sharon Olds, Nicanor Parra, Matías Rivas, Claudio Bertoni; sobre El amante, de Marguerite Duras; sobre el diario de Cesare Pavese; sobre Cuarenta y un intentos fallidos, de Janet Malcolm; sobre Los que sueñan el sueño dorado, de Joan Didion; sobre El Interior, de Martín Caparrós; sobre Operación Masacre, de Rodolfo Walsh; sobre Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes; sobre El estilo de los elementos, de Rodrigo Fresán, como un vampiro buscando la chispa, el fervor necesario para seguir viviendo y escribiendo, que es lo mismo.
Jorge Méndez Blake, Todos los libros de Borges [ejemplares de la obra de Borges extraídos de las bibliotecas públicas de Manhattan], Frieze, Nueva York, 2012. Cortesía del artista.
Jamás la miro pensando, con orgullo o desistimiento, “Cuántos libros que tengo”. Es grande pero mucho más chica que otras que conozco, y está organizada de manera conservadora. No recuerdo cómo la ordené en mi departamento anterior, más chico, en el que ocupaba apenas dos paredes, pero en el de ahora hay una división tajante, dos bibliotecas separadas que son la radiografía —sólo evidente para mí— de la manera en que mi vida como lectora experimentó un giro violento en los años noventa.
La biblioteca como decoración es un sopapo escandaloso, una afrenta, porque el concepto “adorno” está reñido con los libros. Los libros producen alivio pero también malestar, enamoran y hacen sufrir, despiertan evocaciones, melancolía e ideas peligrosas. Eso no lo logra un florero. Verlos hacer las veces de objeto decorativo es como contemplar a un animal salvaje en una jaula.
En el pasillo que une mi estudio con el resto de la casa están las obras que viajaron conmigo desde la ciudad en la que me crié hasta Buenos Aires, donde me mudé a los diecisiete años: clásicos clasiquísimos —tragedias griegas, La Ilíada y La Odisea, los rusos, etcétera— y literatura europea: italiana, alemana, española, sobre todo francesa (también hay autores a los que llegué más tarde pero que no son de procedencia anglosajona: japoneses, algún indio, algún turco, el noruego Karl Ove Knausgård). Clásicos imbatibles, autores y autoras europeos: eso era lo que leía —con excepciones como Cortázar, Bioy Casares, Rulfo, García Márquez— hasta que cumplí veintitrés o veinticuatro años y, en mi primer trabajo como periodista, conocí al escritor argentino Rodrigo Fresán. Por entonces sentía que mis lecturas se habían estancado: no sabía por dónde seguir. ¿Más Kafka, más Heinrich Böll, más Stendhal? Le pregunté a Fresán qué me recomendaba leer. Me respondió: “¿Leíste a John Irving?”. No, y no tenía idea de quién era John Irving. Él, que jamás prestaba libros, me prestó Oración por Owen, me encomendó que no le quebrara el lomo, que no arruinara la portada, que no doblara las páginas, que se lo devolviera tal cual. Leí esa novela en pocos días, tomando precauciones: no la llevaba en el transporte público (horror a extraviarla); no la leía mientras cenaba (horror a manchar las páginas); cubrí la portada con papel satinado (horror a dejarle una marca). Fue un camino de ida hacia la literatura norteamericana contemporánea, una veta que empezó con Owen-Irving, siguió con todas las recomendaciones que me hizo Fresán —Eugenides, Tobias Wolff, Richard Ford, John Cheever, Anne Tyler, muchos más— y a la que se sumaron, como si aquellos libros hubieran sido imanes que atraían a otros de la misma estirpe, descubrimientos propios: Lorrie Moore, David Foster Wallace, Jonathan Franzen, Michael Chabon, etcétera.
Marguerite Duras, El amante, Tusquets, Barcelona, 2010.
La biblioteca del pasillo no debe tener más de mil ejemplares y es una biblioteca casi detenida: no aumenta demasiado. Cada tanto ingresa algún autor francés —la psicoanalista Anne Dufourmantelle o Hacer el amor, de Jean-Philippe Toussaint, que no me interesó aunque tiene algunas frases estupendas, y si hay algo que no puedo hacer es desprenderme de un libro con “algunas frases estupendas”—, pero, en general, no crece.
La otra, la de mi estudio, crece continuamente. Paredes de piso a techo, estantes gruesos para sostener dos hileras de libros (atrás y adelante), cuatro zonas bien definidas: no ficción, ficción, poesía y cómics. La no ficción tiene subdivisiones: diccionarios, ensayo, biografía, no ficción periodística. La de ficción está dividida por zonas geográficas: América Latina (cada país tiene su espacio: Argentina, Colombia, México, Bolivia, Perú, etcétera), Inglaterra (que saltó de la biblioteca del pasillo a ésta porque crece, aunque con timidez) y Estados Unidos, el núcleo duro del asunto, el síntoma de mi viraje violento. La literatura norteamericana contemporánea ocupa muchísimos estantes, está a mis espaldas y aumenta de manera vertiginosa. Es una criatura en expansión, la zona con más libros efectivamente leídos y releídos: Pete Dexter, David Foster Wallace, Rick Moody, Lorrie Moore, Lydia Davis, Ann Beattie, Faulkner, Fitzgerald, Capote, Mailer, Tobias Wolff, Salinger, Cheever, Richard Ford, Eugenides, Anne Tyler, David Gates, Nickolas Butler, Peter Cameron, Franzen, Chabon, Bret Easton Ellis, Carver, A. M. Homes, Lionel Shriver, Amy Hempel, Nathan Hill, Ottessa Moshfegh, Elizabeth Strout, Richard Yates, Scott Spencer. Etcétera. Y etcétera. Y etcétera. Aquella primera lectura que sugirió Fresán torció mi rumbo para siempre y dejó huellas en todo: en lo que pienso, en lo que escribo, en lo que busco.
Rodrigo Fresán, El estilo de los elementos, Random House, Barcelona, 2024.
La totalidad de la biblioteca está organizada por autores. Eso no presenta problemas, aunque hay ripios: si alguien escribe ficción y no ficción, ¿reúno todo en la zona de ficción (por algún motivo, eso tiene más sentido que lo opuesto) o separo ficción de no ficción? Mis decisiones son arbitrarias: la obra de Martín Caparrós está dividida entre la zona de ficción y no ficción, igual que la de Juan Villoro y Joan Didion; la obra de ficción y no ficción de Alan Pauls, Mariana Enriquez, David Foster Wallace, Fogwill, Hebe Uhart, Ricardo Piglia permanece unida en la zona de ficción. Es un criterio misterioso (y un misterio muy poco relevante).
Aunque todo indique que el nuevo libro de un autor que me gusta mucho es malo, lo compro igual (cultivo la lealtad lectora). A veces me encuentro rogando que fulano o fulana no publiquen nada más porque voy a tener que recurrir a la odiosa modalidad de colocar su obra echada horizontalmente sobre volúmenes anteriores, ya que insertar uno nuevo significa mover estantes completos. Cuando lo hago, reencuentro cosas que quiero releer y las llevo a la biblioteca jibarizada: la mesa de luz.
Martín Caparrós, El interior, Random House, Buenos Aires, 2023.
Releer es importante y peligroso. Sufro decepciones. Me sucedió con El festín del amor, de Charles Baxter, que recordaba extraordinario y que en la segunda lectura me pareció muy bueno —ahí estaba Baxter con sus estructuras raras y todo su talento—, pero no me deslumbró, y lo mismo con Río azul, de Ethan Canin (aunque el final me sigue estremeciendo). Por supuesto, hay casos de satisfacción garantizada: Oración por Owen, de Irving, o El gran Gatsby, de Fitzgerald, o Madame Bovary, de Flaubert, o El invierno de nuestro descontento, de John Steinbeck, o Las palmeras salvajes, de Faulkner, pero ésas son, en el fondo, apuestas fáciles, como volver a una casa querida aunque la casa haya cambiado un poco.
En 2018, cuando me mudé, el espacio destinado a la no ficción periodística era escaso, uno o dos estantes. Casi no había qué poner ahí salvo los clásicos de Rodolfo Walsh o Caparrós y algunos gringos. Ahora desborda, sobre todo con obras de autores y autoras de habla hispana publicadas en México, España, la Argentina, El Salvador, Colombia, Perú, Chile, Uruguay, Ecuador. Si bien la mía es una biblioteca viva y los libros salen y entran todo el tiempo, ese sector es particularmente movedizo: busco soluciones técnicas, ideas para escribir o para dar talleres. De la sequía casi completa se ha pasado, en los últimos años, a un panorama en el que casi todas las editoriales le prestan atención al género, lo cual no es precisamente una mala noticia.
Rodolfo Walsh, Operación masacre, Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura UNAM, México, 2020.
Hace un tiempo, un amigo escritor me dijo que había donado unos 2 500 ejemplares de su biblioteca. Las purgas son necesarias: la cantidad amenaza incluso la resistencia de los materiales. Imagino las vigas cediendo, mi estudio desplomándose sobre el departamento de abajo, los vecinos literalmente aplastados por la literatura. Cada tanto me desprendo de algunos libros. Regalo, le llevo a mi padre, reparto entre participantes de los talleres. Pero hay períodos en los que mi biblioteca no soporta un solo libro de menos: nada de lo que hay puede quitarse sin que ella y yo suframos un daño irreversible y descomunal.
Se dice que mudar una biblioteca es una pesadilla. Tengo la sensación contraria (quizás porque me mudé poco): desembalarla fue un momento feliz. A medida que lo hacía descartaba mucho (los periodistas acumulamos “por las dudas”: libros sobre la inmigración japonesa, sobre el cultivo de la soja, sobre fauna cadavérica, sobre la historia del ajenjo; nunca se sabe qué puede servir ni para qué); las pequeñas decisiones excitantes —dónde poner a los colombianos, a los norteamericanos, a los argentinos— me provocaban un vértigo gozoso, y ver la obra terminada —montar una biblioteca es hacer una obra— me insufló la satisfacción que se siente al terminar un puzzle.
John Irving, Oración por Owen, Tusquets, Barcelona, 1989.
Pero yo no diría que mi casa está donde está mi biblioteca. Más bien, diría que mi casa está donde esté mi escritura. Claro que, en ese punto, no puedo separar una cosa de la otra porque la biblioteca, mi biblioteca, es un agente de excitación, un instigador de lo que escribo. Más allá del placer que me proporciona, la hurgo, la exprimo, la utilizo como combustible.
Antes de mudarme, le pedí a una arquitecta que diseñara la biblioteca para mi estudio. Volvió con un diseño exquisito, curvo, de estantes delicados como pestañas. Parecía un animalito curioso con el cuello lanzado hacia adelante. La miré con pena —a la arquitecta, no a la biblioteca— y le dije que necesitaba un mueble robusto capaz de soportar la carga de miles de kilos, maquinaria pesada, un tractor, no una criatura etérea. La arquitecta, que tenía muy buen gusto, me dijo: “Pero podés tener una biblioteca de diseño en el living y poner libros de adorno”. Eso hubiera significado alterar el orden del universo, expatriar un puñado de volúmenes del estante que les correspondiera —ficción, no ficción, poesía, cómic— y dejarlos allí, boyando en una atmósfera desconocida, huérfanos y desamparados. No conozco a ningún lector robusto que use los libros como adorno, ni que tenga una biblioteca como las que se ven en las revistas de arquitectura, con ese aspecto de mantis religiosas. Son divinas. No sirven para nada. Si me encuentro con una de esas bibliotecas en alguna casa, intuyo que sus habitantes no han leído un solo libro en toda su vida (soy prejuiciosa). La biblioteca como decoración es un sopapo escandaloso, una afrenta, porque el concepto “adorno” está reñido con los libros. Los libros producen alivio pero también malestar, enamoran y hacen sufrir, despiertan evocaciones, melancolía e ideas peligrosas. Eso no lo logra un florero. Verlos hacer las veces de objeto decorativo es como contemplar a un animal salvaje en una jaula.
Joan Didion, Los que sueñan el sueño dorado, Random House, 2012.
Cada vez que se habla de bibliotecas, hay temas que se asocian de inmediato: los que subrayan y los que no (yo no subrayo); los que doblan las páginas y los que no (yo las doblo); los que toman notas en los costados o al final (yo no tomo notas); los que prestan libros y los que no (yo no presto); los que no devuelven libros prestados y los que sí (yo devuelvo pero casi no acepto que me presten porque, si el libro me gusta, me lo quiero quedar); los que roban libros y los que no (yo no robo, aunque birlé de la biblioteca de mi padre un ejemplar de Rimbaud). Pero si uno se aleja de los tópicos y va a lo funcional del asunto, si se lo desenviste de poesía, emoción, recuerdos, romanticismo, una biblioteca, para alguien que escribe, es una herramienta de trabajo. Escribir y tener una biblioteca grande es poco original, es el equivalente a la cocina llena de utensilios de un chef o al taller atorado de maderas de un ebanista: algo obvio. Claro que si ciertas herramientas proveen soluciones —una batidora eléctrica permite preparar claras a nieve sin gasto físico; una gubia permite un trabajo preciso con la madera—, la biblioteca es una fábrica de problemas. Una máquina de perturbación, de inquietudes, de desafíos, de incomodidades, de dudas, de preguntas. Y si no funciona así, es porque funciona mal.
Cuando viajo a algunos sitios llevo una maleta vacía que vuelve cargada de libros. Me sumerjo en las librerías, donde venden mi droga favorita, como otros se quedan transidos ante los percheros de Zadig & Voltaire. Desarmar esa valija al regreso es como abrir regalos de Navidad. Lo cual es una tremenda estupidez, ya que no contiene sorpresas. Así y todo, mientras la desarmo pienso: “Ah, el último de Elizabeth Strout” (un regalo de Rodrigo Fresán, firmado por la autora); “Ah, este ejemplar de Patrick McGrath que compré por cuatro euros en una librería de usados en Santander”; “Ah, esta edición que no tenía de Hablemos de langostas, de David Foster Wallace”.
Kurt Vonnegut, Matadero cinco, Blackie Books, Barcelona, 2021.
Adquirí el hábito de comprar distintas ediciones de ciertos títulos hace tiempo. Yo no sabía que eso podía hacerse. Quiero decir: es algo lógico, no es ilegal, pero no se me había ocurrido hacerlo hasta que leí una entrevista en la que un escritor aseguraba tener muchas ediciones de los libros que más le gustaban. Me dije “Qué buena idea”. Lo es. Y es pésima también, porque se suma a los varios motivos que existen para alimentar la compulsión de compra: porque leí buenas reseñas; porque se trata de la nueva novela de uno de mis autores favoritos; porque leí malas reseñas —cada vez hay menos— y quiero tener criterio propio; porque todo el mundo está hablando de ese libro y, de nuevo, quiero tener criterio propio; porque leí el párrafo final y quedé encandilada; porque a lo mejor me sirve para escribir. Afortunadamente, no tengo ánimo fetichista, así que no compro libros porque me parezcan “bonitos”, ni busco primeras ediciones, ni leo en cuatro idiomas.
Aquí, confesión. En el sector de literatura norteamericana hay un estante de autores consagrados, prestigiosos, muchos de ellos candidatos y candidatas al premio Nobel. Los escritores los veneran. A mí me resultan insoportables. Leo veinte páginas y tengo que empezar de nuevo porque me distraigo, me resultan aburridos, irritantes, incomprensibles. Y —esto es escandaloso— en ese estante estuvo, desde los años noventa y hasta noviembre de 2024, Kurt Vonnegut: dos ediciones de Matadero Cinco, ejemplares de Buena puntería, Pájaro de celda, Mire al pajarito. Cuentos, novelas. No llegaba a leer más de cinco páginas y empezaba a pensar en otra cosa. No podía con todo ese delirio. ¿Era un genio o un tonto? ¿Qué eran esos dibujitos, esas enormes letras negras en mayúscula? Escribía como un extraterrestre en viaje de ácido. No lo entendía, no entendía la devoción por él, no entendía nada. Hasta que el año pasado entré en la librería Machado del Círculo de Bellas Artes, en Madrid, vi un hermoso volumen de Matadero Cinco editado por Blackie Books, leí la frase del comienzo y se me apretó la garganta. Desde entonces, no he parado de leer —y, por supuesto, de comprar— a Vonnegut. Las sirenas de Titán, Desayuno de campeones, Madre Noche, Galápagos. Busco sus entrevistas. Escucho sus conferencias. Intento recuperar eso que me perdí durante décadas.
De todos los libros que podría quitar de mi biblioteca, no quitaría ninguno de ese estante. Porque puede que estén esperando por mi yo del futuro mientras mi vida, y el resto de mi biblioteca, construyen a la persona que será capaz de leerlos. Así como Vonnegut esperó por mí con toda esa paciencia, los demás quizás tengan la gentileza de hacer lo mismo.
Imagen de portada: Jorge Méndez Blake, Todos los libros de Borges [ejemplares de la obra de Borges extraídos de las bibliotecas públicas de Manhattan], Frieze, Nueva York, 2012. Cortesía del artista.