Rastreo sonoro de un dolor compartido

Dolor / dossier / Mayo de 2021

Marina Azahua

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El sonido me asaltó inesperadamente. A menudo no pude captar palabra alguna. Rudolf Mrazek


“Es un dolor que no tiene nombre”, dice la mujer de camisa a cuadros cuya voz se eleva en el recinto de techos altos que pareciera diseñado para quedarle grande a cualquier voz. Enuncia su mensaje desde la furia: “Les hago entender que es un dolor que no tiene nombre. No tiene nombre perder a un hijo”. Ella es María Ignacia González Vela, madre de Andrés Ascención González, desaparecido en Tamaulipas en 2011. Igual que María Ignacia, decenas de familiares de personas desaparecidas vinieron a Palacio Nacional a presenciar el Informe de Trabajo del Sistema Nacional de Búsqueda. Es junio de 2019. La voz en off del maestro de ceremonias, pomposo hasta en su dicción precisa, batalla para calmar los ánimos. Las consignas no cesan. “Es un dolor que no se puede imaginar”, narra en conjunto el dolor colectivo. En el presídium se postra la batería habitual de funcionarios. Sentados en sillas alineadas, se turnan para tomar la palabra. Entre un discurso y otro las familias se apresuran a intervenir. Sus voces llenan los retazos de silencio que deja libre el protocolo, logrando incluirse en el foro: narran su historia, exigen su demanda, toman la palabra y claman: “¿Dónde están? ¿Dónde están? ¿Nuestros hijos, dónde están?” El conjunto de voces desarticula el guion prediseñado del evento oficial. Profieren su pena, su reclamo, su denuncia. Así se va volviendo público su dolor privado. Así se eleva su tormento en coro, colectivizándose en la enunciación compartida, clamando que éste es un dolor sin nombre que debería concernirnos a todos. Tomar la tribuna se ha convertido en una parte importante de la lucha de las familias arrasadas por la violencia en México. La fuerza que las mueve es el dolor de la ausencia y la desesperación de años de impunidad y búsquedas sin resultados. En cada encuentro de una madre con un funcionario (autoridad encarnada) se subleva la tradición de apelar al rey, se invierte la súplica, expresada ahora como demanda. No tendría que demostrarse que este dolor amerita escucha. ¿Qué significa hacerse escuchar en medio del silencio sordo de la desaparición? ¿Qué significa decir que el alma duele? Hace unos años, la antropóloga Paola Ovalle se preguntaba cómo volver visible el dolor colectivo de los familiares en búsqueda, mientras la acumulación de horrores se transforma en una ola cuya fuerza nos golpea hasta acostumbrarnos.

Si ya no les duele ver a una mamá con la camiseta con el rostro de su hijo, si ya no les duele ver este rostro, porque ya se acostumbraron, entonces, ¿con qué signos podemos trabajar si ya el testimonio tampoco conmueve?

Herlinda Olmedo, quien busca desde 2011 a su hijo César de Jesús Santos Olmedo, en La Gallera, un rancho de los Zetas donde fueron hallados fragmentos humanos. Norte de Veracruz, 2020. Fotografía de Heriberto Paredes Herlinda Olmedo, quien busca desde 2011 a su hijo César de Jesús Santos Olmedo, en La Gallera, un rancho de los Zetas donde fueron hallados fragmentos humanos. Norte de Veracruz, 2020. Fotografía de Heriberto Paredes

La respuesta a su pregunta fue el cortometraje Puntos suspensivos (Ovalle y Díaz, 2015) que, en colaboración con familiares, ensaya visualmente sobre objetos que pertenecen a personas desaparecidas, guardados como tesoros de memoria. Es entrañable el retrato de la ausencia a través de esos objetos. Hay algo en la materialidad de las cosas, en su tangibilidad, que las vuelve próximas. Nos sitúan. El sonido funciona de manera similar: nos planta en el espacio-tiempo. En un intento por aprehender desde otras sensorialidades la lucha colectiva de la búsqueda de personas desaparecidas en México, en paralelo a una indagación similar a la de Ovalle, surge el espectrograma como método posible de percepción. Un espectrograma es el dibujo de un sonido: la transformación hacia lo visual del espectro de frecuencias sonoras a lo largo del tiempo. En palabras del compositor Emilio Hinojosa Carrión, estas grafías son

una representación de cómo se distribuye la energía sonora en el espacio gaseoso, un medio elástico, en función al espectro de frecuencias en el tiempo.

Un espectrograma vuelve visible el hecho de que el sonido altera la materia molecular elástica, que es el aire. Traza el trayecto del sonido como un evento material: una serie de alteraciones que incurren en el espacio, a lo largo del tiempo. Se utilizan además códigos de color para representar diferentes elementos de lo sonoro. Elaborar espectrogramas a partir de algunos sonidos que forman parte del paisaje sonoro de la búsqueda de personas desaparecidas nos provee de instrumentos auxiliares para percibir de nuevas maneras la energía de su lucha. Observar e interpretar estos dibujos del sonido conllevan una voluntad de escucha desde lo trans-sensorial: implican al ojo tanto como al oído, vinculado a la imaginación, e involucran a la memoria. Se podría, sin duda alguna, narrar la historia de la desaparición en México a través de un creciente e imparable archivo sonoro. Gracias a los espectrogramas, podemos visualizar algunas de esas resonancias, volviendo tangibles y cromatizables los lamentos del dolor colectivo de la desaparición. Si los espectrogramas son dibujos de sonido, un rastreo sonoro de la desaparición mapea la energía alojada en la labor de cuidado comunitario que es la búsqueda. Trazar un dibujo del dolor y de la energía del buscar es el objetivo de los espectrogramas como método. Aunque tiene sus límites. Es imposible la precisión. Tan imposible como indicar en qué parte del cuerpo duele un hijo desaparecido. Como bien indicara Elaine Scarry en su libro clásico sobre la tortura, The Body in Pain, la inenunciabilidad del dolor es una de sus características. Los límites del lenguaje para articularlo denotan la dificultad de describir el dolor. Es inenarrable: un dolor sin nombre. Sólo podemos captarlo de soslayo. Tal vez por eso no queda de otra más que cohabitar el mismo espacio con éste, más que enunciarlo. ¿Qué significaría entonces transitar, habitar, desmenuzar la sonoridad vinculada al dolor, en lugar de simplemente escucharla? Visualizada como espectrograma, por ejemplo, la consigna central de las protestas surgidas tras la desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa se nos aparece como una serranía aguda de líneas verticales de color verde neón con naranja. Destellos de azul y rojo se asoman, pero las densidades de los primeros dos colores predominan en el paisaje sonoro del grito. En el dibujo se distinguen las consignas previas a la numeración: “¡Ayotzi vive!… ¡La lucha sigue y sigue!”; después la enumeración rítmica; y finalmente la consigna de cierre: “¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!” La voz humana tiene una estructura que la vuelve distinguible de otros sonidos en los espectrogramas. Sonamos distinto a lo no-humano. En contraste con el conteo por Ayotzinapa, donde predomina la voz, está el espectrograma de una grabación que registra el caminar rítmico y acelerado de un grupo de familiares sobre el lecho pedregoso de un río seco, durante una búsqueda de fosas en Michoacán. Los pasos firmes son, sin embargo, interrumpidos en la lejanía por los lamentos profundos de una madre que clama por su hijo. “No estás sola”, le responden sus compañeras mientras el eco de decenas de pares de zapatos caminando al unísono ensordece sus voces. Los pasos avanzando son líneas verticales en azul brillante, que contrastan sobre un fondo verde musgo. En la base del espectrograma aparecen unas pequeñas ondulaciones: son los lamentos de la madre. El cuerpo es el instrumento fundamental de la búsqueda, y su protagonismo en la estructura visual del sonido lo deja claro. Pero es constante entre familiares la referencia al corazón como la herramienta primordial. Aquí, los lamentos de la madre quedan registrados, minúsculos y casi imperceptibles, como el electrocardiograma del corazón de la búsqueda. Un tercer espectrograma —dibujo en rojos, ocres y azul pastel— visualiza la sonoridad del proceso de contar herramientas durante una búsqueda de campo en Guerrero. A lo largo del conteo del instrumental previo a un rastreo de fosas —cinco picos, diez palas, tres varillas, uno, dos, tres… 39, 40, 41, 42 guantes de carnaza—, el ruido metálico de las herramientas que chocan entre sí converge con la conversación de quienes trabajan. Así es como se materializa en una misma gráfica sonora el cruce de conocimiento técnico y el acompañamiento. Los subibajas de la gráfica muestran cómo las voces humanas se entrelazan con las herramientas. Estas tres cápsulas se traducen en espectrogramas que podrán imaginarse como fragmentos de un archivo sonoro de la búsqueda. Un listado parcial de dicho archivo incluiría espectrogramas de los siguientes sonidos: la memoria profunda de los corridos de Rosendo Radilla, que le costaron la desaparición en 1974. El testimonio de los desaparecidos vivos del presente: sicarios entrenados involuntariamente tras ser secuestrados y engañados con ofertas falsas de trabajo, mujeres y jóvenes sobrevivientes de trata. Los sonidos propios de la búsqueda en campo: el ruido sordo del machete, el ruido de las botas avanzando, las lanchas sobre el agua, picos en la arena, ojos en cañaverales, pozos, desierto. El ruido de la materialidad de la búsqueda, no en el descampado sino en la propiedad privada de los patios particulares vueltos fosas. El sonido del rastreo como forma de mirar con todo el cuerpo. Los ruidos encarnados en la tangibilidad del mundo. El dibujo del viento que lo diluye todo, los remolinos que se llevan los tesoros. El silencio de algunas marchas y el ulular de las consignas de los normalistas. Las campanadas del martillo golpeando sobre la varilla de sondeo mientras entra en la tierra. La varilla como extensión del ojo emergiendo de profundidades inalcanzables por otros medios. La aspiración que huele la punta de la varilla buscando la respuesta que se añora encontrar en la tierra. El sonido de las labores de cuidado que hacen posible la búsqueda de personas desaparecidas: el frijol friéndose con la cebolla en el aceite, el ruido de la cocina de un convento, los trastes lavándose en colectivo. Los momentos de risa, el canto de las mujeres, los chistes contados en autobuses y camionetas. Las ollas en los cacerolazos afuera de las oficinas de gobierno. El ruido tenue de media docena de peines en manos de seis mujeres desenredándose el cabello y trenzándoselo, en preparación para salir a buscar fosas. Los ruidos del mundo-testigo que reúne la presencia de lo no-humano: el zumbido de los insectos, las cabras que saben porque lo vieron suceder, los gallos que miran pero no hablan, los árboles que callan pero agitan sus ramas con la pena del haber visto, el mar que ha recibido tantos cuerpos desde el aire, el fuego que revive con crueldad a la imaginación desde la ceniza. El ritmo de la criba cerniendo la tierra para encontrar fragmentos humanos. Las pisadas sobre el pastizal… Hacer tangible el dolor colectivo requiere volver a la percepción sensorial del cuerpo. Regresar a los órganos básicos del discernimiento: oído, ojo, tacto, olor: ¿a través de qué frecuencias sensoriales habita este dolor? ¿Dónde reside la energía del amor que se aloja en el accionar de la búsqueda? La graficación visual traza el trayecto del cúmulo de voces que se mueve de lo individual hasta convertirse en coro: es ésta la curva de la colectivización del dolor. En el proceso, se aprehende la fuerza y la energía que emanan de ese amor que es también una herida. El rastreo sonoro, como método, practica la “écfrasis” —esa descripción de una imagen ausente— pero del sonido: narra ausencias, habita vacíos, rellena huecos de recuerdos, rearticula fragmentos. Estas imágenes sonoras, además, remiten a los diagramas de cortes transversales de las capas de la tierra: cada capa es un color, los colores juntos formando un todo. Una voz, dos voces, la expansión del rumor que crece hasta volverse un coro cromático.

Familiares de los 43 normalistas de Ayotzinapa al frente de una marcha, a un año de ocurrida su desaparición. Ciudad de México, 2015. Fotografía de Heriberto Paredes Familiares de los 43 normalistas de Ayotzinapa al frente de una marcha, a un año de ocurrida su desaparición. Ciudad de México, 2015. Fotografía de Heriberto Paredes

El dolor de la desaparición expresado en grafía no es un hoyo negro. Los colores de estos trazos espectrográficos son contradictorios. Paradójicos. Porque a la par de la oscuridad de esta condena, las prácticas colectivas que surgen ante dolores insondables están repletas de color. La búsqueda de personas desaparecidas, por contradictorio que parezca, es un espacio lleno de alegría, de amor, de risas, de canto. La suya no es una energía lúgubre, pues el amor que mueve a los familiares está cargado de una energía luminosa que pareciera impregnarse en las cosas: los colores en los retratos de las personas buscadas, el brillo de los platos y vasos de los albergues que reciben a los colectivos que buscan, los chochitos en el pan de dulce de las mañanas, los globos en las escuelas, los colores de las ropas de segunda mano que las madres venden para juntar recursos, los tonos insospechados de los insectos en el campo durante un rastreo, los verdes de la vegetación, los cafés del pastizal, las texturas de la tierra, las colchonetas donde se duerme, el confeti, las cartulinas, las fichas de identidad. ¿Escucharán? ¿Los muertos nos escucharán venir? Aquellos vivos capturados, atados a redes de trata y circuitos de trabajo forzado, ¿escucharán los gritos de sus familiares? ¿Les verán en la tele? Vivos y muertos, ¿sabrán que se les busca? El paisaje sonoro de la búsqueda es una bóveda coral que se enfrenta al abismo del silencio de la desaparición. Cada voz aquí clama por otras voces. Así me lo dijo un padre en busca de su hija en Coahuila, hablamos de la diversidad regional de los colectivos, comentamos que son comunidades cuyos miembros no necesariamente comparten el mismo territorio geopolítico. Su respuesta fue nítida: “Tal vez el territorio que compartimos es el dolor”. Los familiares de personas desaparecidas vuelven la búsqueda un quehacer colectivo, trabajan un territorio en común que se desborda: no buscan sólo a sus amores, sino a los de todos. Circulan saberes y se acompañan en circuitos de apoyo mutuo que se replican transgeneracionalmente. Algunos, incluso, se llaman entre sí “familia de dolor”. Pienso, finalmente, en una escena sonora y visual captada por la periodista Erika Lozano durante una búsqueda en el 2020: una columna de buscadoras se mueve entre la densa vegetación del follaje veracruzano. Se abren camino con machetes y palos. Mientras avanzan, cantan al unísono “Amor eterno” de Juan Gabriel. Sus voces suben y bajan con el ulular de la canción, pero una voz unificada se mantiene, interrumpida únicamente por el sonido metálico de los machetes cortando camino, las ramas rompiéndose y los insectos chillando. “He sufrido tanto por tu ausencia. Oscura soledad estoy viviendo”. Su canto colectivo narra entre líneas dolores y añoranzas compartidas. Hay algo único que se aloja en la sonoridad de su gesto. Ese ritmo del aire trastocado es algo que se siente.


Escucha el Bonus track de Marina Azahua, con Fernando Clavijo

Más información sobre las brigadas de búsqueda de personas desaparecidas en México está disponible aquí y también aquí.

Imagen de portada: Espectrogramas de 1) consignas durante una marcha de apoyo a Ayotzinapa, 2) familiares en búsqueda caminando sobre el lecho de un río seco, y 3) conteo de herramientas durante una búsqueda de fosas clandestinas.