La arboleda lingüística de México
Leer pdfA lo largo del tiempo las lenguas han sido objeto de diversos intereses. Esto no podría ser de otro modo, ya que constituyen nuestra carta de presentación: dicen quiénes somos. Bastan algunas palabras, frases y entonaciones para que se devele nuestro origen. Además, transmiten aquello que nos define, porque por medio de ellas comunicamos certezas, ideas, intenciones, mentiras y emociones. Asimismo, nos interpelan y cautivan de forma inmediata sus referencias históricas o literarias. Al respecto, es de notar que la alusión seguramente más conocida a las lenguas nos hace pensar en su variedad. En efecto, según el Génesis, la construcción de la Torre de Babel desencadenó la pluralidad de las lenguas del pasado y, por tanto, su diversidad actual.
Pero más allá de toda creencia religiosa, la historia llama la atención porque encierra dudas sobre aspectos centrales de la especie humana: ¿existió en algún momento una lengua común de la que surgieron las demás? ¿Por qué lenguas tan diferentes y lejanas, en un sentido geográfico, tienen similitudes?
Si bien el relato bíblico presenta la diversificación lingüística como una maldición —pensamiento que lamentablemente hoy en día aún comparten muchos sectores de la población mundial—, en el ámbito académico y, por fortuna, cada vez más en el social, se reconoce que ésta, más bien, representa una riqueza invaluable. Es en este marco que resulta oportuno explicar y discutir una de las propuestas más ilustrativas que se han formulado para sugerir o verificar los distintos grados de proximidad filogenética entre las lenguas: la del árbol.
La representación arbórea de la diversidad lingüística ha resultado atractiva porque todos los elementos, es decir, el tronco, las ramas y las hojas, cumplen una función específica. Tomemos como ejemplo a la familia indoeuropea, la más extendida en el mundo, que se suele exponer así: el tronco corresponde al llamado protoidioma indoeuropeo, del cual se desprenden dos ramas robustas, una para el grupo indoiranio y otra para el europeo. De éstas surgen otras ramas que se hacen cada vez más delgadas conforme suben y cuya cantidad depende de la diversificación interna que hayan tenido las lenguas. La gran rama del indoiranio se divide en dos familias: la india y la irania, de las cuales brotan otras divisiones; la india, por ejemplo, tiene ramas que corresponden a áreas históricas del subcontinente indio, de las cuales se desprenden las lenguas que se hablan en ellas; por su parte, el idioma iranio no se separa de esta manera, sino que pasa de forma directa a las lenguas que derivaron de él.
Finalmente, en la punta de las ramas, se dibujan las hojas que simbolizan las últimas lenguas en las que evolucionó cada grupo. La cantidad de hojas refiere al número de hablantes: si son muchas, quiere decir que tiene un montón de hablantes y viceversa. Una ramificación semejante ocurre del otro lado del tronco del indoeuropeo para la rama europea, de la que salen otras ramas: la celta, la albanesa, la eslava, la báltica, la romance, la armenia, la helénica y la germánica, que a su vez se fragmentan.
El grado de detalle de los árboles lingüísticos depende de la información, el juicio o el prejuicio que tenga quien los elabore. Por ejemplo, habrá quien, de la rama romance, derive otras ramitas para el asturleonés, el oliventino, el xalimegu, el aragonés y el aranés (lenguas de la península ibérica). No obstante, a pesar del nivel explicativo que pueda tener el esquema arbóreo, es posible encontrar en él ciertas carencias y problemas, sobre todo en sus alcances y sus interpretaciones, como veremos más adelante.
Félix Gallet, Arbre généalogique des langues mortes et vivantes, ca. 1800. Bibliothèque Nationale de France, dominio público.
El estudio de las familias lingüísticas y su representación gráfica mediante árboles tiene como objetivo principal mostrar las relaciones genealógicas entre diferentes lenguas y sugerir su evolución. Este enfoque aporta una herramienta visual y conceptual que facilita la comprensión de la diversidad.
La idea de representar así las familias lingüísticas viene del apogeo evolucionista del siglo XIX. En 1853 August Schleicher introdujo este modelo en su obra Die Sprachen Europas in systematischer Übersicht (Las lenguas de Europa desde una perspectiva sistemática). El lingüista alemán creía que las lenguas evolucionaban de un modo similar a las plantas y los animales. Hoy en día, sin embargo, se sabe que las lenguas no evolucionan como organismos biológicos. Al respecto, téngase en cuenta que el contacto entre sociedades, culturas y lenguas puede producir fenómenos que no se ajustan a la idea de una ramificación estrictamente interna, es decir, aquella que procede de una evolución natural de los elementos de las lenguas (como los fonemas, el léxico, etc.) en cualquiera de sus niveles.
Para entender esto piénsese en la manera en la que se desarrolló el futuro simple de indicativo del español (por ejemplo, el verbo “contaremos”), el cual pasó de una perífrasis con sentido de obligación (contar […] lo emos, equivalente a “tenemos que contarlo”, como se lee en la General Estoria de Alfonso el Sabio del siglo XIII) a una integración verbal con la noción de posterioridad. Este proceso fue algo interno del sistema gramatical del español que se dio de manera natural, esto es, que no se impuso ni se generó por cuestiones ajenas a la lengua.
El modelo arbóreo se basa en la idea de que las lenguas divergen con el tiempo debido a distintos factores. Este proceso se representa mediante la división en ramas, de modo que cada una refleja una trayectoria evolutiva independiente. Lo anterior nos lleva a reparar en dos cuestiones: por un lado, en el concepto de ancestro común o “protolengua”, bajo el cual se asume que las lenguas comparten características en diferentes niveles, es decir, en los sonidos, las palabras, los significados o las oraciones; por otro lado, se pone en evidencia que el método comparativo es una de las bases teóricas detrás de las representaciones arbóreas de las familias lingüísticas. Con el paso de los años, el modelo del árbol lingüístico se ha refinado y adaptado, incorporando nuevas teorías y datos. Entre otras cosas, se ha buscado minimizar la complejidad para evitar suposiciones innecesarias.
Sin embargo, a pesar de su popularidad, en razón de la fácil aprehensión del contenido y sus distintas formas de presentarse, el modelo ha enfrentado críticas por su excesiva simplificación. De hecho, dos de sus mayores limitaciones son la homogeneización de las lenguas (no existe un solo idioma árabe o un único zapoteco), por lo que no refleja adecuadamente las variaciones dialectales, y la tendencia a representar las lenguas como unidades discretas (idiomas separables y distinguibles entre sí) que no reflexionan sobre los múltiples contactos e influencias que ocurren entre ellas —porque, en realidad, ¿dónde empieza y dónde termina el gallego respecto al portugués?, o bien, ¿dónde empieza y dónde termina el maya teko, si se toma como punto de partida el maya mam?—. De igual forma, otro de los desafíos es la representación de lenguas que no encajan en un sistema de ramificación, como las pidgin y criollas. Entonces, aunque el árbol sigue siendo una herramienta predominante en la tipología y la lingüística histórica, otros modelos, como las redes y los diagramas de onda, han surgido para representar relaciones más dinámicas; con éstos se evidencia, respectivamente, el contacto y la diversificación paulatina de las lenguas.
En México, conforme al Catálogo de las lenguas indígenas nacionales (Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, 2008), se hablan 364 variantes lingüísticas que se desprenden de 68 agrupaciones y 11 familias. Estos datos son relevantes porque son pocos los territorios político-administrativos reconocidos internacionalmente que cuentan con tal cantidad de familias: en África hay cuatro y en Europa, ocho. Si tomamos en cuenta esta riqueza lingüística, ¿cómo se vería la diversidad mexicana en el modelo de los árboles? ¿Qué tipo de jardín o bosque sería?
Sin embargo, antes de dejar volar la imaginación, es importante hacer algunas precisiones y mencionar problemas a los que se enfrentan estos esquemas en nuestra realidad. En primer lugar, felizmente, ya se cuenta con la representación arbórea de las once familias lingüísticas amerindias presentes en el país. De hecho, es frecuente que se lleven a cabo actualizaciones: no hace mucho tiempo, por ejemplo, se comprobó que el habla del municipio de Jitotol (Chiapas) corresponde a una lengua mixe-zoque que, hasta el 2010, se había considerado como una mezcla de zoque y tsotsil. Asimismo, en el Catálogo se recuperó el ko’ahl como lengua yumana distinta al kumiai y el pa ipai, algo que ya había sido probado, pero que había quedado en el olvido.
En segundo lugar, la información que proporcionan las once familias solamente contempla lo que se ha llamado “indígena”, un término impreciso y discriminatorio. No obstante, para cubrir el panorama completo de México se tendrían que incluir otras familias: las que contienen al español y el véneto (lenguas romances), el bajo alemán (lengua germánica), la lengua de señas mexicana y, tal vez, la lengua de señas yucateca, el mascoga (lengua criolla) y el “apache” (lengua n’dee). Esta inclusión contemplaría entonces la vitalidad de las lenguas, en tanto que se trata de idiomas hablados habitualmente y transmitidos intergeneracionalmente.
En tercer lugar, si se hiciera un árbol de las familias lingüísticas mexicanas, se deben tener en cuenta los niveles de equivalencia, esto es, el grado de diversificación de cada una de ellas, por ejemplo, ¿hablar de la familia totonaco-tepehua es equivalente a hacerlo de la familia mixe-zoque, es decir, dos familias antiquísimas que tienen el mismo número de ramas, pero con una diversificación interna distinta? O bien, ¿el totonaco de Necaxa se encuentra igual de próximo a su lengua madre que el mixe de Santiago Jareta?
Pedro David, Pequizeiro #1 [escultura en bronce], de la serie Ossos, 2017. Cortesía del artista.
En este sentido, ¿qué se debe representar en un árbol: la familia na-dené de Norteamérica —la porción presente en el país— o la atabascana, que deriva de ella y que traspasa nuestras fronteras? Esta misma disyuntiva surge con la familia indoeuropea, ¿debemos recuperarla toda o sólo su familia romance? Y para el caso de la familia otomangue, ¿sería más pertinente referirse a una familia zapotecana, una mixtecana o una mazatecana, en lugar de hablar de la macrofamilia otomangue? Si se revisan estas cuestiones con detalle, el número de familias lingüísticas en México crecería significativamente.
En cuarto lugar, en México se hablan cuatro lenguas a las que no se les ha encontrado un pariente lingüístico: el cmiique iitom (seri); el p’urhepecha (purépecha); el tsame, tsome o lajltaygi (chontal de Oaxaca) y el ombeyajts u ombeayiüts (huave). Para dimensionar la trascendencia de esto, valga otra comparación: en Europa sólo hay una lengua aislada, el euskera o vasco. Pero la historia de estos casos no es equiparable. El seri actual, por ejemplo, proviene de una de las tribus seris, sin embargo, una serie de políticas de exterminio —durante la Colonia española y el siglo XIX por el gobierno mexicano— diezmó sus variedades. En términos generales, ocurre algo similar con el chontal de Oaxaca, donde se han registrado pérdidas lingüísticas en varias de las poblaciones donde se habla la lengua. En consecuencia, en los casos del seri y el chontal de Oaxaca se tendrían sobrevivientes de familias pequeñas y no tanto lenguas aisladas.
Aunque el árbol sigue siendo una herramienta predominante en la tipología y la lingüística histórica, otros modelos, como las redes y los diagramas de onda, han surgido para representar relaciones más dinámicas.
En quinto lugar, ¿cuál sería el mejor modo de representar una lengua muerta? ¿Una hoja caída o una rama seca? Esta consideración no es tan sencilla como parece. Recordemos que el norte del país, al que asociamos con homogeneidad y escasa diversidad lingüística, durante parte del periodo virreinal, concentraba una cantidad elevada de lenguas, algunas con una filiación no comprobada (eudeve, ocola, ocoroni, zacateco), otras emparentadas entre ellas (ahomama, alamama, lagunero, mevira, paoga, yanabopo) y unas más asociadas a familias actuales (acaxee, concho, guachichil, mazapil).
Por otro lado, en muchas ocasiones no se pierde un idioma, sino ramas completas. Por ejemplo, si desaparecen el ayapaneco y el texistepequeño, por mencionar unas lenguas en riesgo crítico de extinción, prácticamente dejan de existir las zoque-popolucas. Si, además, mueren las variantes zoques de la región de los Chimalapas, se consumiría el zoque de Oaxaca. Lo anterior redundaría en la pérdida de dos de las tres ramas zoques (sólo sobreviviría el zoque de Chiapas). En este mismo sentido, es casi un hecho que ya pereció el muchu’ o tuzanteco, un idioma mayense. Su lengua hermana, el moocho’ de Motozintla de Mendoza, está a punto de seguir sus pasos. Cuando esto ocurra se habrán acabado las lenguas amerindias del Soconusco y estarán en gran riesgo las de la sierra chiapaneca (el teko y el mam). La situación no es halagüeña y menos porque hay otras que se encuentran en la misma situación.
De este modo, como se aprecia, no son pocas las preguntas y las dificultades que surgen frente al modelo del árbol en lingüística. Las reflexiones sobre el tema son varias, por lo que resulta difícil tratarlas todas en un espacio acotado. En esta ocasión no nos hemos detenido en otras complicaciones como: 1. la decisión de representar o no las variedades estándares de las lenguas, así como la manera en la que se haría; 2. la posibilidad de reflejar que una lengua se quede con rasgos de una fase anterior a su evolución o que, inclusive, alguna lengua desarrolle rasgos que no son propios de su familia; 3. la representación de las distintas pérdidas o retenciones de elementos estructurales que se dan al interior de una familia y 4. la ilustración de las similitudes areales, esto es, las características que comparten lenguas dentro de un área, sin importar si pertenecen o no a la misma familia.
Con todo y las críticas y los problemas mencionados, es imposible no reconocer que las representaciones arbóreas de las familias lingüísticas han sido una herramienta que combina intuiciones históricas, principios metodológicos y modelos visuales para explorar la diversidad. Estos esquemas han sido una buena guía de trabajo, en particular, a partir del auge de la genética y la investigación interdisciplinaria con la arqueología. Uno de los mayores logros en esta línea es que el análisis de ADN ha proporcionado información sobre las migraciones humanas que, a su vez, se han vinculado con la diseminación de las lenguas.
No obstante, los árboles, más que enfatizar esa divergencia, refuerzan la noción de similitud. Así espero haber esbozado lo más básico de la compleja realidad de la diversidad lingüística, en particular la mexicana, y los problemas de su representación. Como miembros de una sociedad plural tenemos la obligación de conocer la pluralidad de la que formamos parte y lo que ella implica (plasmado, en parte, en estas breves notas); por lo tanto, hay que, además de apreciarla, sensibilizarnos en la importancia de su fortalecimiento y mantenimiento.
Escucha el Bonus track de Hamlet Antonio García Zúñiga, con Fernando Clavijo M.
Imagen de portada: Pedro David, Sucupira #1 [escultura en bronce], de la serie Ossos, 2017. Cortesía del artista.