Marcel Duchamp: una peculiar teoría de cuerdas
Leer pdfLa historia, en versión relámpago, dice así: Marcel Duchamp quiso ser un artista de su época; esto es, quiso pintar como sus contemporáneos —que por aquel entonces hacían poco más que ensayar sus propias versiones de lo que Braque y Picasso habían propuesto por ahí de 1908—. Para fortuna nuestra y del arte, fracasó estrepitosamente, pero en lugar de desistir o, peor, persistir en la pintura, se embarcó en una serie de investigaciones, entre plásticas y filosóficas que, lo sabemos, terminaron por sacudir los cimientos del arte de manera insospechada.1
“¿Se pueden hacer obras que no sean ‘de arte’?”, anotó Duchamp en un papel en 1913. Para el joven artista, decepcionado no sólo de la pintura, sino sobre todo de las cofradías y sus burdas imposiciones, que no hacían más que obstaculizar el transcurrir del arte, no había otro camino que cortar de tajo con todo lo que oliera a trementina y óleo. “Hacía dos o tres años que imperaba el cubismo”, contó después, “y ellos tenían una línea extremadamente recta e irrefutable, que preveía todo lo que iba a suceder. A mí todo eso me resultaba insensato e ingenuo”.2 Era preciso, entonces, encontrar la manera de seguir haciendo arte, pero sin emplear telas ni bastidores, por los que sentía, según dijo, “una especie de aversión”; y no porque hubiera pintado hasta la náusea —no llegaba, de hecho, ni a diez lienzos—, sino porque las ideas que ya empezaba a incubar parecían reacias a habitar un terreno tan poco flexible. Tenía que haber, pues, obras que no fueran de arte; es decir, que no fueran cuadros, porque era ahí donde la serpiente se mordía la cola y convertía el quehacer artístico en un ejercicio previsible y timorato. El atributo, pretendidamente inamovible, de la dichosa tela enmarcada no era para él otra cosa que un supuesto retórico, no menos convencional, en realidad, que el endecasílabo o la sonata; formas que, más que sostener la creación artística, la encajonaban.
Además de usarlos aquí y allá, los zurcidos le ayudaron, conceptualmente, a atravesar esa zona ciega en la que la obra que no es de arte todavía era incierta.
Es sabido que la búsqueda, casi alquímica, de algo que pudiera funcionar como obra llevó a Duchamp a un lugar improbable, el más alejado posible de la órbita del arte: la vida cotidiana. Así fue eligiendo, despacio, un puñado de objetos que pudieran ilustrar su nueva idea, deslumbrante como pocas: el readymade. El famoso urinario fue uno de los enseres que puso a prueba en su departamento minúsculo de París.3 El elocuente objeto se ubica, sin duda, en la cumbre de la picaresca duchampiana, pero en la práctica servía para lo mismo que el perchero, el peine, la pala de nieve, el portabotellas, la gorra de natación hecha jirones y la gran rueda de bicicleta trepada en un banco, cuya función no era otra que hacer trastabillar la aparente inevitabilidad de la definición tradicional de “arte”.
Marcel Duchamp, Tu m’, 1918. © Association Marcel Duchamp a través de la SOMAAP, México, 2025.
El readymade terminaría por replantear profundamente la noción de “obra”4 —poniéndola en suspenso y, en cierto sentido, anulándola al desestabilizarla por completo—, si bien no fue el único ejercicio que Duchamp llevó a cabo en medio de sus audaces pesquisas. Otro, de corte más abiertamente científico, tuvo incluso una mayor importancia para él que aquellos objetos sacados de contexto. Se trata de los Tres zurcidos estándar (ca. 1913): más que una obra, una acción desconcertante con la que buscó tensar, literalmente, la cuerda de sus exorbitantes aspiraciones. Hasta para demoler una tradición entera se necesita empezar por algún lado. Decidió, entonces, arrancar con un sistema métrico propio, para no tener que tomar prestado ni eso de las instituciones francesas.5 A la rigidez del pomposo “Metro de los Archivos”, como se le conoce a la barra de platino puro, forjada por un orfebre oficial en 1799, que sirve de patrón absoluto, Duchamp prefirió oponer la suavidad de una delgada cuerda; y ante la tiranía de la medida única, apostó por la pluralidad. Lo que hizo, pues, fue dejar caer tres pedazos de cordel de un metro cada uno, desde una altura también de un metro, con los que obtuvo tres líneas diferentes (“tres metros reducidos”, los llamaba él). A partir de estos dibujos, creó tres reglas curvas de madera. Estas “plantillas del azar” le abrieron paso, según confesó más tarde, “para escapar de esos métodos tradicionales de expresión largamente asociados al arte… los Tres zurcidos estándar representan, así, el primer gesto de liberación del pasado”.6 El procedimiento muestra el grado de emancipación radical del artista respecto de las normas, y no sólo las del arte, puesto que era poco probable que algo cambiara de fondo dentro de ese acotado terreno si no dirigía también su crítica al mundo como objeto de conocimiento.
Tenía que haber, pues, obras que no fueran de arte; es decir, que no fueran cuadros, porque era ahí donde la serpiente se mordía la cola y convertía el quehacer artístico en un ejercicio previsible y timorato.
Y vaya que se liberó. En ese momento, el experimento todavía estaba pensado para ocurrir dentro del espacio de la pintura. De hecho, cada fragmento de cuerda cayó, como quiso caer, sobre un lienzo pintado de azul de Prusia; y ya ahí, cada uno fue adherido a la superficie, respetando su singular forma ondulada. Los zurcidos parecían, así, las primeras pinturas en la historia hechas totalmente al azar. Duchamp pronto reconoció, no obstante, que eran mucho más que cuadros de contenido aleatorio; eran herramientas de trabajo. Y no únicamente en el sentido literal, como instrumentos zigzagueantes que le permitieron trasladar las tres siluetas fortuitas a otras superficies; la más importante, quizás, el vidrio de la inmensa Novia puesta al desnudo por sus solteros, incluso —la obra que imaginó que lo consagraría y, más bien, lo hizo pasar al olvido—.7 En realidad, uno solo de los vidrios, el de abajo, porque en los confines del panel superior habita la Novia, ese personaje, mitad bicho, mitad máquina, que desde lo alto vigila a sus solteros: unas botargas absurdas que actúan según los designios de la gran avispa —como la llamaba con cariño Duchamp—, sostenidas como marionetas por los mismísimos zurcidos estándar.
Marcel Duchamp, La mariée mise à nu par ses célibataires, 1915-1923. Wikimedia Commons, dominio público.
Las cuerdas ondeantes también aparecen en su último óleo, Tu m’, de 1918, un cuadro extrañísimo, donde las sombras inquietantes de algunos objetos8 se pasean como fantasmas en un lienzo que se sentiría muy vacío si no fuera por una hilera de folios de colores, que se presume infinita, como una especie de catálogo universal del color ya hecho,9 y una mano que señala hacia el futuro —a ese más allá de la pintura, todavía desconocido—. En el lado derecho, los zurcidos serpentean como banderolas que celebran, tal vez, ese fuera de campo.
Además de usarlos aquí y allá, los zurcidos le ayudaron, conceptualmente, a atravesar esa zona ciega en la que la obra que no es de arte todavía era incierta. Y la revolución, porque eso fue, estriba en el hallazgo del mecanismo que le permitiría en adelante formular, de la mano del azar, los elementos estructurantes de la obra, de modo diferente cada vez. Eso que hace parecer que lo que Duchamp propuso, sin más, fue que cualquier cosa puede ser arte, cuando en realidad se trataba de encontrar no la obra, sino sus límites. La obra vista así, como espacio que necesita ser medido —esto es, imaginado— cada vez. En otra nota de esos años de efervescencia se lee: “Especificaciones para ‘Readymades’: proyectar un momento cercano por venir (tal día, tal fecha, tal minuto), ‘inscribir un readymade’. El readymade puede buscarse entonces (con retardos). Lo importante es este relojismo, esta instantánea… una especie de cita”.10
La estrategia de la que dispone el artista caduca una vez usada, y debe reinventarse antes de la siguiente cita. Por eso la pieza, en francés, se llama 3 stoppages étalon y, como todos los títulos elegidos por su autor (o instigador, si se prefiere), tiene su chiste. Stoppages suele traducirse como “zurcido”, pero debería ser, incluso, “zurcido invisible”, pues es el tipo de costura imperceptible que pone un alto (stop)11 para que la tela no se siga rasgando. Es decir, una operación que detiene la inercia de algo que viene pasando; en este caso, una tradición pictórica que en quinientos años no se detuvo a mirarse a sí misma. El tejido de la costumbre es lo que Duchamp decidió remendar, pero dejando expuestas las costuras: la apariencia desnuda de esos tramos de cordel, que es lo que alude a ese “sentimiento de sustancialidad”, del que habló Cortázar,12 en el que respirar y hacer arte no son dos ritmos distintos, sino felizmente zurcidos.
Imagen de portada: Marcel Duchamp, 3 stoppages étalon, 1913-1914 [réplica de 1964]. © Association Marcel Duchamp a través de la SOMAAP, México, 2025.
Sus propios hermanos tuvieron que informarle, en 1912, que su obra Desnudo bajando una escalera no iba a mostrarse en el esperadísimo Salón de los Independientes —que no lo eran tanto, como se vio— por salirse un poco de la línea; los cubistas estaban dispuestos a destruir el plano pictórico, pero no la moral: los desnudos no bajan escaleras. ↩
En Pierre Cabanne, Dialogues with Marcel Duchamp, Da Capo Press, Londres, 1987, p. 17. La traducción es de la autora. ↩
Las fotos que tomó su amigo Henri-Pierre Roché, entre 1916 y 1918, muestran un espacio desordenado —entre casa y laboratorio—, donde los readymades se mezclan tranquilamente con sillones, lámparas y otros parientes que no alcanzaron la dignidad de obras de arte. El urinario, sin embargo, aparece colgado del techo, no sólo como prototipo de obra que no es de arte, sino también como ejemplo de cómo afrontar el incordio del pedestal. ↩
Duchamp no estaba todavía convencido de que las cosas comunes podían hacer las veces de obras. Podría decirse, incluso, que los readymades son una suerte de notas encarnadas en objetos, pues por esos años sobre todo tomó apuntes —cientos de ellos— mientras trabajaba en la obra que empezó a imaginar transparente; ahí, un primer desafío a la pintura: en vez de sólida, la suya sería etérea. ↩
En tiempos de la Revolución francesa se buscó unificar las diversas medidas de longitud usadas indistinta y caóticamente por todo el país (pulgada, pie, vara, yarda, percha, acre, legua, entre muchas otras). Para ello, la Asamblea Nacional decidió en 1791 introducir una unidad de medida uniforme, “republicana”, que sirviera a todos. Y para darle mayor validez y universalidad, la Academia de las Ciencias sugirió que la medida fuera tomada de la “naturaleza” y así se instauró el metro como “la diezmillonésima parte de la distancia que separa el polo de la línea del ecuador terrestre”. ↩
Entrevista con Katharine Kuh, The Artist’s Voice: Talks with Seventeen Artists, Harper & Row, Nueva York, 1960, p. 81. ↩
Así fue por varias décadas. Duchamp se volvió famoso en la vejez, cuando fue descubierto por un grupo de artistas jóvenes que terminarían inventando el arte conceptual. En esa obra trabajó con ahínco durante casi una década. Después, se cansó y la abandonó, dejándola “definitivamente inacabada” y rota. Hoy, desde luego, es uno de sus trabajos más admirados; sin embargo, los readymades, esos trastos que nunca consideró demasiado relevantes, fueron el caballito de Troya que terminó por derrumbar el arte tradicional. ↩
Objetos ya vueltos readymades, como la rueda de bicicleta y el perchero. ↩
Duchamp decía que el óleo industrial —de reciente aparición— era en sí mismo un readymade. ↩
Nota guardada en la famosa Caja verde, donde puso todo lo que se le ocurrió mientras proyectaba —¡este verbo!— La novia puesta al desnudo… Véase que usa la palabra “instantánea”, en el sentido fotográfico de algo captado en un clic. ↩
En inglés la traducen como 3 Standard Stoppages, porque ahí la palabra pasa intacta, en el sentido de detención, pero se pierde el juego, sólo posible en francés, de puntada que detiene, es decir, que zurce. ↩
En La vuelta al día en ochenta mundos, Editorial RM, 2010, p. 9. ↩