dossier Árboles SEP.2025

Alejandro Espinosa Fuentes

Botánica de Freud

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Si lo supe un martes o un viernes, eso no tiene importancia, he llevado una vida lo suficientemente cómoda como para que ningún día me deprima en especial y he sepultado mi juventud en demasiados días vacíos como para que me sorprenda enterarme de que un miércoles habrá un partido de futbol o que un sábado se celebrará otro cumpleaños insufrible. Hace apenas unas horas, la jacaranda de Concepción Béistegui y Anaxágoras —ellos no creen en los nombres, sólo en su ubicación— me comentó que para ser bueno en la escritura, es imprescindible tener la habilidad de “caerle bien a la gente en papel”. Vaya paradoja, un árbol me hablaba de cómo seducir con la palabra escrita, palabra trazada en pliegos que son su propio cuerpo machacado, por eso los árboles jamás admitieron la idea de rebanar sus cortezas para comunicar mensajes alfabéticos, se limitaron a repetir los mismos patrones en el reverdecimiento estacional de sus hojas, y durante siglos nos bastó el rumor de la primavera para sostener con ellos una conversación afable.

​ Yo no le caigo bien a la gente en papel, soy verbalmente antipático quizá a causa de mi gramática anticuada, pero aun así jamás estaré de acuerdo con la jacaranda. Hay numerosos escritores respetados que no le caen bien a nadie, pues son incómodos, intencionalmente controversiales o demasiado extraños.

​ —El mensaje no es lo que importa, sino el tono y el tino y quizás el Tánatos —dijo y se rio la jacaranda agitando sus florecillas de pálidos tonos púrpura. Era evidente que confiaba en su sentido del humor pese a que nunca lo hubiera puesto en práctica.

​ A diferencia de los árboles de fantasía, estos con los que hablo no se mueven de lugar ni charlan entre sí. Sólo yo, un martes o un viernes, descubrí que algo me querían comunicar, pero no con el propósito de aleccionarme, o al menos no directamente, sino con el puro afán de convertirme en su almacén de quejas.

​ —¡Desierto! Escucha mi penuria, ráscame las ardillas que me bajan por los sobacos inferiores.

Miler Lagos, Del árbol del arte, de la serie El papel aguanta todo, 2008. Todas las imágenes son cortesía del artista.

​ Desde las primeras charlas, me acostumbré a que me llamaran así, Desierto, ignoro el motivo, como probablemente ellos ignoran por qué nosotros les decimos árboles. En las diferentes familias idiomáticas, no se parecen en nada los sonidos que los denominan, del arbor latín al tree inglés, del kuauitli náhuatl al ki oriental, o del (derevo) ruso, que se asemeja más al (dentro) griego, pero nada tiene que ver con el (vrukshah) en sánscrito ni con el puu finés ni con el explosivo boom que designa a un árbol en lengua neerlandesa. Árbol es una palabra caprichosa, como Desierto para designarme, aunque quizá me llamaban así porque me entendían como su contrario, algo muerto, lo opuesto a la floración.

​ —Desierto —arremetió el primero que me habló, un ahuehuete requemado por el sol de mayo—, las palabras son estúpidas porque los humanos son estúpidos y ustedes las inventaron, pero es con palabras, Desierto, como has de escuchar mis cuitas.

​ —¿Quién dijo eso? —pregunté con la vista al cielo, sospechando que alguien había colocado una bocina que reproducía una voz grave y hueca, con ecos infinitos, entre las ramas de ese viejo ahuehuete torcido.

​ —El quién no importa, nunca importa, abócate al cómo, Desierto, cómo me duelen hoy mis lágrimas es un misterio que dudo que logres entender.

​ Asumí que era una voz bromista al interior del tronco, le di la vuelta recordando ese hermoso encino hueco en la Plaza de la Conchita, donde nos metíamos a mear parapetados en su corteza. Debía ser un castigo por haberme dejado vencer por la urgencia con ese acto deshonroso; la voz sólo a mí me mortificaba porque, comprendí a continuación, sólo yo podía escucharla; la gente iba y venía sin dejarse martirizar por ese tono grave que parecía brotar de las raíces mismas del universo.

​ —Desierto, hoy quiero platicarte que una paloma bizca me cagó todos los brazos. ¿Por qué a mí, Desierto? ¿Qué hice yo para merecer esto?

​ Aunque terminé la carrera de psicología en la universidad (nunca me titulé), jamás había ejercido de psicólogo, pues muy pronto encontré trabajo en una empresa cruel y desalmada, que no tenía nada que ver con la fragilidad de la mente. ¿Podía considerarme apto para tratar los tormentos de las mentes arbóreas?

​ —No sé —le respondí al ahuehuete—, no sé qué hiciste tú para merecer eso, pero, cuéntame, ¿cómo te sientes al respecto?

Miler Lagos, Del árbol de la religión, de la serie El papel aguanta todo, 2008.

​ Pese a que los árboles no hablan entre ellos, siempre están al pendiente de lo que ocurre en su cuadra y no tardó en propagarse el rumor de que en la colonia había un psicólogo de árboles profesional, que al parecer no cobraba por sus servicios y tenía la paciencia y la holgura para detenerse un rato a escuchar las quejas de cada uno y ayudarles a entender la lógica de su fracaso.

​ No soy una persona muy ocupada. Hace tres años terminé una relación amorosa pensando que en un par de meses tendría otra, pero curiosamente nunca sucedió y yo no hice ningún esfuerzo para enredarme en un nuevo amor. Mis amigos ya tenían vidas estructuradas y no los veía más que en cumpleaños y, de vez en cuando, en alguna posada navideña. Mi familia se extinguió con la muerte de mi padre, un hombre depresivo y solitario que jamás superó el accidente que mató a mi madre cuando era niño. Y como soy hijo único y nunca fuimos cercanos a la familia agregada, después de que él expiró el último aliento me quedé solo también en ese aspecto. Por otro lado, la herencia bendita de las aseguradoras me permitió renunciar a mi maldito trabajo, invertir mi dinero y vivir tranquilamente con dividendos mensuales, los cuales, como no pago renta, me alcanzaban perfectamente para comer, pagar mis servicios y darme algún gustito los fines de semana.

​ Mi padre decía que yo no tenía ambiciones y estaba en lo correcto, pero ¿qué más necesito?, me pregunto. Tengo agua caliente, internet, libros, comida y nunca quise tener coche ni ir a fiestas ni vacacionar en destinos paradisiacos; si quiero tomar aire fresco me basta con viajar en dos peseros hasta los Dinamos o al Xitle, y ahí acampo arrullado por el rumor del río y los silbidos de los pájaros, si bien es cierto que en esos bosques jamás escuché los tormentos de los árboles menesterosos. Eso ocurrió hace poco en mi colonia, mientras caminaba sin ningún objetivo en particular sólo para estirar las piernas.

​ Debe ser que los árboles citadinos ya se neurotizaron con las prisas pragmáticas y han desarrollado trastornos propios de cualquier habitante de la capital. Estos árboles, me digo a veces, ya no son parte de la naturaleza, han perdido el orden cíclico de la botánica planetaria, por lo que están, como todos los ciudadanos, en una constante lucha contra el sistema asfixiante.

​ A diferencia de lo que se cree, la mayoría de los árboles no odia la contaminación ni el ruido ni los ocasionales orines de perro; lo que verdaderamente hastía a estos bonachones troncos de cabellera enramada son los mensajes intrascendentes y vulgares de los espectaculares publicitarios. Hay una inquina añeja, como un Edipo no resuelto, que resienten en contra de la palabra escrita. La mercadotecnia y, en particular, las palabras engañosas, las letras que mienten no sólo en su trasfondo, sino desde la tipografía, irritan sobremanera a quienes están condenados a la inmovilidad. Aquello los descorazona más que las camionetas chatarreras retacadas de muebles viejos.

La Trinidad (El trono de gracia), de la serie Cimiento, 2009.

​ —Lo que más odio —me dice el trueno parlanchín de la calle Cerezas— son los malditos libreros. No se conforman con descarapelarnos para convertirnos, con colorantes blancos, en la piel de sus escalofríos; además nos almacenan destripados entre los trozos de nuestra propia madera y hasta tienen el mal gusto de atesorar en las páginas el recuerdo de una hojita seca.

​ Consolé al trueno contándole que mi abuela, cuando me llevaba a pasear de niño, siempre se detenía en una esquina y arrancaba una hojita de trueno para apachurrarla y revelarme el por qué de su nombre.

​ —¡Eso es terrible! ¡Miserable! ​ —Pero mi abuela no lo hacía en mala onda —dije y consideré que en los tiempos actuales ese curioso gesto didáctico podría catalogarse como una crueldad herbolaria. ​ —No entiendo por qué necesitan ponerle palabras a todo, tú eres tú ahora que hablo contigo, y como jamás hablaré de ti si no es contigo, no necesito, ¿cómo les dicen?, ¿nombres?

​ Tuve que estar de acuerdo. ¿Y yo para qué me llamo de una u otra forma si nadie me llama nunca?, me pregunté. Yo soy alguien que paga la luz, el agua y sus impuestos, yo soy un billete que compra comida, internet y no tengo ninguna necesidad de que se me identifique más que por la ubicación donde duermo, donde me baño y veo la tele.

​ Hablar con árboles es desgastante, es por eso que procuro tener máximo dos pacientes al día, siempre a tres cuadras de distancia, pues es verdad que, por ser seres enraizados, sus problemáticas ubicuamente se asemejan, el mismo ruido los lastima, los asquea la misma alcantarilla hedionda, el mismo bache que provoca un ligero sismo cuando pasa un camión los hace sacudirse. O los dos en un mismo día me cuentan del mismo borrachito que los orinó, o quizá sólo se recargó en sus susceptibles cortezas haciéndoles promesas de amor que no cumpliría al día siguiente.

​ Ser psicólogo de árboles es un oficio noble, pero angustiante. Llevo un diario donde tomo registro de nuestras charlas, aunque jamás lo puedo cargar conmigo cuando hablo con ellos pues, a todos por igual, los escandaliza ver un libro o libreta, dicen que huele a cadáver, a cuerpos insepultos profanados por tatuajes de tinta esclavizante, tinta muerta que los hace decir barbaridades al interior de esos ataúdes de páginas que nosotros llamamos libros. Para colmo, les ponemos nombres que engañan al mundo reproduciendo una historia que nada tiene que ver con su follaje.

El hemisferio del norte del globo celeste, de la serie Cimiento, 2009.

​ El pirul de la calle Philadelphia, muy cerca del Polyforum, es por mucho mi paciente más distinguido y el de mayor altura. Sus casi veinte metros de alto y su diámetro de tres metros propician que sus problemáticas, perdonen la ironía, pierdan suelo y que su desgracia se enmarañe en horrores elevados: la traumática apatía de los oficinistas en el WTC, el pavor a su propio reflejo en los interminables ventanales azulinos o el día que escuchó por primera vez la voz de Dylan en un concierto en el Pepsi Center. Él no me dijo que era Dylan, me tarareó con su voz de hoja machacada el estribillo de “Don’t Think Twice” y me dijo que esa melodía le despertó preciosos pensamientos suicidas.

​ Traté de calmarlo, pero me pareció ligeramente ridículo que un árbol histórico considerara, después de tantos años, la idea del suicidio. Le dije que la soledad no era motivo suficiente, le dije que la vida no debía limitarse a procurarnos la paz propia, sino que debíamos ser compasivos con el rumor del mundo y ver cómo podíamos ayudar al prójimo, como estaba haciendo yo en ese momento.

​ Me contestó con un suspiro burlón. ​ Hay árboles que hablan con verdades elusivas aunque, en general, o al menos los que habitan mi barrio, son muy francos, en especial a la hora de quejarse. Un oído menos ecuánime que el mío podría tacharlos de egotistas o, de plano, de cretinos. Su soberbia es propia de las grandes cosas de este mundo que han sobrevivido a la insignificancia; la soberbia de las ballenas, supongo, la de los grandes monumentos, la de las piedras milenarias.

​ Pese a la opinión general, no son compasivos ni sensibles a la destrucción propia y ajena. Cuando todas las palmeras de la ciudad se infectaron con una plaga que las convirtió en calvas escobillas de hojarasca, ningún sobreviviente se dignó a compadecer su extinción. Como si aquella desgracia nada tuviera que ver con su esplendoroso verdor vertical. Los árboles hablan la lengua de los inmortales, pero su gramática encubre, lo he notado, la sintaxis del grito; zurcen cinco o seis palabras tejidas por gruesos hilos de silencios culposos y luego callan, como niños malcriados, reprimiendo lamentos innombrables.

​ Pese a que odian los nombres, me ha dado por llamar Dafne al enorme pirul de la calle Philadelphia. Es también el nombre de mi primer y único amor, pero no es por ella que relaciono sus nombres, sino por la ninfa cuya tragedia cantó Ovidio en Las metamorfosis. Su padre la convirtió en un bello laurel para que Apolo no pudiera violarla, su piel se convirtió en corteza, su cabello en hojas, sus brazos en ramas. Dafne lloraba dentro de la prisión inmóvil de su gigantesco cuerpo y sus lágrimas regaban sus raíces provocando que creciera más y más, lejos de la realidad que le fue arrebatada: “Oh miserable estado, oh mal tamaño”, le cantó Garcilaso, “que con llorarla crezca cada día/ la causa y la razón por que lloraba”. Y Dafne, mi Dafne, se queja monstruosamente como una criatura incomprendida.

Del árbol de las leyes, de la serie El papel aguanta todo, 2008.

​ ¿Qué saben los árboles de amor? No he tenido la suerte de que dos troncos trenzados me comuniquen sus impresiones del mundo, pero tener amor nunca es lo mismo que sentir amor. El amor habla en caminos de olvido; vestido de caricias, intercambio de esencias, siempre vuelve a buscar el refugio en el que se originó. Por olvido buscamos otra vez la sonrisa que nos convirtió en insulto, los ojos impiadosos que un día quisieron destruirnos, esos mismos ojos que ahora vemos en soledad y añoramos, los años se acumularon sin que nunca fuéramos verdaderamente alegres, acaso tranquilos, acaso satisfechos, con una nueva forma de cariño que ni en su plenitud podría imitar la emoción, la fragilidad, el deseo ansioso, la hipnosis de nuestro primer amor perdido.

​ Fingimos, por mera supervivencia, nuevas felicidades, es por eso que en los cumpleaños nos prometen felicidades y no felicidad, porque creen que el paso del tiempo nos concederá alegrías plurales y no la única, la única felicidad posible que era ella, Dafne. Llegué tarde y el pirul no se lo pensó dos veces. Hubo quien se enteró del hecho en las noticias, aún hoy, pese a tantos que caen cada día, es posible encontrarlo en la red con una simple búsqueda. Dicen que fue el viento o el año niño: Colonia Nápoles. Árbol. Veinte metros. ¡Hay casi cien mil especies en el mundo y, cuando un árbol cae, ningún periodista se da el tiempo de investigar qué tipo de árbol era!

​ Cuando abrí los ojos, Dafne estaba hecho añicos sobre el coche de la mujer, que tenía el cráneo partido y el cuerpo desbaratado. No me pidió perdón, pero tampoco encontré satisfacción en su rostro. El bebé de la mujer estaba en el asiento de atrás. Los bomberos lo sacaron intacto, incluso sonriente. Algunos lo creyeron un milagro, hubo quienes, pese al titánico esfuerzo que les costó despegar con una grúa el tronco del cadáver de la madre, se atrevieron a aplaudir; aplaudían, lloraban, se santiguaban, miraban al cielo, renegaban, y yo los miraba a todos, en brazos de un bombero, genuinamente consternado.

Imagen de portada: Del árbol de las leyes, de la serie El papel aguanta todo, 2008.