El futuro de las madres

Infancia / dossier / Octubre de 2019

Legna Rodríguez Iglesias

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Cemí o zemí es un concepto taíno que designa tanto a una deidad o espíritu ancestral como a ciertos objetos esculturales que alojan a dichos espíritus. El culto a los cemís también está documentado entre algunas tribus caribes.


Desde hace catorce meses y medio tengo una cicatriz que divide a mi cuerpo en dos mitades casi parejas. Cada día que pasa se hace más pequeña pero ese achicamiento es imperceptible a la vista. Para ser sincera, prefiero que se quede como está. Enorme, tajante, poderosa. Su dibujo me mantiene alerta, su trazo significa familia. Tengo una pequeña familia de cicatrices a lo largo de mi cuerpo. Son cicatrices que no se ven pues sus cirugías basales favorecen la desaparición de la marca. Soy muy blanca y mi piel no hace queloide. “Tengo la piel porosa y días/porosa”, como diría Urayoán Noel, un poeta puertorriqueño que parece una ceiba. Mi piel respira y no hace queloide. No se queda, como yo, traumatizada. Ésta es la segunda vez que recuerdo la anécdota de mi abuela y lo que ella quería ver en mis textos. Fue después de su intento de suicidio, después de la muerte de mi abuelo y antes de que se fracturara la cadera. Mi abuela me miró a los ojos y me dijo: “Ahora tienes que escribir una novela que se llame Cuatro mujeres”. Con ese título, mi abuela se refería a ella misma, a mi mamá, a mi hermana y a mí. Nosotras cuatro nos habíamos convertido en la única familia que quedaba. Mi papá se había ido y mi abuelo estaba muerto. Me dio mucha tristeza y mucha ternura que me pidiera aquello. Significaba que la familia, lo que ella fundó junto a mi abuelo el día que se casaron, no tenía ilusión de multiplicarse. Significaba que su familia, al final, cedería a la esterilidad. En mi mente le prometí a mi abuela que le daría un bisnieto. Me pareció más hermoso, más justo y definitivo. Me pareció que yo era incapaz de escribir una novela llamada Cuatro mujeres. Hoy me sigue pareciendo que un bebé es más hermoso que cualquier libro. No importa qué libro sea. Un bebé es más hermoso que un libro y que cualquier obra de arte. Siempre he dicho que una persona es lo que hace. A propósito de lo que hace una persona, es posible que una persona no se dé cuenta, hasta después de hacerlo, de lo que está haciendo. Es posible que una persona no comprenda lo que ha hecho hasta pasado un momento. Mi pareja y yo lo hicimos pero tal vez aún no hayamos comprendido lo que hicimos. La noche que nos miramos, bebimos, conversamos y orinamos a la orilla de la playa de Miami Beach, ambas dijimos al mismo tiempo que nuestro mayor deseo era tener un hijo. Un hijo que tal vez podría llamarse Ignacio o Santiago, ambas coincidimos en los nombres. A las dos nos pareció seguro que nuestro hijo sería varón.

Ilustración de Tana Oshima

Luego todo pasó muy rápido. Llegamos al estudio donde yo vivía y nos acostamos juntas y yo metí mi cabeza en su axila y me quedé ahí dormida, soñando despierta con ese hijo en común. Esa noche, sin saberlo, fundamos una familia. Cuando mi hermana vivía conmigo en aquel apartamento de Centro Habana que yo alquilé por sesenta dólares mensuales del 2012 al 2015, situado en San Miguel entre Espada y San Francisco, un día empezó a vomitar sin parar de la noche a la mañana. Mi mamá, por teléfono a larga distancia, consiguió que un ginecólogo la viera, la examinara y le hiciera un legrado de urgencia porque ya mi hermana tenía entre diez y doce semanas de embarazo. Pero ni yo ni mi hermana aceptamos el legrado. No tenemos prejuicios religiosos pero un legrado era lo último que se nos ocurría. El muchacho que la embarazó se puso contento al principio pero luego la dejó sola y se fue a Canadá con otra mujer. La responsabilidad no fue suya porque mi hermana decidió tener ese hijo sin acuerdo mutuo, a pesar de cualquier condición. Mi hermana se fue a Tenerife y tuvo un trabajo de parto de veinte horas el 1º de mayo del 2014. Mi sobrina nació el 2 de mayo y es una niña preciosa. Tiene cinco años. Mi hermana ha sido para ella mamá y papá. Los meses pasaron y regresamos a hablar del tema después de que mis mejores amigas, las que me recibieron en Miami y me ayudaron en todo sin esperar nada a cambio, se casaron y nos contaron que querían tener un hijo. Que por eso, también, se estaban casando. Nosotras no habíamos pensado en casarnos pero fue evidente que el deseo del bebé no había desaparecido, al contrario. Mis amigas y nosotras somos mujeres con una idea de la inseminación bastante natural. La mayoría de las parejas que deciden tener un hijo a través de la inseminación van a consultas médicas que se especializan en este tipo de procedimiento. Pero yo no quería ningún procedimiento que incluyera un elemento externo, dígase persona o instrumento, y mucho menos que incluyera dinero, canje, recompensa, retribución. Una a la otra nos sonreímos y nos preguntamos si no sería una locura. Hoy me doy cuenta de que fue una locura, por supuesto, y de que esa locura es lo mejor que he hecho en mi vida. Rebobino la historia en cámara rápida y la locura toma dimensiones desquiciantes. Pero nada hace que me pregunte si fue una decisión apresurada o si las condiciones estaban creadas. Es difícil conseguir que las condiciones estén creadas. Que no haya margen de error, que no haya duda de algo. Mi misión fue convencer a la mujer que tenía delante de que las condiciones no sólo estaban creadas, sino sobradas. Fui persuasiva y dócil. Fui una mamá en potencia luchando por su legado. Las condiciones, obviamente, jamás están creadas. Si escribo en un poema la palabra cliché a continuación de la palabra bebé, se forma enseguida una rima. Que lo único que necesite un bebé sea amor será siempre el cliché más austero, la retórica más romántica y la verdad más exagerada. Porque un bebé necesita muchas cosas. A un bebé no pueden faltarle muchísimas cosas. No obstante, el amor está en la lista de las imprescindibles. Esa frase cliché fue suficiente para convencernos de que las condiciones las poníamos nosotras. De que las condiciones éramos nosotras mismas. Seleccionar al papá donante fue hermoso y simple. Al proponerle a un amigo muy querido la locura de donarnos una muestra de semen para traer al mundo a un bebé que sería nuestro hijo y nuestra alegría de vivir, este amigo precioso aceptó sin pensarlo. Ya en otras ocasiones, medio en serio medio en broma, yo le había preguntado si se atrevería a ser el padre de mis hijos. Esa pregunta, formulada así, en plural, les da miedo a los varones. Pero a él no le dio miedo. Su disposición fue un romance entre él y nosotras. Un lazo. Quisiera darle las gracias y decirle que para mí es uno de los hombres más valientes que conozco. Porque sé que él también tuvo sus razones y porque mi hijo tiene sus mismos ojos.

Fotografía de Laura Rodríguez

Dicho y hecho, compramos por Amazon un paquete de pruebas de ovulación y otro de pruebas de embarazo. Debía ser una fiesta y debía haber deseo. Deseo, música, palabras, nudos en la garganta, luna nueva, sobre todo deseo. La ovulación llegó al otro día de celebrarse el Día de la Independencia en Estados Unidos. La escritora cubana Soleida Ríos me había tirado las runas por teléfono y salió una runa súper significativa: Diosa Madre. Todo era mágico alrededor de nuestro bebé. Me quedé con las piernas levantadas una hora entera después de la inseminación. Vivíamos en un estudio de 500 pies cuadrados en el barrio bonito de Coral Gables, en la calle Ponce de León. La pieza se componía de una sola habitación con un baño y una cocinita. José Portela entró al baño y salió con la jeringuilla plástica, comprada en El Pequeño Haití, el barrio de los negros en Miami, que mi pareja introduciría por mi vagina e inyectaría muy lentamente, con mucho cuidado, para no hacer daño a los espermatozoides. En resumen, lo más importante en una inseminación es que la mujer esté ovulando, que el hombre y la mujer sean compatibles, y que haya un mínimo de espermatozoides corriendo hacia adentro, con amor. El amor es subversivo, si de inseminación se trata. Hay que ser cuidadosos a la hora de inyectar el semen. El contacto con el aire, primero, y con el plástico, después, mata rápidamente a los espermatozoides. Hay que ser ágil y eficiente. Hay que tener un pulso de cirujano. Quedé embarazada esa misma noche y nos pusimos nerviosas, felices, alegres, ansiosas, desquiciadas. El día del sonograma para oír los latidos del corazón tuve un aborto espontáneo y perdimos el embrión. En Estados Unidos se le llama miscarriage. Las contracciones y el sangrado empezaron desde la medianoche. Tenía necesidad de orinar pero no me levanté para ir al baño. Pensaba que de algún modo, si lograba mantener las piernas cerradas, la sangre no saldría y el embrión seguiría adentro. Estuvimos en emergencia todo el día, haciendo exámenes de urgencia para descartar un embarazo ectópico. De nuevo volví a pensar con absoluta falta de sentido. Le dije a mi pareja que prefería que fuera ectópico, que prefería cualquier cosa menos perderlo. La hormona que se produce durante el embarazo, llamada gonadotropina coriónica humana (GCH) descendía a la velocidad de la luz. Yo sentía eso mismo: vacío, falta de luz. Me quedé en el vacío y en la falta de luz durante un mes y medio. Escribía y orinaba. No hacía otra cosa. Tenía la certeza de que el embrión perdido era hembra y hubiera querido ponerle Louise, como Louise Glück y como mi abuela. En Cuba, cuando tienes un aborto, te mandan a esperar seis meses como mínimo antes de quedar embarazada de nuevo. Aquí en Miami, en el Baptist Hospital, los médicos nos aconsejaron esperar a que el ciclo menstrual se restableciera y se regulara. Por lo que no esperamos ni siquiera dos meses. El 15 de septiembre siguiente volví a ovular y allá fuimos, a casa de nuestro amigo, raudas y veloces. Miami tenía resaca de huracán. Árboles caídos, basura y ranas muertas se acumulaban en las aceras y en medio de la calle. El susto de la gente se veía en los rostros. El huracán Irma destrozó Puerto Rico y parte de Cuba pero en Miami sólo arrancó árboles y asustó a las personas. Esta vez, como en el mes de julio, José Portela entró al baño y salió con la jeringuilla pasado un rato. La otra mamá trató de inyectarla pero no entraba. Tuve un rapto de miedo, desconfianza, todo se me cerró. Ayudé a meter la jeringuilla y llegar hasta el final. Sin embargo ése no fue el final, sino el principio. Diez días después yo debía menstruar y no menstrué. La menstruación faltó durante nueve meses. Se llamó Cemí porque siempre supe que aquel cigoto era varón. En ninguna de las consultas de rutina del embarazo le conté al obstetra que me había inseminado. El 25 de mayo del 2018, a las 6:20 de la mañana, nuestro hijo, con su peso, rompió la fuente. Sabíamos que ese día lo conoceríamos. Yo había soñado esa semana con él, había soñado que era rubio, amarillo. Fue ese día de la semana 37 cuando el obstetra entró a la habitación del hospital para hacerme un tacto que le presenté a la otra mamá. Se dieron la mano y sonrieron, mientras yo me contraía en la cama de parto. Cemí no nació de parto natural porque le disminuyó el ritmo cardiaco, después de seis o siete horas de dilatación. Entramos al salón, su otra mamá y yo, a las 3 de la tarde. A las 4:08 de la tarde el obstetra dijo: Baby is coming, baby out. Las enfermeras filipinas del Kendall Regional Medical Center andaban por los pasillos susurrando que en uno de los cuartos había nacido un niño que tenía dos mamás.

Fotografía de Legna Rodríguez Iglesias

El libro que escribí durante la gestación se llama Mi pareja calva y yo vamos a tener un hijo. Soy consciente de ese título y de lo que me pasa a mí como mujer. Al mirar al bebé veo un milagro hecho realidad. Un milagro que hemos visto desenvolverse ante nosotras, grande. El privilegio y la bondad de verlo son míos y de ella, asombrada como yo, deleitada como yo por el futuro.

Imagen de portada: Ilustración de Tana Oshima