Un ciego en el metro nos vigila

Propiedad / panóptico / Enero de 2018

Jesús Vicente García

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En aquel tiempo, los ojos de los ciegos serán abiertos y los oídos mismos de los sordos serán destapados. Isaías 35:3


I

La vara de Moisés anda entre los pies de los fieles usuarios del Metro, el pueblo seleccionado para caminar en esta tierra prometida por los seres de la ilegalidad; los viajantes deben sufrir la condena de soportar a los ambulantes que recorren la misma ruta, que se entrecruzan inmersos en el ambiente caluroso de los días sin tiempo; en el Metro siempre se está entre los fieles usuarios con una promesa esperanzadora de llegar al destino. El pueblo debe seguir su sino solo y en muchedumbre, como una plaga del siglo XXI, y a la fecha así está el viajante de este tren, que el gobierno capitalino ha pintado de rosa mexicano, de morado, con una estética desenfrenada, y le ha quitado su color naranja, como si hubiésemos perdido el rumbo.


A

Con un chicharrón marca familiar, con jitomate, aguacate y salsa, Basilio está en el Zócalo. A su lado, varios ambulantes sentados organizan su producto y cuentan el dinero de las ventas; como testigos, los edificios de la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, con tanta historia como corrupción a su alrededor. Enfrente, el Palacio de Justicia. A un lado, motivos prehispánicos, justo donde estuvo el mercado del Parián. El chicharrón truena en cada mordida.

Metro

II

Un cayado se desliza sobre el piso azul, algo mugroso, lleno de gérmenes terribles; el ambiente se llena de una música que no parece música, como los hombres del alba no parecen hombres, cuya letra evoca a un cantante que mira desde el escenario a su amada: “Quédate sentada donde estás / hasta el final de la canción como si nada, / piensa que a tu lado hay un control / que puede malinterpretar ciertas miradas”. Y la vara, a la manera de la nariz del oso hormiguero en busca de su alimento, sigue su camino entre los pies del pueblo que, desesperado, espera que le salgan alas al tren, que no se detenga cinco minutos en cada estación. El cantante de anteojos oscuros sigue su perorata, con la bocina en el pecho, el micrófono pegado a la boca en forma de hilacho, que ambulantea y friega a la muchedumbre. Pamelo lo ve de perfil y lo ve parpadear, ve que ve un trasero femenino. Y este ciego con su vara de punta redonda, su cuerpo de gordura hecha a imagen y semejanza de las garnachas, también ambulantes, camina y se abre paso a fuerza de brazos y eso llamado impunidad: empuja a quien se le ponga enfrente y a los lados, y baja la mano a la altura de las nalgas de una mujer y las roza como quien no quiere la cosa, porque no ve, pero siente, mira sin ver, ve sin mirar, es una cosa extraña que anda en el Metro, y entonces se infla el pecho, pone la mano en el control de su bocina y continúa avanzando.

B

Traje y zapatos azul marino, calcetín violeta del color de su camisa. Basilio camina tomándose un agua que carga en su mariconera. Mira a los ambulantes. Entre ellos, un ciego que se quita las gafas y empieza a contar el dinero de su morralito de mezclilla, no sin antes quitarse la bocina, limpiarse la frente con un pañuelo rojo, saluda a otros compas, un bocinero, una cuentachistes, dos buhoneros que en un mismo momento te ofrecen audífonos para celular y aifon, o una uesebé de chorrocientos yigabaits, unas pastillas para el aliento y hasta unos pasamontañas tipo comando para el frío, cosas de ambulantes; son una caja de sorpresas.

III

No hay días normales, todos son anormales en la ciudad y en esa ruta de la línea 2 del Metro, la azul, la del color de la tranquilidad, donde hay que aguantar a los ciegos que se aprovechan de su situación, y de los que se dicen ciegos, y los que fingen tener diálisis, y los que aparentan no tener donde dormir, y los que venden música a todo volumen en sus bocinas del tamaño de un morral, con el infernal sonido rompetímpanos cuyos efectos llegan a desesperar al usuario; estos seres irrespetuosos que trabajan en la ilegalidad, con el permiso de funcionarios del Sistema de Transporte Colectivo Metro, no se detienen y andan en territorio comanche. El ciego arremete contra lo que se ponga enfrente. Los pies de Pamelo son golpeados por esa vara del invidente que hace lo que quiere, como si estar ciego implicara impunidad, con derecho a manosear, toquetear, romper tranquilidades, estorbar, golpear con su vara también los pies de una joven alta que va a su lado y a la que no conoce y que sufrió el mismo embate y algo los une: el dolor de los tobillos, el empujón del corpulento ciego. —¡Ay, señor, fíjese, me pegó en los pies! Pamelo baja la mirada y ve unos zapatos negros bajos, de piel, pies más grandes que los de él, delgados, creados para la ciudad y para los pisotones y el cayado de un ciego que anda entre la multitud como diputado con fuero que se emborracha y hace lo que quiere porque nadie le hará nada. Y la dama alta y delgada como espiga frunce el ceño, mira al ciego, y Pamelo mira que la mira, y luego el invidente se voltea para que su indiferencia sea un punto a su favor, y no falta una voz que diga “está trabajando, ellos tienen derecho”, y como si adivinara la respuesta, la joven del tamaño de su enojo le dice que no tienen derecho a pasar así golpeando y manoseando a la gente, que se fije y que sabe a lo que se refiere. Nadie dice nada. —Y luego son los que piden respeto, cabrones. La treintona larguirucha, asombrada, mira hacia abajo y ve al flaco Pamelo, y le responde: “¿Verdad que sí? Tú sí me entiendes”. Le gusta que lo haya tuteado. Los ciegos son ciegos, no dioses, son ciudadanos tan respetables como cualquiera; no son motivo de trato especial. No tienen derecho a empujar ni a golpear en los pies, piensa Pamelo. La mujer alta y Pamelo platican al respecto. Los conocimientos literarios clásicos de la dama lo atrapan en una charla de Metro, larga y cojonuda, dirían los españoles. Las puertas se abren como el mar rojo, con la diferencia de que entran y salen personas del pueblo de la tierra prometida, mientras la voz en la bocina sigue y sigue.

C

El sol quema. Basilio se pone su sombrero azul, ala ancha, copa media. Guatsapea a Pamelo. “Ya voy. Estoy en Zócalo ya”. Luego consulta su féis. Sube un video que acaba de grabar: un ciego que cuenta su dinero y que mira el trasero a una joven estudiante que pasa con su novio. Qué rica, dice. El novio veinteañero le mienta la madre. El ciego abre sus ojos y su boca para reírse y decirle que siga su camino, no quiero romperte la madre. Pendejo, dice el joven. Te dejo, responde el ambulante. La joven jala al novio y se van hacia la plancha del Zócalo. El video se hizo viral, porque Basilio grabó desde que se quitó las gafas y aventó al piso la vara para ciegos. Un milagro.

Metro

IV

Falta poco para bajar, pero mucho para estar tranquilos, sin este estrés de escuchar y ser empujados. Justamente, ambos acaban de leer el Quijote. Ella lo leyó por placer. Él también. Es la séptima vez que lo leo, afirma ella. Yo apenas llevo seis, le dice aquel. Ah qué sabroso ver dos lectores de Don Quijote en el Metro, porque en realidad la charla no se dio por el ciego que mira, sino por el manchego que anda. No se sabe si se dieron su féis o su cel para guatsapear, no podríamos decir si quedaron en verse o en leerse, ni sabemos si la mujer alta a la que ve Pamelo hacia arriba es monja, casada, virgen o mártir, divorciada o dejada, profesora o escritora, secretaria o luchadora de los derechos humanos. Lo que sí podemos decir es que platicaron más allá del aguante de Basilio, quien tuvo que guatsapear una y otra vez a Pamelo para recordarle que lo estaba esperando afuera del Metro Zócalo.

V

Se encuentran. Se saludan. Basilio y la dama de nombre que este narrador no escuchó y que seguramente Pamelo y el otro sí saben, se sonríen. Los tres, cual personajes del Mago de Oz, van por el camino amarillo, Plaza de la Constitución y luego Madero, rumbo a un café de esos medio hipster cruza con nice, parroquianos con facha de intelectuales nuevos, no sin antes oír la historia de Basilio que vio claramente a un ciego gordo que se quitó las gafas oscuras, y cual milagro de Cristo, se iluminó su rostro, la gordura adquirió tonos estéticos, a lo Botero, y puso su aparato de sonido con una canción de los Ángeles Negros. Alabado sea el Señor y su misericordia, porque esos seres en el Metro no ven, afuera sí. Aquí, el ciego es rey entre tanto ser que sí ve, pero les falta algo que él sí tiene: la fe en su trabajo y el valemadrismo necesario para afrontarlo.

Imagen de portada: Foto del documental sobre invidentes realizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.