Escala geológica

Orígenes / dossier / Febrero de 2019

Irene Kopelman

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Gracias a que he vivido rodeada de biólogos, geólogos y paleontólogos desde hace bastantes años, en lo primero que pienso al escuchar la palabra origen es en la historia geológica de la Tierra y en la evolución de las especies. Pienso también en bosques primitivos, en plantas antiquísimas, como los helechos. Me acuerdo de las cianobacterias que vi el año pasado en Famatina (La Rioja, Argentina) y que tuvieron un papel clave en la acumulación de oxígeno en la atmósfera que ocurrió hace 2,500 millones de años. Este dato fascinante, aunado a las formas maravillosas de sus colonias bacterianas, me ha hecho querer dibujarlas —lo cual está entre mis pendientes de este año—. El origen es la clave de las historias que los investigadores me cuentan sobre la formación de los paisajes y la evolución de las plantas que dibujo. Detrás de ese conocimiento hay un trabajo que a veces ni nos imaginamos: investigadores que pasan días enteros en el desierto, inclinados bajo un sol lacerante y una vegetación espinosa, buscando fósiles marinos. Fósiles marinos en el desierto: el salto conceptual que nuestra mente tiene que realizar para entender esta aparente contradicción es inmenso. La primera vez que me enfrenté a este tipo de desafíos mentales fue en la isla de Barro Colorado en Panamá (en la estación científica BCI del Smithsonian Tropical Research Institute). Durante ese viaje de investigación en 2012 conocí a Helmut Elsenbeer, profesor del Instituto de Geociencias de la Universidad de Potsdam. En medio de una densa vegetación selvática me dijo que él siempre intentaba imaginarse las formas geológicas que había por debajo de toda esa exuberancia. Algo invisible, e inconcebible para mí, casi como un mundo de ciencia ficción. En ese mismo viaje, Federico Moreno (que está terminando su doctorado en la Universidad de Rochester, Nueva York) me llevó a un sitio donde permitieron a los paleontólogos explorar terrenos abiertos durante la ampliación del Canal de Panamá (antes de que los cubrieran de cemento). Mientras Federico removía la tierra pacientemente con un pincelito, pronunció una frase que captó mi atención: “tiempo geológico”. ¿Qué sería eso? En 2015 comencé a entenderlo gracias a un viaje al Desierto de la Tatacoa con la doctoranda Lina Pérez Ángel. Durante el día buscábamos aspectos de la morfología del paisaje que me resultaran interesantes para dibujar, y por la noche Lina me contaba cómo esas piedras que estaban al alcance de nuestras manos se habían transformado a través de procesos complejísimos. Gracias a las pláticas con el paleobiólogo del Smithsonian Tropical Research Institute Aaron O’Dea, supe que a través de los fósiles se pueden visualizar procesos tan particulares como la influencia de la colonización en la fauna de hace quinientos años. Así, la escala temporal de estos fenómenos se fue volviendo cada vez menos críptica para mí. Una de las experiencias más interesantes fue acompañar a un equipo de geólogos y paleontólogos (Emilio Vaccari, Miguel Ezpeleta y Juan José Rustán y los miembros del personal de apoyo a la investigación Ivana Tapia, Santiago Druetta del Centro de Investigaciones en Ciencias de la Tierra, CONICET-UNC) a la provincia de San Juan (Argentina) en 2016. Fue alucinante escucharlos referirse a un pasado muy remoto —cuando el lugar donde estábamos era el fondo del mar— y hablar de fuerzas, tensiones, pedazos de territorio corridos, plegados, forzados. Todo era muy escultórico para mí. En el trayecto, por ejemplo, encontraron algo que se volvió clave en mi proyecto: una formación ondulada que daba cuenta de una fuerza enorme que había plegado esa capa hace unos 320 millones de años. El año pasado viajé con Marjorie A. Chan al Monumento Nacional de Grand Staircase-Escalante​ en Utah. Ella es experta en geología sedimentaria y en esa ocasión me mostró unas formaciones llamadas concreciones, unas “bolas” rocosas de distintos tamaños que también existen en la superficie de Marte. Otro salto conceptual para mi comprensión. Abismal. Casi inasequible. Algo más para mi lista de pendientes de este año. Mi último viaje de campo estuvo también vinculado a un paisaje cuya morfología y coloración me intrigaba y a donde fui introducida por los geólogos Santiago Mazza (Universidad Nacional de La Rioja) y Emilio Vaccari (Centro de Investigaciones en Ciencias de la Tierra, CONICET-UNC). En dos viajes de campo, uno con ambos y otro con Santiago, pude comprender cómo ese paisaje maravilloso había llegado a existir en esa forma que ahora lo veía y me interesaba dibujar. Con el correr de los años, las experiencias y la paciencia de los expertos a quienes he acompañado, la idea del tiempo geológico se ha vuelto familiar para mí. Ya no me parece inverosímil que un paisaje se haya formado hace millones de años, ni que un fósil cuente una historia que sucedió mucho antes de que existiéramos, en una escala de tiempo mucho mayor a la de la historia humana. Ahora me puedo imaginar, no como un drama sino como un proceso natural, que la Tierra seguirá girando sobre su eje cuando ya no estemos.


Viaje de campo, 2018. Famatina (La Rioja, Argentina). Fotografía: Irene Kopelman

Viaje de campo, 2017. Jáchal (San Juan, Argentina). Fotografía: Ivana Tapia

Viaje de Campo, 2012. Isla de Barro Colorado (Panamá). Fotografía: Irene Kopelman

Slump, 2018, cerámica, 60×350×55 cm. Fotografía: Rodrigo Fierro. Museo Emilio Caraffa (Córdoba, Argentina), exposición itinerante de MALBA, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires

Viaje de campo, 2015. Desierto de la Tatacoa (Colombia). Fotografía: Irene Kopelman

On Yellows, 2018, lápiz sobre papel, 25x25cm

Imagen de portada:Viaje de campo, 2015. Desierto de la Tatacoa (Colombia). Fotografía: Irene Kopelman