dossier Bibliotecas NOV.2025

Juana Inés Dehesa

¿Para quién se hace la literatura infantil y juvenil?

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Como era de esperarse, el gran problema de la literatura infantil y juvenil son los adultos. La historia de la crítica y la teoría en torno a los textos destinados a niños y jóvenes se ha visto constantemente en la necesidad de enfrentar, o evitar, una realidad fundamental: se trata de contenidos en cuya elaboración, producción y distribución, los jóvenes lectores tienen poco o nada que ver. En otras palabras, los textos para niños no son de los niños.

​ Esto ha llevado a fragorosísimas discusiones teóricas. Jacqueline Rose, por ejemplo, publicó en 1984 una obra seminal, The Case of Peter Pan, or The Impossibility of Children’s Fiction [El caso de Peter Pan o la imposibilidad de la ficción para niños]. Afirmaba, entre otras cosas igualmente incendiarias, que esta distancia fundamental convierte a la literatura infantil y juvenil (en lo sucesivo, la LIJ) en algo “imposible”: “en cierto sentido”, escribe, “no existe un corpus literario que se apoye tan abiertamente en una diferencia explícita, casi una ruptura, entre el escritor y el destinatario”.

​ Ahora bien, si hemos de ser sinceros, esta “imposibilidad” no debe serlo tanto, porque, con todo y ser “imposible”, la LIJ se lleva una tajada importante de la facturación total que reporta periódicamente la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem); si tomamos en cuenta las cifras de venta más recientes consignadas por esta organización, durante 2023 se vendieron catorce millones de ejemplares de obras “infantiles, juveniles y didácticas”, según la clasificación que ahí aparece, lo que la convierte en la segunda categoría en cantidad de ventas, sólo por debajo de “educación básica” (o sea, libros de texto), que vendió veintiséis millones. Y ésa ha sido la tendencia desde 2018, al menos en lo que reporta la Caniem (entre 2013, cuando comienza la medición, y hasta 2018, la LIJ ocupaba el tercer lugar, después de “enseñanza del inglés” y la ya mencionada “educación básica”).

Javier Sáez Castán, ilustraciones del libro La merienda del señor verde, 2007. Todas las imágenes son cortesía del artista a través de Ediciones Ekaré.

​ Es decir, la LIJ vende. Y lo hace suficientemente bien como para, si ésa fuera nuestra inclinación, ir a decirle a la señora Rose y a toda su camarilla que de imposible, nada; que es posible y muy feliz, muchas gracias.

El libro que aterriza en la escuela llega con las lanzas romas, las heroínas domesticadas y los laberintos resueltos con Waze, y eso no puede, no debe, ser todo nuestro corpus. No es justo con la industria y, mucho menos, con unos lectores que se están perdiendo de lo mejor que puede dar la literatura: el alma subversiva.


​ Pero, y aquí viene lo bueno, la misma señora Rose podría respondernos que no es tan sencillo: en su ensayo asienta, palabras más, palabras menos, que no es que dude de su existencia —eso sería absurdo—, sino de su validez. Y aquí tendría un buen argumento. Porque lo problemático de los textos para jóvenes lectores, al menos en México (y sospecho que, con sus variantes, en buena parte del mundo), no es tanto que se escriba, o que se venda, sino dónde y cómo. Si tomamos como válida la definición de Marc Soriano de que la LIJ es cualquier texto que se escribe y se produce con los lectores infantiles en mente, tendremos que cuestionarnos si todo lo que incorporamos hoy en día a los catálogos es digno realmente de contarse entre el canon.

​ Esto dicho, vale la pena introducir otra de las aristas que vuelven a la LIJ un tema de estudio tan fascinante: así como es importante saber, como con cualquier otro conjunto de obras literarias, qué dice y cómo lo dice, es fundamental enterarse de quién la paga. A diferencia de, digamos, el catálogo de una editorial de literatura de esa que llamamos “para adultos”, léase Penguin o Era, que presupone que será el lector mismo quien acuda a un punto de venta, elija su libro y se lo lleve, en el caso de la LIJ el destinatario último —el lector infantil o juvenil— difícilmente es quien escoge el libro y lo paga (con honrosísimas salvedades, como las que ocurren en ferias del libro, donde niños y niñas tienen la posibilidad de sobar todos los libros hasta dar con uno que les guste, y por eso creo que hay que defender eternamente las ferias donde sea que ocurran y quien sea que las organice). Normalmente, quien termina desembolsando los recursos para pagar los títulos de la LIJ es un padre de familia, un adulto cercano, el Estado o el profesor, y al niño puede o no preguntársele su opinión, puesto que, después de todo, se trata de un ser en formación que todavía no sabe, bien a bien, lo que quiere ni lo que le conviene. Cualquiera que en su infancia haya esperado recibir de los Reyes Magos el siguiente título de la saga de Harry Potter y a cambio se haya encontrado con una edición primorosa de Platero y yo, o quien haya estudiado estos temas y recuerde las tiradas enormes del gobierno cardenista de Corazón. Diario de un niño, sabe bien que quien elige y paga los libros es, a fin de cuentas, quien detenta el poder.

​ Lo cual nos lleva al tema central de esta diatriba: si usted que me lee es madre de una criatura en edad escolar que asiste a una primaria o secundaria privada, es muy posible que en estas semanas haya recibido (le hayan asestado), junto a su paquete de libros de texto de Geografía, Matemáticas y demás materias, otro paquetito, compuesto principalmente de por productos de inclinación literaria, novelas y cuentos, que resultan sospechosamente parecidos a aquellos que se encuentran en las librerías. Si así fue, felicidades: es usted parte (víctima) de eso que se conoce en el medio como el “plan lector”.

​ Déjeme decirle que el plan lector es de las mejores cosas que le han pasado a la industria desde que Gutenberg se puso a jugar con sus maderitas y sus tintas, y es el motivo detrás de que tantos editores publiquen libros de texto y de LIJ. La lógica es muy sencilla: si cierta editorial ya cuenta con una fuerza de ventas que visita a los maestros, bibliotecarios y directivos para persuadirlos de usar en sus aulas los libros de texto, ¿por qué no, de pasada, convencerlos de complementar sus contenidos con esta novela tan edificante que habla sobre la inclusión o aquel volumen de cuentos de esa autora tan querida y conocida?

​ El proceso, que implementaron a finales del siglo pasado editoriales como SM, con su colección El Barco de Vapor y después con Gran Angular, ha alcanzado una complejidad pasmosa, porque ya no sólo se ofrece el libro de forma escueta y llana, sino que se pertrecha al profesorado con un arsenal elaborado por especialistas, que incluye lo mismo una guía detallada de los personajes, temas y “valores” del libro hasta recursos digitales que proponen, por ejemplo, el ritmo de lectura, las actividades que se pueden desarrollar en cada etapa, información complementaria sobre el tema o el contexto de la obra o una lista de proposiciones para discutir en equipos o entre todo el grupo. Digamos que si le quiero vender a los maestros de la escuela Margarita Maza de Juárez treinta mil ejemplares de Los días y los años, debo contar con una página electrónica que contenga una serie de fichas sobre el Consejo General de Huelga y su pliego petitorio, una línea de tiempo de 1968, varias fotos de Lecumberri y una actividad que sugiera repartir cartulinas y plumones para elaborar carteles que pidan la liberación de los presos políticos o llamen a la movilización de obreros y estudiantes.

​ Esto resulta enormemente beneficioso para varios de los actores involucrados: a los profesores les permite asegurar, sin mentirles demasiado a los padres de familia, que para la escuela es muy importante la formación de un hábito lector, pero no añade mucho más trabajo al que ya de por sí tienen (que, por supuesto, es desmesurado y vergonzosamente mal pagado); a los mencionados padres de familia los hace dormir tranquilos porque eso de leer es buenísimo (aunque ellos mismos no lo hagan y no tengan claro cómo se relaciona dicha costumbre con llevar a las criaturas a una librería o una feria del libro de vez en cuando); por su parte, las editoriales aprovechan los vínculos con las escuelas para colocar otras colecciones de su catálogo y no sólo libros de texto y, por supuesto, para los autores e ilustradores representa un pago de regalías mucho más cuantioso que el que recibirían de la venta en librerías físicas o virtuales.

​ ¿Saben quién pierde? El libro. Y, por ello, podríamos decir que el lector. Porque, volviendo al ejemplo que citaba más arriba, ¿qué pasaría si yo decidiera incorporar Los días y los años a mi plan lector? Imaginemos una bonita conversación entre la “fuerza de ventas” y el editor, que iría más o menos así:

​ —Bueno, es que, mire, sí está bueno y pegador y todo, pero toca temas difíciles, y no me refiero al 68, eso está muy bien, pero es que sí salen muchos homosexuales, y ya ve que varias de las escuelas a donde vamos son de monjitas, o son religiosas y, pues, no nos los admiten, ¿le podrán cambiar esa parte? Uy, además es muy largo; dice el director que así no les da tiempo de terminarlo, ¿no puede ser más corto? Ay, oiga, y luego el final… está, pues, como muy brusco, como que no termina con esperanza, ¿a fuerza tiene que ser así? Y el mensaje está raro, ¿no?, ¿cuáles diría que son, por así decir, los valores? ¿Tipo… nacionalismo? No, ¿o sí?

​ ¿Cómo, explíquenme, quedaría (o qué quedaría de) la novela de González de Alba después de semejante tratamiento?

​ Que no se me malentienda: hay planes lectores con títulos que, a mi parecer, son maravillosos, cumplidísimos e imprescindibles, porque en México hay muy serios y muy brillantes editores que se encargan de seleccionar y acompañar obras y autores excelentes. Ése no es mi problema. Mi problema es que la gran mayoría de los libros de LIJ producidos hoy en México se hacen pensando en las escuelas y los seleccionadores —o sea, los adultos, de nuevo— porque no tenemos un sistema de librerías, acervos o bibliotecas públicas que pueda competir con la facturación que se consigue a través de las escuelas privadas. Y eso, necesariamente, repercute en lo que estamos publicando, porque entonces el libro no se hace pensando en ese destinatario último, ese lector juvenil autónomo que puede elegir, sino en el profesor, el preceptor, el bibliotecario que selecciona un título para el entorno escolar y, al hacerlo, busca que el libro “sirva”, “diga”, “enseñe” y, sobre todo, “no dé problemas”.

​ La escuela está, desde luego, emparentada con los libros. En todos los planteles debe haberlos, tanto impresos como digitales, mucho más en un país como México donde hay tan pocos en los hogares, pero no todo el material de lectura debe estar pensado para el entorno escolar. La escuela es prescriptiva, busca formarnos, volvernos otros, emparejarnos, y la literatura pierde mucho cuando se le exige que “sirva” para un propósito específico, que se comporte, que se abstenga de “meternos ideas en la cabeza”.

​ ¿Pues qué tenemos los que leemos, si no ideas en la cabeza? Unas muy lelas, de acuerdo, pero otras muy útiles, y hasta peligrosas. El libro que aterriza en la escuela llega con las lanzas romas, las heroínas domesticadas y los laberintos resueltos con Waze, y eso no puede, no debe, ser todo nuestro corpus. No es justo con la industria y, mucho menos, con unos lectores que se están perdiendo de lo mejor que puede dar la literatura: el alma subversiva. Por definición, eso no cabe en la escuela. Exijamos como lectores, como mediadores, como madres de familia, mejores puntos de venta, bibliotecas públicas con acervos amplios y diversos; utilicemos las nuevas tecnologías para hacer sudar un poco a los editores grandotes y que se tomen más en serio sus deberes. Mucho sufrirán nuestros libros, y nuestros lectores, si nos limitamos a producir únicamente lo seguro, lo que se vende y lo que no incomoda. Muchísimo.


Escucha el Bonus track de Juana Inés Dehesa, con Fernando Clavijo M.

Imagen de portada: Javier Sáez Castán, ilustración del libro La merienda del señor verde, 2007.