Mientras los dinosaurios duermen

La noche / dossier / Junio de 2021

Alejandra Manjarrez

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Nictímene —personaje que en la mitología romana cometió incesto con su padre, un rey— se escondía en la oscuridad de la noche al no soportar la vergüenza derivada de ese acto. Su pudor encontró refugio lejos de la luz del día, a donde no llegaba la mirada de los demás. El monstruo de Frankenstein, hecho de retazos de cadáveres, se ocultaba también en las tinieblas. Su rostro repulsivo y su gran tamaño aterrorizaban a todo el que lo viera. La vida nocturna lo protegía del desprecio y el maltrato que su aspecto suscitaba. La noche es convencionalmente un buen lugar para esconderse de las burlas y malas lenguas de los humanos, seres de hábitos diurnos y chismosos. Y si en plena era cenozoica la vida nocturna protege del escrutinio público, en el Mesozoico pudo ser el refugio de los primeros mamíferos, la mayoría de ellos pequeños insectívoros que vivían en los árboles. Fósiles, genes y la anatomía y comportamiento de sus descendientes contemporáneos sugieren que, en efecto, eran nocturnos o seminocturnos.1 Vivir de noche quizás los salvaba de ser el plato fácil de otro grupo temible —principalmente diurno, al igual que los humanos—: los dinosaurios.


Cuando la diosa Minerva conoció la rutina de Nictímene, compadeciéndola, la convirtió en una lechuza. Si la mujer, avergonzada, había decidido vivir entre las sombras, mejor que tuviera las capacidades de quienes han habitado la noche durante millones de años. Como otras aves nocturnas, las lechuzas tienen enormes ojos. Las córneas grandes, en relación a la longitud axial del ojo, son características de la vida nocturna; permiten la entrada de mayores cantidades de luz, incrementando la sensibilidad visual y comprometiendo, por otro lado, la agudeza de la visión, de la que sí gozan aquellos que cazan de día. Estudiar el ojo de las aves puede revelar si una especie vive de día o de noche. Lo mismo sucede con los reptiles. En los mamíferos, sin embargo, los ojos de aquellos que habitan las horas luminosas del día no son tan distintos de las especies nocturnas. A excepción de unos pocos primates —incluyéndonos—, la anatomía ocular de los mamíferos (sin importar su jornada) guarda muchas similitudes con la de las aves y reptiles nocturnos; por ejemplo, el tamaño proporcionalmente grande de la córnea. Por otro lado, a diferencia de los peces, reptiles y aves diurnas, los mamíferos —otra vez, a excepción de algunos primates— no tienen fóvea, una zona en la retina que auxilia en la percepción del color. Nosotros, parte de la reiterada excepción, somos tricromáticos, es decir, podemos captar tres distintas longitudes de onda: corta (azul), media (verde) y larga (roja). Siempre que haya la luz adecuada, vemos el mundo en esa gama de tonalidades; tenemos fotorreceptores para esos tres tipos de ondas de luz. Pero en contraste con los primates y otros vertebrados diurnos, la mayoría de los mamíferos son dicromáticos; sólo perciben ondas medias y cortas. Distinguir el rojo del verde, aun en ambientes brillantes, les resulta imposible. Los ojos de la mayoría de los mamíferos no son lo único que sugiere que nuestros ancestros vivieron en la negrura de la noche por un periodo prolongado. En muchos de los mamíferos contemporáneos encontramos también una diversidad de adaptaciones sensoriales convenientes en esa circunstancia: mayor sensibilidad olfativa, audición especializada en altas frecuencias y un complejo sistema de percepción táctil mediante el bigote —palpando objetos con él, muchos mamíferos construyen un mapa neuronal del espacio en el que se encuentran—. Las córneas grandes y la sofisticación del olfato, oído y tacto son acaso el resultado de millones de años expuestos a poca luz, durante las primeras etapas de la evolución de los mamíferos. Mientras la mayoría de los dinosaurios dormían, aquéllos habitaban las tinieblas. Si lo hacían para evitarse encuentros desagradables con los reyes del Mesozoico aún está a debate. Ni todos los dinosaurios eran diurnos ni todos los mamíferos nocturnos. Es posible, por ejemplo, que algunas especies de ambos grupos hayan interactuado en el crepúsculo. Pero la idea de que la noche era un lugar más seguro gracias a ser el periodo de menor actividad de los dinosaurios, que requerían del sol para mantener la temperatura corporal adecuada, no es descabellada.

Lechuza blanca cazando de noche. Fotografía de John Purvis, 2020 Lechuza blanca cazando de noche. Fotografía de John Purvis, 2020

En contraste con la dependencia que la mayoría de los dinosaurios tenía de la radiación solar, la necesidad de aquellos mamíferos de resguardarse en las horas más oscuras y frías pudo haber estimulado el desarrollo de la endotermia —la generación interna de calor a través del metabolismo—, lo que les permitió vivir de noche sin depender sólo de la temperatura ambiental. Se especula, alternativamente, que el tamaño reducido de aquellos mamíferos arcaicos y la evolución de pelaje pudo ser otra razón para habitar la noche, al encontrar en ella temperaturas más bajas.2


El meteorito que impactó lo que hoy es el noroeste de Yucatán fue quizás pieza clave en la sucesiva transformación, expansión y diversidad de los que inicialmente eran pequeñas bolas de pelo de hábitos furtivos. Millones de años después de la extinción de la mayoría de los dinosaurios, surgieron los primeros mamíferos diurnos. Un grupo de primates, los Simiiformes —comúnmente llamados monos—, fue uno de los primeros en evolucionar las características adecuadas para la vida a plena luz del sol. No es casualidad que nosotros, junto con otras especies de ese grupo, tengamos córneas pequeñas y que seamos los únicos mamíferos capaces de distinguir los tonos azules, verdes y rojos. El tricromatismo podría estar estrechamente relacionado con la evolución de las plantas con flores (angiospermas). A los tonos de la vegetación del Mesozoico temprano, se le sumó una explosión de colores de ondas de luz más largas. El surgimiento de las angiospermas añadió una nueva gama de rojos. Se especula que nuestra visión de primates coevolucionó con esas nuevas plantas coloridas. Las frutas de pigmentos brillantes —amarillas, naranjas, rojas— sobresalen notoriamente para aquellos que podemos distinguirlas entre el follaje verde, identificación que no es fácil para los dicromáticos. Detectar e ingerir esos frutos maduros pudo resultar ventajoso y, a la vez, la dispersión de semillas que hacían los primates al elegirlas estimuló la distribución y diversidad de estas plantas.3 Los fotorreceptores de ondas largas en primates resultaron también eventualmente útiles para la visión nocturna iluminada por las llamas que brotaron de ese primer intento por abrirnos de nuevo paso entre la oscuridad: las fogatas.


Si la oscuridad nocturna protegía al monstruo de Frankenstein de la mirada de horror que los humanos le asestaban, un escondite cercano a una cabaña en donde vivía una familia de campesinos le proveía refugio a plena luz del día. Desde ahí miraba la vida de un hombre y sus dos hijos. Su labor espía le reveló que, como él, los campesinos también se mantenían activos durante las primeras horas de la noche, pero con otro propósito:

Pronto cayó la noche, pero para mi gran asombro, descubrí que los campesinos tenían un medio de prolongar la luz mediante el uso de velas, y me encantó comprobar que la puesta del sol no ponía fin al placer que experimentaba observando a mis vecinos humanos. Al anochecer, la joven y su acompañante se dedicaron a diversas ocupaciones que no comprendí; y el anciano volvió a tomar el instrumento que producía los sonidos sublimes que me habían cautivado por la mañana. Tan pronto como terminó, el joven comenzó, no a tocar, sino a emitir sonidos monótonos, ninguno parecido a la armonía del instrumento del anciano ni a los cantos de los pájaros. Entonces descubrí que leía en voz alta, pero en aquel momento yo no sabía nada de la ciencia de las palabras ni de las letras.4

El uso controlado del fuego, que inició por lo menos hace un millón de años, fue hasta hace unos siglos una fuente de luz y calor que protegía además contra los depredadores.5 Prolongaba el día, regalando a los humanos más horas en él sin interponerse con los periodos productivos. En un horario en el que no es idóneo buscar alimento o elaborar herramientas, ese regalo servía posiblemente para conversar, contar historias y hasta danzar.

Marta americana en Sitka, Alaska. Fotografía de Kameron Perensovich, 2012 Marta americana en Sitka, Alaska. Fotografía de Kameron Perensovich, 2012

Hay quienes incluso especulan que el fuego está íntimamente ligado con el desarrollo del lenguaje.6 En reuniones nocturnas, con la iluminación imperfecta y limitada que ofrecen las llamas, el habla habría sido una herramienta de mucha utilidad. Y aunque la idea de que en las fogatas se encuentre el principio del verbo es atractiva mas no certera, es muy posible que en esas noches de luz tenue se hayan fortalecido los vínculos afectivos entre los miembros de una misma comunidad. Entre las llamas de ese fuego, quizás, comenzaron a tejerse algunas de las interacciones sociales que hoy nos resultan cotidianas. El fuego fue también el principio de la conquista humana de la noche.


El dominio de los seres humanos hace que a veces se nos compare con los grandes reptiles que intimidaban a nuestros ancestros en el Mesozoico. Hemos desplazado de manera extraordinaria a la vida silvestre, obligándola a habitar espacios muy reducidos del planeta. Este desplazamiento no es sólo geográfico, sino también temporal. Nuestra presencia a todos ahuyenta. Tan sólo los mamíferos han incrementado su vida nocturna en regiones donde la actividad humana es notablemente alta, en contraste con lo que sucede en regiones no tan perturbadas por nosotros.7 La noche parece ser, otra vez, su refugio. O sólo parcialmente. La actividad humana está haciendo de la noche un lugar que no se parece al que durante millones de años han habitado los seres nocturnos. A diferencia de otras transformaciones antropogénicas —como el aumento de CO2 y de temperatura, la alteración del paisaje— que en otras eras geológicas tuvieron análogos naturales, la modificación del ciclo día-noche no tiene precedentes. La iluminación nocturna, a escalas e intensidades excesivas, en espectros distintos a los de la luz del sol, de la luna y de las estrellas, es apabullante. Basta ver las imágenes satelitales del planeta de noche para ser testigos de la magnitud del fenómeno. Queda poco de la sombra, al cielo encaminada, que escalaba pretendiendo las estrellas. La noche triunfante que sor Juana contempló en el siglo XVII para luego narrarla en Primero sueño ha sido hoy derrotada por el alumbrado público, el doméstico, el publicitario, el vehicular. Los nuevos dinosaurios siguen siendo principalmente diurnos, pero los lugares que habitan no duermen. Ese imperio, silencioso y oscuro, lo experimentaron por millones de años los antepasados de todos los organismos que habitamos este planeta. La evolución de la vida ha sido marcada de manera fundamental por ese carrusel natural de luces. Los ritmos circadianos, cifrados en nuestras células, resultado de ese ciclo entre el día y la noche, definen nuestro metabolismo, crecimiento, comportamiento. La ubicuidad de la luz en el presente, por tanto, altera y confunde a todos.

Ciervos en la noche. Fotografía de lovecatz, 2007 Ciervos en la noche. Fotografía de lovecatz, 2007

Perturba a los polinizadores nocturnos, que disminuyen sus visitas a plantas ubicadas en lugares iluminados artificialmente de noche. Las aves migratorias se desorientan durante su peregrinaje por culpa de la contaminación lumínica, y pueden incluso morir, atraídas y atrapadas por instalaciones de luz. Otros que sufren de una atracción fatal son algunos insectos que, seducidos por fuentes de luz estacionarias, mueren antes del amanecer, exhaustos. Las plantas, que además de usar la luz como fuente de energía la usan como referencia para evaluar la hora del día y la estación del año, pueden atrasar o adelantar el brote y la caída de sus hojas por influencia de la iluminación artificial. Los habitantes de ecosistemas marinos cercanos a ciudades costeras ven alterados sus ciclos reproductivos —muchas veces definidos por las fases lunares—. La luz artificial todo, en fin, lo perjudica.8 La noche nos resulta un lugar desconocido, misterioso, hasta temible. Quizás sea porque los últimos millones de años nos robaron las habilidades sensoriales que nuestros ancestros poseían para navegarla. Quizás por eso queremos iluminarla, reconquistarla, extender sin límite el día; una más de esas necedades con posibles consecuencias mayúsculas. Difícil predecir el futuro de un planeta en donde la noche ya no da tregua.

Imagen de portada: Primate nocturno Aotus. Fotografía de GollyGforce, 2012

  1. Gerkema, Davies, Foster et al., “The nocturnal bottleneck and the evolution of activity patterns in mammals”, Proceedings of the Royal Society B, vol. 280, núm. 1765, 2013. Disponible en este link. Este artículo ofrece una revisión muy completa de los argumentos que sugieren que los primeros mamíferos fueron nocturnos durante un periodo prolongado. 

  2. Barry G. Lovergrove, “Obligatory nocturnalism in triassic archaic mammals: preservation of sperm quality?”, Physiological and Biochemical Zoology, vol. 92, núm. 6, 2019. Disponible aquí

  3. El tema de la coevolución de la visión de primates y la pigmentación de las frutas ha sido ampliamente discutido, pero aquí puede encontrarse uno de los trabajos de investigación más recientes que añade argumentos a la hipótesis: Onstein, Vink, Veen et al., “Palm fruit colours are linked to the broad-scale distribution and diversification of primate colour vision systems”, Proceedings of the Royal Society, vol. 287, núm. 1921, 2020. Disponible en este link

  4. Mary Wollstonecraft (Godwin) Shelley, Frankenstein or the Modern Prometheus, Project Gutenberg. Disponible aquí. La traducción es mía. 

  5. J. A. J. Gowlett “The discovery of fire by humans: a long and convoluted process”, Proceedings of the Royal Society B, vol. 371, no. 1636, 2016. Disponible en este link. Este artículo ofrece un análisis de lo que hasta ahora sabemos sobre el descubrimiento del fuego y sus implicaciones. 

  6. Robin I. M. Dunbar, “How conversations around campfires came to be”, PNAS, vol. 39, núm. 111, 2014. Disponible aquí

  7. Gaynor, Hojnowski, Carter et al., “The influence of human disturbance on wildlife nocturnality”, Science, vol. 360, núm. 6394, 2018. Disponible en este link

  8. Para más información sobre el impacto de la luz artificial nocturna: Gaston, Viser y Hölker, “The biological impacts of artificial light at night: the research challenge”, Philosophical Transactions, vol. 370, núm. 1667, 2014. Disponible en este link y Hölker, Walter, Perkin et al., “Light pollution as a biodiversity threat”, Trends in Ecology and Evolution, vol. 25, núm. 12, 2010. Disponble aquí