La lombriz que seremos

16 de febrero de 2018

Éxodos / multimedia / Febrero de 2018

Antonio Ortuño

Esta mañana descubrí que elaborar las facturas 3.3 del SAT me resulta bastante más sencillo de lo que me parecía hacer las 3.2: hay menos datos que rellenar una vez que uno aprende qué dato escribir en cada ranura del sistema. Me temo que ése, ay, es un síntoma espeluznante de vejez: uno se entrega con alegría a lo cómodo. Igual pasa con la tendencia a usar, cada vez más, chanclas, pantuflas o pantalones de ejercicio (con los que casi nadie hace ejercicio, como decían en Los Soprano)… Pero bueno, peor fue descubrir, al salir del hospital en el que falleció mi madre, hace unos años, que el cabello se me había quedado medio blanco. “No cura el tiempo / el tiempo verifica”, escribía el gran Gerardo Deniz. No estamos preparados para envejecer. Veneramos la juventud hasta un extremo que resulta casi absurdo. Hay quien piensa (y lo publica, que es peor) que un músico, actor o artista es incapaz de producir obras de valor en cuanto rebasa alguna hipotética frontera de edad (que a veces son los treinta años, lo que ya parece el colmo de la precocidad). Hay, además, una suerte de compulsión por la novedad. “Eso ya está visto” es su grito de guerra. Nos dan risa las arrugas de perro sharpei de los Rolling Stones y la apariencia de abuela yonqui de Madonna. La vejez pareciera ser un enemigo. Medra una industria multimillonaria de menjunjes, bisturíes, peluquines y tintes para disfrazarla. La ciencia ficción se obsesiona con la posibilidad de capturar la conciencia en un chip y traspasarla a cuerpos jóvenes (en los recientes seriales Black Mirror y Altered Carbon hay ejemplos de ello). Y la ciencia real, que suele seguir esos dictados y, de hecho, incitarlos, anuncia que unos investigadores austriacos han conseguido volcar la conciencia de una lombriz a una computadora. Ésa, me temo, puede ser la llave para el establecimiento de una suerte de curiosa vida eterna, en la que la vejez dejará de ser una fatalidad y pasará, como tantos han soñado y añoran, a ser solamente una opción. Opción para fanáticos religiosos que elijan las incertidumbres de la vida ultraterrena o para ese puñado de exóticos que prefieran, aunque no sean creyentes, el viejo destino biológico de morir. Leo, mientras pienso en este asunto, que hay por todo el mundo miles de personas dedicadas a reflexionar sobre las posibilidades que sobrevendrán cuando logremos domeñar el ciclo de la vida. Después de todo, para emprender viajes espaciales, que podría llevar siglos y siglos completar, si se sigue el consabido plan de colonizar el Cosmos, sería muy conveniente estar archivados en una computadora (y respaldados en la Tierra, por si acaso). Y, por qué no, ser una especie de archivo de datos, en vez de una persona con pantalones, pies y granos, facilitaría también otros horizontes: vivir como un héroe, un emperador o hasta un Dios en el interior de una simulación (algo muy parecido a un videojuego, pero mejorado), por ejemplo, en vez de andar dando lata en la realidad. Y, así, tener la posibilidad de ser feliz por siempre, porque habría opciones, claro, de cambiar el entorno y hacerlo corresponder a los apetitos del momento. Desaparecerían la pobreza y las enfermedades que conocemos y las desigualdades se paliarían. Todo muy bonito, claro. La tecnología suele concentrarse, en un primer momento, en las manos de los megamillonarios que pueden pagarla. Pero su tendencia es masificarse, porque muchos millones de compradores resultan mejor negocio que unos pocos, aunque sean riquísimos. ¿Y la vieja vida biológica y sus identidades de género, cultura, nación, raza? Pues a temblar todas. Las lombrices fueron, por eones, las últimas compañeras de nuestros cuerpos al morir. Ahora podrían ser el heraldo de la vida eterna.

Imagen de portada: Fotografía de Bill Craighead, en Unsplash.