En lo profundo de un agujero

Cultura / dossier / Enero de 2020

Helena Chávez Mac Gregor

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I

Los nahuales, pieza del artista Fernando Palma, aguardaba a la salida de la exposición “Los huecos del agua. Arte actual de los pueblos originarios”, que se mostró en el Museo Universitario del Chopo. Bajo una piel hecha de tapetes de palma, piedra, cables, circuitos electrónicos y sensores, dos robots se activaban al detectar movimiento pero respondiendo de forma diferida. El espectador nunca podría calcular qué movimiento provocaría la reacción o mirada de esta criatura que con sus “ojos” azules atravesaba hasta el alma. Más allá del vocabulario que inunda las discusiones sobre el papel de la cultura en el México contemporáneo, parece que lo obligado ante una obra así sería preguntar sobre la función social de la pieza de Palma: ¿radica ésta en la inclusión de una cosmovisión?, ¿de una identidad?, ¿de una comunidad? Los nahuales juegan con nosotros. Si bien la obra irrumpe con una invocación de formas, figuras y materiales asociados a lo “indígena”, su ser tecnológico boicotea cualquier representación de lo originario basado en un arte “autóctono”. La obra, en su investidura, cuestiona problemas de representación de lo indígena; presenta una crítica sobre la dicotomía entre alta y baja cultura, y problematiza el límite de lo humano y lo no humano. Su función social está justamente ahí, en abrir una conversación.

Fernando Palma Rodríguez, Los nahuales, 2017. Cortesía del artista y Gaga, Ciudad de México y Los Ángeles

II

Entre 1935 y 1938 Walter Benjamin escribió el famoso texto “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. En él decretaba que ante el aniquilamiento del “aura” la función del arte sólo podía ser social. El aura refiere de manera más concreta a los valores heredados de la tradición —genialidad, originalidad, unicidad— que no pueden mantenerse en la obra de arte bajo formas de producción que desligan el aquí y ahora del culto y del ritual. Bajo el análisis de Benjamin, el peligro de no asumir esta nueva función del arte es la “estetización de la política” que proponía —y quizá sigue haciéndolo en sus nuevos advenimientos— el fascismo. Es decir, afirmar los valores de una función cultural del arte en un sistema de aparatos que no pueden responder al ritual pero que, al forzar los dispositivos en la figura del dictador o de la estrella, propician la movilización de masas en una dirección que los mantiene en unas condiciones de opresión y sometimiento bajo las formas de la propiedad. Referir a Benjamin puede ser obvio, pero el argumento permite insistir en que el arte no es algo dado de una vez y para siempre sino algo histórico en continua transformación. Ni sus objetos ni sus funciones han sido siempre los mismos. El arte depende de regímenes de aparición —han sido muchos y es de suponer que se generarán nuevos— donde los objetos y las relaciones que se establecen con ellos plantean formas específicas de experiencia.

III

En el régimen estético, paradigma de la experiencia de la modernidad, la función del arte tiene que ver con abrir un campo de intersubjetividad. Lo que supone el objeto es la posibilidad de la comunicabilidad de una reflexión entre iguales. El diagrama de esta operación está descrito en Kant, quien esboza en el juicio de gusto una operación que no se establece bajo ningún concepto. El libre juego de la imaginación no tiene otro sentido al que apelar más que al de una comunidad. Así, el gusto es el vínculo que constituye una sociedad. Esta comunicabilidad, como lo ha apuntado Hannah Arendt, es la condición sine qua non de la existencia del arte y constituye el momento de lo “común”. No hay bello “para mí”, lo bello existe en tanto que reflexión pública. Evidentemente el programa estético de la Ilustración se centraba en la idea del objeto “bello”. Sin embargo, si uno pone atención en la Crítica del discernimiento, texto donde Kant expone sus planteamientos sobre el juicio de gusto, no parece importarle mucho lo que la obra de arte sea en sí misma. En vano cualquier lectora o lector intentará encontrar una definición del arte ahí, ya que lo sustancial de la experiencia con ésta, para el pensador de Königsberg, radicaba en la producción de pensamiento común y comunicable. A Kant, en relación con la cosa bella, le importa lo que hacemos con ella al enjuiciarla en tanto comunidad de adhesión. En ese sentido, lo que perduró en el régimen estético del arte fue la utopía de la comunicabilidad, de lo común, de lo público, y la demanda de lo bello fue cediendo a la existencia de objetos y materiales que ampliaban la propia noción de arte sin con ello transformar su función. Por eso el arte, bajo este paradigma, puede ser cualquier cosa. Un mingitorio, un monocromo en bastidor, un objeto de una cultura antigua y ajena a este modelo, una caja de detergente, unas lechugas en descomposición o una reunión entre personas que no se conocen para comer una sopa. La delimitación de los objetos para este régimen de aparición es indeterminado y es bajo esa condición que se cumple su función: poder provocar una comunicación intersubjetiva sin importar las formas, los medios o las características que éstos pueden tener. Potencialmente, en el régimen estético, cualquier objeto —o hasta su desaparición— puede ser arte y su importancia radica en lo que abre.

IV

La utopía estética, como la describe Terry Eagleton, bosqueja una comunidad de sujetos unidos por la propia estructura de su ser y promueve una unidad íntima y sin constricciones entre ciudadanos a partir de su más profunda subjetividad. De la mano de esta utopía está la expectativa política del arte. Que el arte tenga una función social ha abierto la posibilidad de su politicidad. Esta cuestión ha estado orbitando el campo del arte y la cultura desde hace más de 200 años. Desde Schiller, y de manera contundente en Saint-Simon, se define ya una función política del arte bajo la noción de vanguardia. Para el teórico social, el arte debe encabezar, con científicos e ingenieros, la transformación social. El papel político que emerge de la función social ha permanecido en litigio y durante todo el siglo XX no se ha dejado de cuestionar: ¿El arte es político por su autonomía?, ¿por su servicio a un proyecto revolucionario?, ¿por sus condiciones de producción?, ¿por el efecto que promueve en las masas?, ¿por su accesibilidad?, ¿por la posición de su autor en la lucha de clases?, ¿por la tendencia política de una obra?

Néstor Jiménez, Ex ruta 100, 2019. Cortesía del artista

Si bien se han presentado múltiples respuestas y experimentaciones que han abierto posibilidades de acción y de sentido, lo que queda claro es que lo que está en juego aquí no es sólo una función del arte sino también una definición de la política. En el tiempo en el que vivimos, la política parece estar mejor definida por un trabajo de muerte y de despojo. Bajo los marcos de una economía neoliberal Estados y gobiernos se adelgazan y delegan sus responsabilidades a instituciones privadas, empresas, agentes y todo tipo de fuerzas y organizaciones ilegales. En este espacio disminuido de lo público, el arte ha supuesto una función sustitutiva. Como expone el filósofo Jacques Rancière:

Todo sucede, en efecto, como si el estrechamiento del espacio público y la desaparición de la imaginación política en la era del consenso les diera a las mini manifestaciones de los artistas, a sus colecciones de objetos y de rastros, a sus dispositivos de interacción, provocaciones in situ y demás, una función política sustitutiva. Saber si estos “sustitutos” pueden recomponer espacios políticos o si deben conformarse con parodiarlos es seguramente una de las cuestiones del presente.1

Quizá Rancière se equivoque y no es que el arte se presente como sustituto de la política sino que, por momentos, ha devenido la política misma. Tanto como instrumento del Estado como su contrafuerza más contundente.

V

En el cambio de régimen anunciado, el gobierno mexicano sugiere cambiar de eje en lo relativo a la cultura. Con programas inéditos propone transformar a las audiencias en agentes culturales y conformar así “una cultura para la paz y la convivencia”. Las estrategias para la transformación de los entornos sociales se basan en un diagnóstico que cruza índices de pobreza y violencia. No es nuevo en nuestro país el uso de la cultura, y en específico del arte, para organizar y materializar proyectos políticos de Estado. Ya en los años treinta el arte (pensemos en el muralismo) fue un vehículo para la invención de una identidad nacional, de un proyecto de “renovación” racial donde se pudiera conjurar el enlace con comunidades que habían sido sistemáticamente excluidas de la representación de “lo mexicano”. La función social del arte se utilizaba como instrumento pedagógico e ideológico para levantar un proyecto nacional. Lo hacía desde un horizonte en el que se creía que la imagen podía convocar una identidad y vehicular un pasado hacia un futuro en construcción. En este modelo, había una utilización de la función social del arte —su comunidad de adhesión— por parte del Estado. Hoy se promueve una función diferente. La utopía de que el arte cambie o sea el vehículo para la transformación social del país. Un país todavía en guerra con índices devastadores de desigualdad económica, de asesinatos, de desaparición forzada, de feminicidios, de pedofilia, de violación a derechos civiles y humanos de migrantes. Para los que hemos defendido el papel político del arte, la propuesta de que el pueblo sea el agente de la transformación social suena prometedor, pero hay algo que chirría. Que el Estado promueva el acceso igualitario al arte, que otorgue apoyos económicos para la producción descentralizada, que busque canales de inclusión en prácticas y tradiciones y apoye una noción robusta y disidente de cultura son parte de las funciones que demandamos. Sin embargo, lo preocupante de la formulación contemporánea, tanto de derecha como de izquierda, es que con la utilización de la “función social” del arte el Estado mismo pareciera designar a su sustituto. El arte se convierte en el gran instrumento para garantizar la paz social, crear trabajos, menguar las condiciones de desigualdad económica, favorecer la inclusión de comunidades y luchar contra las condiciones —económicas, sociales y políticas— de la violencia. ¿No son ésas las funciones del Estado?

VI

La función social del arte se cumple en proyectos tan distantes como los nahuales de Palma o la Seated Ballerina de Jeff Koons que se presentó en la exposición “Apariencia desnuda: el deseo y el objeto en la obra de Marcel Duchamp y Jeff Koons, aun” en el Museo Jumex. Su función, si la leemos desde los regímenes de aparición, no está ni en la calidad de la obra ni en la posibilidad política que abre, o cierra, según el caso. Lo que garantiza dicha función del arte es la fuerza de la cultura, que no tiene que ver con políticas gubernamentales sino con la intersubjetividad no consensada ni determinada por el Estado. La cultura es quizás el espacio de resistencia más importante que nos heredó la modernidad, en ella radica una comunidad que no puede ser coercitiva. La defensa de una función social no determinada, diagramada o instrumentalizada por el Estado radica en sus posibilidades de emancipación. Éstas quizá no se realicen, pero entregarlas sería perder la trinchera desde donde estamos dando la batalla. En los gestos —contradictorios en muchos casos, pues al tiempo que fomenta un programa de Cultura Comunitaria también promueve la creación en la Ciudad de México de una sede externa del Centro Pompidou— hay una voluntad de incorporar reclamos sobre el lugar privilegiado y elitista que supone en muchos casos el arte y eso es importante. Sin embargo, abrir a condiciones más equitativas no debería confundirse con hacerse sustituible por una función del arte que hasta ahora ha operado como contrapoder. Aun en el caso de que la transformación que la 4T promete sea alcanzada —algunos no hemos perdido totalmente la esperanza— la operación de delegar el trabajo del Estado en el arte sienta un precedente que podría ser desastroso para el futuro. Si el arte, por su propia función, puede abrirse a la política, no puede ser como sustituto designado por el Estado y diagramado por él. Aparece como imaginación colectiva, como fuerza que irrumpe, como trabajo de disenso para que aparezca un reclamo, una fisura, un ideal común, una serie de sujetos políticos que fuerzan un nuevo reparto o pacto de aparición. Irrumpe como pintas en el Ángel de la Independencia, donde cientos de mujeres se manifestaron tanto pacífica como violentamente para exigir justicia frente a los últimos casos de violaciones por parte de elementos de la policía de la Ciudad de México; emerge en el antimonumento que se mantiene en la avenida Reforma para señalar la omisión del Estado en esclarecer la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos; aparece en unos nahuales robóticos que generan una obstrucción a la promesa de futuro, sueño de la modernidad, al boicotear toda mistificación utópica de la tecnología.

El antimonumento a los 43 normalistas desaparecidos de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Fotografía de Mario Adalid, 2017. BY-SA

En vez de guiarnos hacia el porvenir, los nahuales de Palma parecen decir: “por la noche no mires las estrellas, mira lo oscuro que hay entre ellas y entonces sabrás que estamos en lo más profundo de un agujero”.2

*

Como lo hemos descrito, la función social del arte es una consecuencia de un régimen especifico de aparición. Éste es el resultado de una modernidad impuesta con violencia sobre el mundo y, si bien ha generado momentos de iluminación, no podemos dejar de considerar también la oscuridad en la que nos ha dejado. Quizás el gesto radical estaría en pensar en otras funciones del arte. En buscar en otros archivos cómo éste ha aparecido: qué objetos ha encarnado y qué relaciones y experiencias ha provocado. Quizá la posibilidad de una diversidad cultural radica en poder explorar esas otras funciones que habitan en narrativas no dominantes. En plasmar de manera contundente que las funciones son históricas y que éstas cambian abriendo y posibilitando otras experiencias del mundo y de nosotros mismos. La defensa de la función social del arte radica en su fuerza como potencia emancipadora. Pero, tal vez, si imaginamos una política más allá de una comunidad —humana— de iguales, otra cosa pueda aparecer. Quizá las perspectivas apocalípticas que se avecinan obligan a formular una experiencia no humana en la que desaparezca la distinción entre sujetos y objetos, ahí el arte tendrá otra función. Quizás, entonces, no haya que defender su función social. Mientras tanto, seguimos.



Escucha el Bonus track de Helena Chávez Mac Gregor, con Fernando Clavijo

Imagen de portada: Fernando Palma Rodríguez, Los nahuales, 2017. Cortesía del artista y Gaga, Ciudad de México y Los Ángeles

  1. Jacques Rancière, El malestar en la estética, Capital intelectual, Buenos Aires, 2011, p. 78. 

  2. En conversación con Fernando Palma.