Jehová me cuenta chistes todavía

Risa / dossier / Octubre de 2020

Jorge Comensal

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Hay pocas actividades tan incómodas como masturbarse mientras un dios irascible te observa desde su trono. Me pasaba con frecuencia en la pubertad. No se trataba de cualquier dios voyerista, sino del mismísimo Jehová o Yahvé, Adonai Sebaot: el Señor de los Ejércitos. Si este caudillo celestial hizo morir a Onán por practicar el coitus interruptus con su cuñada (Génesis 38:9), ¿qué no le haría a un muchacho de Naucalpan como yo, onanista en el sentido más corrupto de la palabra? Poluto y reincidente, yo clamaba de profundis: “¡escúchame, Señor! Que tus oídos atiendan la voz de mis súplicas. Si consideras nuestras culpas, Señor, ¿quién resistirá?”1 A los quince años comencé a leer la Biblia en busca de consuelo (mi madre acababa de fallecer) y de mejorar mis perspectivas de salvación (obstruida por el susodicho onanismo). En vez de lo anterior encontré una mitología violenta e incoherente, a ratos muy poética, salpicada de comedia involuntaria. El Antiguo Testamento me parecía mucho más gracioso que el Nuevo, sobre todo gracias a las ocurrencias de Jehová en el Pentateuco. ¿Era pecado reírme de lo que pasaba en la Biblia? ¿Estaba perdido? ¿Qué sería peor: el manoseo genital o la lectura irreverente de las Sagradas Escrituras? El comienzo de mis estudios bíblicos coincide con el periodo más oscuro de mi vida: la época en que formé parte de una mafia de whitexicans liderada por un sacerdote pederasta, drogadicto, bígamo y michoacano: el infame Marcial Maciel. Como ya mencioné (lo repito con el fin de apelar a la misericordia lectora), acababa de perder a mi madre. Cuando los Legionarios de Cristo detectaron el olor a huérfano fresco en el colegio, me cayeron encima como zopilotes hambrientos. Actuaban en pareja: uno de ellos era un italiano muy joven y el otro era un español maduro (éste le aclaró una vez a la maestra de literatura que La Mancha del Quijote no era una tierra fantástica, sino la provincia 100 por ciento verdadera de donde había salido el queso manchego). Este par de sacerdotes llegaba a la escuela en su BMW de lujo y rondaba por los pasillos en busca de pecadores susceptibles de ser reclutados por el Regnum Christi, brazo secular de la Legión.

Alberto Durero, Juan el Evangelista devora el libro, 1498. Imagen de dominio público

Después de varias pláticas me invitaron a su guarida en Ciudad Satélite. A lo largo de un año asistí en ese lugar a ejercicios espirituales, retiros de silencio y seminarios de entrenamiento para las Megamisiones de Semana Santa, en las que un ejército de adolescentes privilegiados juega a evangelizar comunidades paupérrimas del país. En el autobús cantábamos el himno “Alma misionera”:

Llévame donde los hombres necesiten Tus [sic] palabras, necesiten Tus [sic] ganas de vivir, donde falte la esperanza, donde falte la alegría simplemente por no saber de Ti [sic].

Me asignaron a una localidad serrana de Puebla en donde no había agua potable, calles asfaltadas, escuela pública ni servicios de salud. Al parecer les faltaba esperanza y alegría simplemente por no saber de Dios. Como no teníamos mucha preparación apostólica, nuestra función principal era parecida a la de los encuestadores del Inegi: preguntábamos a las personas si estaban casadas por la Iglesia y si ya habían bautizado a sus hijos. Si no lo habían hecho, nos tocaba recordarles que vivían en pecado y que, de acuerdo con Jesús mismo, el día del Juicio Final los ángeles “los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mateo 13:42). Si no querían que los dientes les rechinaran eternamente, debían correr a la parroquia para jurarse amor eterno y remojar a sus criaturas bastardas en agua bendita. A pesar de la evidente inmadurez de los misioneros, algunas personas (sobre todo las mujeres más devotas) aprovechaban nuestra visita para desahogar sus penas: maridos alcohólicos, golpizas, violaciones, deudas, enfermedades. Abrumado por esas confidencias lacerantes, no tenía más remedio que exhortarlas a rezar y ser pacientes. Dios Padre las premiaría por soportar a sus padres, maridos y hermanos. Una noche, andando con un par de colegas por una vereda oscura, oímos venir corriendo a varios niños. Gritaban con terror que unos perros rabiosos los estaban persiguiendo, así que emprendimos la carrera con ellos, huyendo despavoridos de la jauría. Al cabo de cien metros empecé a aflojar el paso, exhausto y resignado a morir como mártir, destrozado por las fieras como los cristianos primitivos en el Coliseo romano. Pero en vez de ladridos escuché carcajadas. Los niños nos habían engañado para divertirse. Debido a mi papel apostólico, sólo pude insultarlos con vocabulario de película doblada al español: “¡Zoquetes! ¡Canallas! ¡Bribones!”. En medio de tanta oscuridad, su risa era luminosa.

Autor desconocido, La circuncisión, ca. 1460-1470. Imagen de dominio público

De vuelta en Naucalpan comencé a sentirme cómplice de aquella miseria. ¿Por qué incitábamos a las mujeres a sufrir en vez de divorciarse, a tener los hijos que Dios les mandara y no los que ellas quisieran? En mi familia también prevalecía la degradación alcohólica y la violencia machista, pero al menos mi padre caía inconsciente sobre una alfombra y no sobre un piso de tierra. Aparte de darles un motivo para reírse, ¿qué había hecho yo por esas personas? ¿Y qué iba a hacer a partir de ese momento, aparte de masturbarme? Lo mismo que hacía todas las noches: leer la Biblia. No tardé en notar que algo andaba mal: en vez de sabios, profundos y sagrados, aquellos textos me parecían inverosímiles, atroces o risibles (muchas veces eran las tres cosas a la vez). En el Génesis (19:30-38), por ejemplo, las hijas de Lot emborrachan a su papá para que copule con ellas y las embarace. Esto es inverosímil y atroz, pero no gracioso. Números (22:21-29) nos presenta a una burra parlante (el asna que le reclama a Balaam por haberla azotado), lo cual es gracioso e inverosímil, pero no atroz. Mi caso predilecto de gracia inverosímil sin horror es la tormenta de codornices que Jehová hace caer en el desierto. Fue durante el largo peregrinaje del pueblo elegido en busca de la tierra prometida. Moisés, harto de pastorear a sus compatriotas, le pregunta a Yahvé: “¿Es que yo soy la mamá de toda esta gente?” (Números 11:12). Siempre me ha sorprendido la familiaridad con la que se tratan Moisés y Jehová, como si fueran socios en vez de creador y criatura. Para calmar al fastidiado Moisés, Jehová le propone lo siguiente:

Reúneme a setenta ancianos de Israel, pero asegúrate de que sean jefes del pueblo [Jehová ya era elitista desde entonces]. Llévalos a la carpa del encuentro y que esperen allí contigo. Yo bajaré a hablar contigo y tomaré parte del Espíritu que está en ti y lo pondré en ellos. Así ellos compartirán contigo la carga que este pueblo representa para ti, de tal forma que no tengas que hacerte cargo de ellos tú solo. Después dile al pueblo: “Purifíquense para mañana, pues van a comer carne. Ustedes han llorado ante Jehová y han dicho: ‘¡Quién nos diera carne para comer! Estábamos mejor en Egipto’. Jehová les va a dar carne y ustedes van a comer carne. No comerán carne sólo un día, o dos, o cinco, o diez o veinte días, sino que comerán carne por todo un mes hasta que se les salga por la nariz y les provoque náuseas” (Núm. 11:16-20).

En otras palabras, Yahvé les dice: “¿Querían carne? Pues ahora van a embutirse, mal­agradecidos”. Al día siguiente, con su tradicional forma meteorológica de proceder:

El Señor hizo soplar un viento que trajo del mar bandadas de codornices que cayeron alrededor del campamento. Había codornices en una extensión de hasta un día de camino alrededor del campamento y a una altura de hasta casi un metro del suelo. La gente se levantó y recogió codornices todo el día, toda la noche y todo el día siguiente. El que menos recogió, recogió dos toneladas y distribuyeron las codornices por todo el campamento. No habían todavía comenzado a masticar la carne cuando Jehová se enojó con ellos y les envió una terrible enfermedad. Entonces ellos llamaron ese sitio Quibrot Hatavá [Tumbas de la Glotonería], porque allí enterraron a la gente que no pensaba sino en comer. (Núm. 11:31-34)

Aquí queda muy clara la irritabilidad divina que mencioné al principio: ¿para qué inundó el desierto de codornices si luego se iba a enojar porque se entusiasmaron comiéndolas? Los pudo haber dejado morir de hambre o volver a Egipto como querían, pero prefirió la salida efectista de realizar un milagro gastronómico y luego provocar una epidemia para aleccionarlos. Otro episodio inverosímil, cómico y atroz se encuentra en el segundo libro de los Reyes (2:23-24) e involucra a unos jóvenes que cometieron el pecado imperdonable de burlarse de Eliseo, un profeta calvo: “Y subiendo por el camino, salieron unos muchachos de la ciudad, y se burlaban de él, diciendo: ¡Calvo, sube! ¡Calvo, sube! Y mirando él atrás, los vio, y los maldijo en el nombre de Jehová. Y salieron dos osos del monte, y despedazaron de ellos a cuarenta y dos muchachos”. Con medidas contundentes como ésta, estoy seguro de que el bullying escolar no tardaría en desaparecer. Una de las prescripciones bíblicas más curiosas que conozco es la circuncisión —de hecho la conozco en carne propia—. Sin ella, Shalom Auslander no habría escrito sus memorias cómicas tituladas Lamentaciones de un prepucio. Sin ella, el rey Saúl no le habría pedido a David, a cambio de su hija, la dote más extravagante de la historia: “Lo único que el rey quiere es vengarse de sus enemigos, y como dote por su hija pide cien prepucios de filisteos” (Samuel 18:25-27), lo cual me hace gracia porque 1) no soy filisteo y 2) llevo treinta y tres años de vida sin prepucio y no me ha hecho tanta falta. David, que había matado miles de filisteos, era mucho más popular entre las mujeres que Saúl, quien sólo había matado cientos de filisteos. Corrompido por la envidia, “un espíritu maligno de parte de Dios tomó a Saúl, y desvariaba en su casa con transportes de profeta” (Samuel 18:7-10). ¿Y qué quería este espíritu maligno enviado por Jehová? Lo mismo que cualquier hombre envidioso: prepucios de filisteos.

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¿Qué decir del Nuevo Testamento? ¿Es tan cómico, sádico y descabellado como la primera parte de la Biblia? Me temo que no. Como no lograba recordar ningún pasaje de las Sagradas Escrituras en el que Jesús dijera, hiciera o reconociera algo gracioso, decidí preguntarle a Google sobre el asunto. Su respuesta fue un artículo titulado “La risa de Jesús”. Lo leí con detenimiento. Después de una serie de argumentos poco convincentes, el autor cierra de esta manera: “Así que, ¿Jesús reía? A partir de diversas líneas de inferencia racional y teológica, Jesús efectivamente sí reía”.2 Si uno tiene que recurrir a “diversas líneas de inferencia racional y teológica” para saber si alguien tenía sentido del humor, me temo que la conclusión racional es autoevidente: el Hijo del Hombre no habría podido ser comediante.3 Para mí, los pasajes más graciosos del Nuevo Testamento son tres: cuando le dio gastritis a Juan de Patmos, autor del Apocalipsis, por haberse comido un libro,4 cuando san Pablo mató de aburrimiento al macedonio Eutico y cuando el gobernador romano de Judea, aburrido por una de las mortíferas peroratas del mismo Pablo, lo calló diciéndole que leer tanto lo había vuelto loco. Una noche, camino de Siria, san Pablo se detuvo en Troas a predicar frente a un copioso auditorio.

Un joven llamado Eutico estaba sentado en una ventana. Pablo hablaba y a Eutico le dio mucho sueño hasta que se quedó dormido y se cayó por la ventana desde un tercer piso. Cuando fueron a levantarlo, ya estaba muerto. Pablo bajó a donde estaba Eutico, se arrodilló, lo abrazó y les dijo: “No se preocupen, está vivo”. Pablo subió de nuevo, partió el pan y comió, siguió hablando hasta el amanecer y después se fue (Hechos, 20:9-11).

Aparte de matarlo por haberse quedado dormido mientras hablaba su apóstol, el Jehová de antaño habría mandado unos osos para que desollaran el cadáver de Eutico y nunca pudiera volver a cerrar los ojos. Pero el Dios del Nuevo Testamento, ablandado por la experiencia de haber sido papá, resucita a Eutico sin aspavientos y deja que Pablo vuelva como si nada a perorar “hasta el amanecer”.

Dirk Jongman, El renacimiento de Eutico por Pablo, ca. 1705. Imagen de dominio público

Hoy en día, el pobre de Eutico es un ícono de la juventud distraída para ciertos pastores evangélicos. Recomiendo que, si tienen insomnio y quieren dormirse como Eutico, vean en YouTube el sermón llamado “Generación Eutico” del pastor Daniel Osegueda, un calvo que habla muy parecido al famoso Niño Predicador, que refutó con argumentos inapelables la teoría darwinista de la selección natural (“¡Yo no soy de la evolución! ¡Yo no soy pariente del mono!”, etcétera). Al principio de su sermón, mientras el Calvo Predicador lee en su iPad el pasaje sobre Eutico, una risa surgió espontánea e inmediatamente reprimida en la voz y la expresión del pastor, precisamente cuando la Palabra de Dios afirma que, después del descalabro y resurrección de Eutico, Pablo “siguió hablando hasta el amanecer”. Ese tropiezo burlón, que los invito a comprobar en los segundos 3:08-3:10 del video, me parece una prueba irrefutable de la comicidad del pasaje neotestamentario, pues hace reír incluso a un tipo que vive de tomarse en serio, demasiado en serio, la Palabra del Señor. Me encantaría desmenuzar aquí el sermón entero, pero temo que los lectores se me queden dormidos, por lo que sólo recomendaré que escuchen el minuto 12, donde el Calvo Predicador cuenta la historia supuestamente edificante de un oaxaqueño al que se le murieron trescientos marranos por el pecado de haber donado un porcino enfermo para que lo hicieran carnitas en la iglesia. ¡Aleluya!5 El caso de bullying imperial contra san Pablo también está registrado en Hechos de los apóstoles, capítulo 26, versículo 24, y fue la semilla de la que brotó un librito que publiqué hace tiempo: Yonquis de las letras, un verdadero worst seller de la comedia para bibliófilos. Como recordarán los lectores piadosos, Saulo de Tarso se convirtió en san Pablo camino de Damasco, después de una caída que probablemente le causó una contusión cerebral (Hechos 9:1-19). A partir de entonces se volvió un proselitista fanático. Un día, arrestado en Cesarea por sus actividades sediciosas, lo llevaron a declarar ante el rey Agripa y Festo Porcio, gobernador romano, por lo que Pablo se puso a recitar uno de sus soporíferos sermones; cuando empezó a desvariar sobre Cristo y la resurrección, Festo lo calló diciendo, en términos coloquiales: “Ya cállate, pinche Pablo, de tanto leer ya te volviste loco” (Hechos 26:24). Lo que en realidad dijo el funcionario romano es “φησιν Μαίνῃ, Παῦλε, τὰ πολλά σε γράμματα εἰς μανίαν περιτρέπει“. Si en vez de ver series en Netflix estudiaran griego helenístico por las noches, se estarían carcajeando en este momento. El chiste dice, literalmente, que el exceso de letras (ta polla se grammata) hacía que Pablo (Paule) se volteara de cabeza o trastornara por la manía (eis manian peritrepei). ¿Sigue sin parecerles hilarante? Tal vez entonces hace falta que, además de estudiar griego, lean la Biblia completa. Ese “exceso de letras” tal vez los trastorne tanto como a mí, que no dejo de encontrar pasajes humorísticos incluso en los libros más tediosos del Nuevo Testamento.

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Espero que a estas alturas no les sorprenda saber que, gracias a la lectura acuciosa de la Biblia y a la difusión de los crímenes de Marcial Maciel, no tardé en perder la fe y renegar de la Legión de Cristo. Por desgracia perdí la fe mucho antes que la virginidad; cuando por fin sucedió lo segundo —prueba de que sí existen los milagros— ya no sentía que Dios me estaba mirando, furioso por el despliegue prematrimonial de mi virilidad circuncidada. Jehová ya no me atisba cuando peco, pero a veces vuelve del pasado para contarme anécdotas graciosas. Supongo que lo hace porque ambos tenemos el sentido del humor un poco negro y anticuado, y porque sus creyentes le temen demasiado como para reírse de sus chistes. Hace mucho tiempo dejé de buscar respuestas espirituales en la Biblia, pero la sigo leyendo con frecuencia, siempre ansioso por llegar a algún pasaje absurdo, curioso y divertido. En medio de tanta muerte y sacrificio, castigo y profecía, hay motivos para la risa. Ya no creo que sea posible alcanzar la eternidad completa y paradisiaca, pero sigo creyendo, sobre todo cuando leo, que hay pedazos de ella regados por doquier.

Imagen de portada: Pieter Coecke van Aelst, San Pablo en Agripa, ca. 1529-1530. Imagen de dominio público

  1. Salmo 129; cito con modificaciones a partir de las traducciones bíblicas de Jerusalén, Reina-Valera, Vulgata y el Nuevo Testamento Trilingüe de la Biblioteca de Autores Cristianos. 

  2. Robert Velarde, “The Laughter of Jesus”, 2009, consultado en www.boundless.org el 31 de agosto de 2020. 

  3. Sus discípulos tampoco bromeaban con él; ni siquiera se lo albureaban cuando les decía, como a Tomás en Juan 20:27, que le metieran el dedo por el costado. 

  4. “Toma, y cómelo; te amargará el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel. Entonces tomé el librito de la mano del ángel, y lo comí; y era dulce en mi boca como la miel, pero cuando lo hube comido amargó mi vientre.” Apocalipsis, 10:9-10. 

  5. Bueno, unas cuantas perlas más: en el minuto 18:29 dice que “no quería tornar este mensaje en un mensaje expositivo, quería que fuera temático, pero se me está volteando para los estudiantes de hermenéutica y homilética”; en el 21:29, “Jesús caminaba de tal manera que las prostitutas se animaban y se atrevían a acercársele”; en 22:30 grita “¡Yo no ocupo una limpia! ¡A mí nadie me limpia más que la sangre de Cristo!”; y en 28:27 afirma que “Es demasiado rico lo que Lucas nos está diciendo aquí”. Disponible aquí