Top of the Pops

19 de noviembre de 2018

Utopías y distopías / multimedia / Noviembre de 2018

Antonio Ortuño

Leo que algunas personas festejan en las redes el dato, supongo que verídico, de que en este momento, y gracias al éxito de la película Bohemian Rhapsody, lo más escuchado en los sistemas masivos de entretenimiento mundiales como Spotify y Apple Music es Queen y no el omnipresente reguetón. No sé qué pensar al respecto. No me gusta el reguetón, desde luego, pero Queen tampoco ha sido la estrella polar de mi vida. Claro que, si tuviera que hacerlo, escogería oír a Queen, lo que fuera de Queen, antes que una pieza de reguetón, pero eso sucede porque soy yo, porque fui educado de cierta forma y tengo unos referentes culturales distintos a los de otros (y ellos a los míos, no se crea que soy único ni nada por el estilo). Me quedaría con Queen porque la música para bailar nunca me ha interesado en lo más mínimo y eso es el reguetón, a fin de cuentas. Y porque Mercury tenía una gran voz, sí, y porque las letras de Queen no es que sean poemas de Sylvia Plath, tampoco, pero al lado de las del reguetonero promedio lo parecen. Pero no voy a iniciar un debate por ello. No tengo ni ganas ni paciencia de encontrarle méritos al reguetón pero tampoco me urge que desaparezca. Puedo vivir sin él del mismo modo que los millones de personas que lo escuchan pueden vivir sin la música que para mí es indispensable (y que va de Borodin y Prokofiev a Social Distortion y PJ Harvey). Me puedo dar el lujo de ser indiferente. Otros no tienen esa posibilidad. Y aquí salgo del terreno estricto del reguetón y entro al del pop en general. El pop se nos impone en los oídos de un modo autoritario, sin duda. La radio y la televisión nos lo arrojan continuamente, tanto en las canciones payoleadas que programan una y otra vez, hasta que se vuelven realmente populares, como en los comerciales. Los bares, los comercios, los elevadores incluso, nos refriegan en la cara un cierto tipo de canciones y tonadas, que es apoyado por poderosos distribuidores. Las disqueras lloriquean por haber perdido el control de la música pero eso es un tema muy relativo. Vaya: ninguno de los cantantes que los medios masivos nos machacan son artistas independientes, libremente elegidos por los escuchas entre miles de opciones. Nada de eso. Son productos que tienen detrás de sí un diseño de imagen y de sonido muy claro, que proponen una estética muy particular y que persiguen objetivos económicos evidentes. Las disqueras perdieron el ingreso por ventas de música con el triunfo de los sistemas digitales y las descargas ilegales, sí, pero los productores y promotores tienen aún el mango de la sartén del negocio en las manos. Y ahora venden reguetón, del mismo modo que antes han vendido tecnopop, balada romántica, banda o lo que sea. No hay nada de malo, moralmente hablando, en gustar del pop. Cada época moderna ha tenido su variante a la mano, desde los valses hasta los revival en los que andamos metidos. Y cada estilo de música popular bajo el sol ha tenido sus quince minutos de fama y su sobreexplotación delirante y nos ha saturado hasta el hartazgo. Así que me parece que el festejo por el desplazamiento del reguetón del gusto general (que aún está por verse, porque Queen no va a quedarse ahí, de nuevo, toda la vida) es bastante prematuro. Algo semejante, de una u otra forma, nos será impuesto en su lugar. A menos, claro, que nos desconectemos del pop y pensemos en la música de otro modo. Y nos pongamos los audífonos y nos alejemos del autoritarismo auditivo en que vivimos. Pero ésa es una tonada distinta.

Imagen de portada: Rafael Barradas, The tango emoción de color. Escena de café. Multitud, 1913.