Gruñidos empáticos

Animales / crítica / Mayo de 2020

Nicolás Ruiz

 Leer pdf

Una mujer amamanta a un pequeño lechón. Un grupo de hombres mata a palos a cientos de cerdos adultos. Los cerdos, con el rostro perdido en la contemplación de una brutalidad repentina, se dejan matar. Casi no lloran. Algunos niños inflan las vejigas de los cerdos muertos y juegan con ellas. Los pequeños balones rebotan, alegres, sobre la tierra manchada de sangre y ceniza. Una mujer de la oligarquía hollywoodense llora en el entierro de su perro mientras otros hombres devoran a un cachorro hervido en Taipéi. Éstas son algunas de las imágenes intercaladas de Mondo Cane (1962), la película que dio nombre al género mondo y a toda un sarta de documentales trucados, considerados espectáculos vulgares y taquilleros, que mostraban lo grotesco y lo sorprendente de lejanas civilizaciones y de cercanas vivencias.

Mondo Cane abusa, conscientemente, de su capacidad de shock para atraer a los espectadores occidentales: quiere sacudirlos, quiere destantearlos, quiere mostrarles cómo tienen costumbres absurdas mientras los reconforta con su normalidad. Todo esto es ridículo, claro, pero lo de allá es peor. Las películas mondo, con todas sus grotescas exageraciones, son un lugar de encuentro y reflexión sobre la relación entre el hombre y los animales. Un viejo vínculo que empezó, desde los albores del cine, con la zoopraxografía de Eadweard Muybridge, que comenzó a cultivarse en los primeros documentales etnológicos (como en Nanook of the North de 1922) y continúa, hasta nuestros días, en el vasto mundo de los documentales de naturaleza, los cuales siguen reproduciéndose como conejos en las fértiles llanuras de Netflix.

Las películas mondo son criticables desde muchas perspectivas —éticas, políticas, sociales, etcétera— y, sin embargo, siguen siendo el pilar de muchos filmes elaborados con las mejores intenciones. Documentales como Blackfish, The Grove o Rotten no dudan en hacer uso de un espectáculo violento, sangriento y grotesco para demostrar el horror del impacto humano sobre la naturaleza.

Son documentales con una mira ecológica y una firme convicción ideológica que, por lo mismo, utilizan medios de manipulación visual para transmitir un mensaje que consideran justo. El principio es el mismo, aunque el fin difiera. En Mondo Cane, sin embargo, hay otro legado, uno que pasa más por el documental etnológico y que atraviesa una tradición poética en el cine. Entre sus horrores reconozco el extraño balance de la dependencia humana hacia el mundo animal. En el penduleo entre lo propio y lo extraño, queriendo o sin querer, Mondo Cane pone sobre la mesa la relación necesaria entre el hombre y los animales. Una relación que, muchas veces, los documentales ecologistas obvian en su afán de convencer por medio del horror. De Mondo Cane vino, tal vez, la idea de un documental sobre la dependencia afectiva de una sociedad hacia los animales domésticos; un documental que pone en juego la relación utilitaria de los hombres frente a cualquier ser vivo. Gates of Heaven (1978), el primer proyecto del legendario Errol Morris, empieza narrando la disputa entre un hombre bienintencionado que quiere construir un cementerio de mascotas y un industrial cínico que defiende el procesamiento de grasa, tejido y huesos animales para fines comerciales.

En esa disputa Morris entreteje una dependencia que recuerda a los ancestros de Nanook —los inuits que aprovechaban todo en los animales que los rodeaban (la grasa de las morsas, la fuerza de los perros, las pieles de las focas)— con la dependencia afectiva de las mascotas entre sexagenarios abandonados por sus hijos. La idea de Morris es impactante porque no deja de mostrar lo grotesco en ambas dependencias. Y no deja de subrayar, tampoco, que una planta de procesamiento industrial de desechos animales y un cementerio de mascotas lucran con la misma materia. De una manera mucho más sutil y brutal vemos la misma lógica en el hermosísimo documental Honeyland (2019) de Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov.

En esta cinta encontramos a una solitaria apicultora en Macedonia del Norte y una relación vital entre ella y sus abejas que trasciende lo afectivo. Se trata de un fino balance entre lo que toma de ellas y lo que les deja, uno que la avaricia de un vecino finalmente arruina. En esta relación vital, el aislamiento de la granjera recuerda vínculos fundamentales, casi míticos: un lobo acecha en la noche, las temporadas invernales amenazan, las abejas la necesitan y ella las necesita a ellas. Las mismas relaciones míticas se observan en las necesidades de los pueblos nómadas de la frontera entre Nigeria y Mali y los leones de la sabana; tal como lo retrata La Chasse au lion à l’arc (1967) de Jean Rouch existe un respeto profundo entre hombres y animales.

Los niños del pueblo peul necesitan el rugido de los leones para dormir por la noche; los ganaderos nómadas necesitan que los leones se coman a las vacas enfermas antes de que contagien al rebaño; los cazadores necesitan buscar a los leones que rompen la tregua, que se vuelven sanguinarios, para probar su valor, ganar sustento y respeto y vender amuletos al sur del país. En ese equilibrio, en esa interdependencia entre hombres y animales se tejen los relatos míticos de los cazadores y se mantiene, por el hilo de una narración ancestral, la cordura del mundo. Los hombres luchan contra los elementos, empujan a una vaca en el fango, cargan a un borrego para cruzar un río exaltado, apuran al ganado en un túnel perseguidos por camioneros ansiosos. The Seasons (1975), la obra maestra de Artavazd Peleshian exquisitamente filmada por Mijaíl Vartanov, recorta escenas de la vida rural armenia siempre en relación con los animales.

Un pastor montado en un caballo se abriga con lana mientras carga a un perro que le gruñe a las ovejas que debajo pastan. Todo ahí es animal y humano. El animal se borra entre las aguas agitadas del río. En el lodo, el cuero del hombre y el cuero de la vaca se confunden. La vida de los hombres aquí depende absolutamente de los animales. La vida de los hombres aquí, como la de los animales, depende del capricho de las estaciones. Por otra parte, en las cinco tomas largas que Abbas Kiarostami dedica a Yasujiro Ozu en Five (2003) vemos un pedazo de madera que la marea empuja, personas pasando, conversando y ejercitándose frente al mar, una parvada de patos que camina apurada de un lado al otro de la playa, una jauría de perros que observa el sol sobre la arena y la Luna que se refleja en el agua mientras la intensa vida de grillos y sapos resuena en el fondo.

En estas tomas lo humano, lo natural, lo incidental y lo animal se confunden en un juego entre realidad y ficción, entre lo planeado y lo que acontece. En este juego también se establece la dependencia entre los animales en pantalla, los animales recreados con sonido y el ojo humano que los dirige, en un cuadro, desde la cámara. Estos documentales parecen una plegaria. El hombre, tras una cámara, quiere dar sentido, marco, espacio, a sujetos que no se dejan dirigir, que tienen una intensa vida propia, que cumplen otros caprichos. Sujetos humanos, sujetos animales, que viven en un universo ajeno en el que nos podemos inscribir. Todo en estos documentales me habla de vivencias que recreo, con mis mascotas o con mi relación en el mundo. Pero me habla también de un universo que desconozco, de balances que se perdieron, de íntimas relaciones necesarias, entre hombres y animales, que ya olvidamos. En ellos se establece una relación intensa, de interdependencia, entre nosotros y el documental, entre los sujetos del documental y el mundo que los rodea, entre nuestro devenir como humanos y el vasto recuerdo de otras relaciones con la naturaleza. Los documentales que se olvidan de esta relación hacen uso de los animales para demostrar un punto. Estos documentales ecológicos cometen un pecado plagado de buenas intenciones: al usar a los animales sin entender, con ellos, la conexión que se pone en juego al filmarlos, desestiman una igualdad posible. Sin quererlo, los documentales que vuelven espectacular la violencia contra los animales cometen el mismo pecado que las películas mondo: al mostrar lo grotesco del poder humano le otorgan demasiado poder a lo humano. De ahí que me parezcan interesantes las películas que vuelven compleja nuestra vivencia de lo animal, que encuentran zonas grises, que no subrayan el poder infatuado del hombre sobre el resto de las especies. Pensar en el hombre como la cúspide de una pirámide, aunque sea en el breve momento de la denuncia, es olvidar que somos parte de una frágil convivencia. En el vínculo poderoso que retratan ciertos documentales encuentro esa evidencia y la esperanza empática de una vivencia más rica del mundo. El documental de animales, más que una denuncia, puede ser un recordatorio: alguna vez, en tiempos mejores, toda esta abundancia fue compartida.

Imagen de portada: Fotograma de Abbas Kiarostami, Five, 2003