Los zombis y Proudhon

Propiedad / dossier / Enero de 2018

Gabriela Alemán

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El método del Ophiocordyceps unilateralis es perfecto. Prospera únicamente en climas cálidos, húmedos en exceso y en un determinado lugar a gran distancia del suelo. Como es un hongo, le resulta imposible llegar por sí mismo a esa ubicación exacta y, por eso, a lo largo de millones de años se ha especializado en colonizar un tipo específico de hormiga, la Camponotus leonardi, que vive en las selvas tropicales del mundo. Esto es lo que hace: una de sus esporas infecta a la hormiga (que vive en las ramas altas de los árboles), una vez dentro se apodera del cerebro de su huésped y lo manipula para que descienda a aproximadamente veinticinco centímetros del suelo y lo obliga a morder (imaginen los colmillos de Drácula, imaginen la mandíbula sellada de un pitbull que ataca) la vena de una hoja y, sólo entonces, termina de consumirla por dentro. El hongo crece dentro del territorio invadido —la carcasa del cuerpo de la hormiga— hasta que un primer hilo irrumpe por la cabeza del insecto y alcanza dos veces su tamaño; una vez maduro, suelta sus esporas al viento. Como el mandato del invasor fue colocarse en la parte norte del interior de la hoja, el viento impulsa las esporas hacia las copas de los árboles donde viven otras C. leonardi, ignorantes aún de su posible destino zombi. El O. unilateralis no es el único parásito invasor. Varias docenas de ellos prosperan porque desconocen el sentido de la propiedad privada; porque, para ellos, la consigna es invadir o morir. No serán los dueños del organismo que ocupan, pero sí los que lo usufructúan. El hongo Cordyceps es el parásito por excelencia, con cuatrocientas especies en su género, todas ellas invasoras de cuerpos ajenos. Su vida depende de colonizar otro cuerpo, y antes de morir debe regar sus esporas para repetir el ciclo. Un parásito es un parásito es un parásito. El Cordyceps ignota, por ejemplo, infecta a las tarántulas. Sus esporas minan el cuerpo invadido y, al crecer, lo atraviesan. Surgen entonces unos hilos gruesos y sinuosos de color naranja y blanco a lo largo de la —ahora— carcasa de la araña. El resultado es espectacular. Asesinos, sí, pero estetas también.

Cordyceps ignota

Los hongos, sin embargo, no son los únicos parásitos. También los hay insectos. Insectos que se apoderan de otros insectos. Una araña, la Plesiometa argyra, es el hogar ideal de una avispa parásita, la Hymenoepimecis argyraphaga, que pone sus huevos dentro del abdomen de la araña. Cuando las larvas crecen y están a punto de emerger del cálido hogar que ha ofrecido a la fuerza la P. argyra, ésta es obligada a tejer una red muy singular. No es la usual telaraña amplia y simétrica sino una perfecta para que las vulnerables larvas de la avispa sean sostenidas en una especie de capullo mientras terminan de digerir las entrañas de su otrora huésped. Una lombriz solitaria, la Leucochloridium paradoxum, es uno de los parásitos más sofisticados de la naturaleza. Para cumplir su ciclo, necesita de una combinación de hogares. Primero manipula el cerebro de su anfitrión inicial, un caracol huidizo con preferencias por la sombra, para invadirlo de tal manera que —sin matarlo— pueda trepar por sus tentáculos: hinchándolos y moviéndolos, imitando a los insectos por los que las aves de los alrededores sienten predilección. Luego obliga al caracol a avanzar hacia la luz. Bajo el sol, sus tentáculos son fácil presa para esos pájaros. Las aves, al digerir el manjar infectado, soltarán su excremento sobre el suelo para contaminar a otro caracol. Y así: una y otra y otra vez. La L. paradoxum, para sobrevivir, debe avanzar hacia la destrucción del otro. Si bien su alianza con los pájaros no los pone en peligro, ambos son culpables de confabular contra el caracol. Si la naturaleza supiera de culpas, claro.

Leucochloridium paradoxum

Pero no hay que buscar a los parásitos demasiado lejos, pues conviven con nuestras mascotas más queridas. Los gatos domésticos, Felis catus, han seguido a los seres humanos en sus viajes por el mundo desde que el gato salvaje de Oriente Medio se convirtió en el gato que ahora acurrucamos y mimamos (hace aproximadamente 9,500 años). El Felis catus se expandió por Europa con la conquista romana y llegó a China siguiendo las caravanas de la ruta de la seda hace dos mil años; a través de las rutas comerciales, en el siglo XVII, navegó por el Pacífico en barcos infestados de ratas como miembros importantes de la tripulación. Al empezar el siglo XVIII ya estaban en todas las islas del Pacífico donde crecían y se multiplicaban. En 1866 Mark Twain describía su abundancia en Hawái de la siguiente manera: “compañías de gatos, regimientos de gatos, ejércitos de gatos, multitud de gatos, millones de gatos”. En otros barcos llegaron a América. Esas inocentes mascotas albergan en sus estómagos uno de los parásitos más dañinos para las especies nativas de todos los continentes. El protozoo Toxoplasma gondii, que sólo se puede reproducir dentro de ellos, pues son el único huésped que reúne todas las condiciones para su supervivencia y reproducción sexual. El T. gondii, sin embargo, para cumplir su ciclo de vida, necesita de un segundo huésped. Y éste no es otro que la rata (y, a veces, en el campo, la oveja, la vaca o el chancho). Una vez que el T. gondii entra en el cuerpo del roedor, invade su cerebro y manipula de alguna manera su tiroides, centro de sus emociones, para lograr que pierda el miedo a los gatos y se sienta sexualmente atraído por ellos. Piénselo: el ratón busca al gato. Su cerebro, convertido en papilla zombi, hace que marche hacia su muerte. Veamos cómo funciona: los científicos todavía no tienen demasiado claro cómo la toxoplasmosis (la enfermedad derivada de la invasión de los T. gondii) cambia el cerebro de las ratas, aunque encontraron que las regiones del cerebro que gobiernan el miedo se paralizan ante su presencia. Se sabe que alguna hormona o químico obliga a las ratas a actuar contra ellas mismas, aunque todavía se desconozca el mecanismo exacto que las lleva a ello. También descubrieron, para su sorpresa, que inexplicablemente el parásito intervenía sobre la excitación sexual del roedor. Y, así, por primera vez, con base científica, encontraron que el espectro del miedo y la atracción están unidos íntimamente. El terror y la atracción alimentándose uno del otro, vaya novedad. Estos “malos” procedimientos parasitarios alimentan las metáforas que algunos pensadores sociales utilizan para representar al capitalismo. Para que el parásito sobreviva, tiene que alimentarse de un organismo sano y no explotado; al hacerlo perjudica a su huésped y destruye sus posibilidades de sobrevivir. Así como el parásito, dice Zygmunt Bauman, el capitalismo explora continuamente la manera de llegar a nuevos recursos, lucrar con ellos y seguir alimentando el sistema. La misma analogía sostiene el imaginario zombi, tan usada por la comunidad científica. El vocablo zombi nació en Haití, no ligado al vudú sino al trato inhumano que recibieron los hombres y mujeres esclavizados en los siglos XVII y XVIII cuando el país se llamaba Saint Domingue y era gobernado por Francia. El trato era tan brutal en las plantaciones de caña de azúcar que muchos de los esclavos prefirieron suicidarse antes que malvivir bajo esas condiciones. Los suicidas —subyugados y poseídos por la impronta colonial—, se pensaba, estarían condenados a vagar por toda la eternidad en Saint Domingue. Ya sin control sobre sus propios cuerpos, apenas carcasas, muertos-vivientes: zombis. Así como los parásitos destruyen a su huésped, el sistema colonial francés acabó con cientos de miles de seres humanos, esclavizándolos. El término ha ido mutando en el tiempo, tanto que ya no tiene una carga política. Ahora los zombis están ligados al apocalipsis; con tantas décadas de observación del modus operandi de los parásitos, era imposible que a alguien no se le ocurriera unirlos con los zombis para explicar el fin de los tiempos. El video juego The Last of Us, por ejemplo, lo hace. La explicación científica sobre el “virus” que convierte a humanos en zombis es ésta: las esporas de un Cordyceps han saltado de una especie a otra (piensen en la fiebre aviar o porcina) y, esta vez, han invadido a los humanos. Los contaminados/invadidos, así como las tarántulas o las hormigas, comienzan a “brotar” y, al morder a otro ser humano, lo contagian; cuando el ciclo del Cordyceps está por terminar, conduce a su huésped hacia un rincón oscuro donde muere, pero no antes de que sus esporas se dispersen para contaminar a otros individuos y desencadenar el fin de la humanidad. Aun cuando estas últimas visiones del parasitismo son apocalípticas, no todo en la naturaleza tiende a la destrucción. Al contrario. Existen, también, relaciones cercanas o de mutuo beneficio entre distintas especies. La simbiosis es la más común de las relaciones. Y nos abre un mundo nuevo de fauna fantástica… En la región amazónica, donde hay pocas fuentes de sodio para los insectos, las mariposas beben las lágrimas de las tortugas y las rodean con un halo multicolor; en el mar, el pez payaso —inmune al veneno de las anémonas— se protege de los depredadores entre ellas, mientras las actiniarias comen los restos que guarda el pez en su boca; el pájaro pluvial se alimenta de la comida que queda en los dientes de los cocodrilos del norte de África y entra a su hocico abierto sin que el reptil lo coma; el búfago de pico rojo vive sobre los rinocerontes, jirafas y cebras y se alimenta de las garrapatas y larvas de moscardón que sobreviven en sus lomos y les avisa con un silbido si hay algún peligro; el pez piloto nada junto a los tiburones y se alimenta de los parásitos que habitan sobre su piel, en ocasiones entra a su boca y, al igual que el pájaro pluvial, limpia de restos los dientes del predador.
Si el parasitismo sirve como metáfora del capitalismo, el mutualismo encuentra similitudes con la teoría económica propuesta por el anarquista Proudhon. Para el francés, la propiedad es un robo, pues se consigue con base en la explotación; por eso está a favor de la posesión si ésta es el resultado del uso legítimo de un objeto. Pierre-Joseph Proudhon quizá conocía las relaciones de mutualismo entre abejas, colibríes y flores y el efecto polinizador de las primeras al esparcir el polen de las plantas cuando ingieren el néctar que producen. Parasitismo, mutualismo, simbiosis, explotación y convivencia parecen guiar un patrón tanto en la naturaleza como en la civilización.

Imagen de portada: Ophiocordyceps unilateralis