Las virtudes del montón

Plantas / panóptico / Junio de 2022

Eugenio Fernández Vázquez

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No es cosa de ahora, sino de siempre. Incapaces de asir el mundo, de maravillarnos ante la totalidad, nos agarramos a una esquina, buscamos un asidero, una arruga por dónde empezar: elegimos a ciertos animales —los más bellos, los portentosos, los que esconden algún misterio— y los ponemos por encima de los demás. Eso, sin embargo, sirve de poco: los pilares del mundo, como muchos de sus desastres, se esconden sobre todo en lo gris y en lo ocre, en lo opaco, en lo que no tiene gracia, en criaturas como los erizos de mar, que lo mismo salvan los arrecifes que condenan a los bosques submarinos.

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Estrellas animales

Hace tiempo, antes de que Nietzsche proclamara la muerte de Dios, cuando el mundo entero parecía divino, los seres humanos hicimos de ciertos animales protagonistas privilegiados del devenir. En América convertimos en dioses al jaguar, la serpiente y el cóndor; en Asia divinizaron al elefante, la vaca y el tigre. Al mismo tiempo, en una práctica que ha sobrevivido mucho más que los dioses, convertimos a ciertas criaturas en nuestros espejos y complementos.

​ Un francés de vocación tan mexicana como Jean-Marie Gustave Le Clézio destaca de entre las notas de fray Bernardino de Sahagún el registro de animales-hechiceros, nahuales a medio camino entre lo humano y lo divino. Por su parte, Alfredo López Austin, asumido durante un tiempo como tlacuachólogo por las honduras alcanzadas por su conocimiento del marsupial, escribió que entre los mazatecos el tlacuache está al centro de una forma muy cotidiana de lo sobrenatural: “Es un viejo sabio y borracho” que conoce bien “los caminos que recorre el tiempo para llegar a la superficie de la tierra”.

Fotografía de Scott Webb, 2016. *Unsplash* Fotografía de Scott Webb, 2016. Unsplash

​ En estos tiempos tanto más terrenales y de­sacralizados, los seres humanos nos seguimos buscando en el mundo animal, como queriendo hallar en él remedio a nuestra soledad. Así nos hermanamos con la generosidad de la ballena, nos engañamos con la sonrisa del delfín, agradecemos la visita de la tortuga. También nos consolamos sin mucha razón pensando que nuestra maldad domina tanto sobre nosotros mismos como en nuestra relación con los animales. Exterminamos a los lobos de muchas latitudes para proteger a las caperucitas; combatimos a los tiburones y despreciamos a los arácnidos como si los odios que nos profesamos los unos a los otros nos los profesaran también ellos.

​ Incluso sin antropomorfizarlos del todo, reservamos nuestro cariño para apenas algunas especies: las más coloridas, las más grandes, las que encierran algún misterio, amén, claro, de las que llevan esa carga de divinidad de la que hablamos. Esto es así al grado de que estudios recientes han mostrado que hay pocas herramientas tan poderosas para la conservación como identificar una especie carismática, una “especie bandera” para movilizar a la sociedad. Sin esa estrella, el firmamento parece importarnos poco.

Vicios y virtudes de un lancero

La biodiversidad con la que compartimos el planeta, sin embargo, es mucho más complicada. La naturaleza está compuesta, sobre todo, por criaturas que nos son completamente ajenas, aunque indispensables; que nos hacen el mundo agreste, pero de las cuales dependemos y que, también, inadvertidamente pueden convertirse en terribles amenazas. Es lo que pasa con los erizos de mar.

​ A diferencia de los moluscos, con sus conchas nacaradas y sus espirales de belleza matemática, los erizos no brillan y se ven más bien como sombras agresivas, como ovillos de amenazas. “Flores armadas”, las llamó José Emilio Pacheco, con una generosidad que no parece correspondida por esa esfera de lanzas, mientras el poeta catalán Joan Margarit hizo a un espécimen de estos equinodermos confesar por su pluma:

No segrego ni nácar,

ni perlas: la belleza no me importa,

enlutado guerrero.

​ Su fealdad, sin embargo, no afecta a su importancia. Estos lanceros son defensores fundamentales de los arrecifes frente a las grandes algas que pelean la luz a los corales. Por debajo de su coraza y detrás de esas decenas de agujas tienen una boca con cinco dientes que hincan en el tallo de las plantas marinas ancladas sobre esas montañas vivas, sobre esos esqueletos colectivos. En su almuerzo, los erizos rompen sus parasoles naturales y permiten a los corales y las algas microscópicas que los acompañan disfrutar del sol que necesitan para vivir.

​ Con todo y el potencial de esta especie para protagonizar una historia de heroísmo oculto, sin embargo, también aquí la naturaleza esconde una trampa, porque si no hay quien ponga tasa a la población de erizos, ellos mismos se convierten en amenaza para todo lo que los rodea. Al moverse erosionan el camino que recorren, y las algas, después de todo, también sirven de hábitat para otras especies, oxigenan las aguas y mitigan las corrientes. Cuando las poblaciones de erizos superan cierta cuota, los héroes se convierten en villanos. Ya entregados a la devastación, además, los hay unos peores que otros.

​ En la costa de California, por ejemplo, hay desde hace un tiempo una crisis ecológica y económica severa porque los erizos morados (Strongylocentrotus purpuratus), que los humanos no podemos comer, han desplazado a los rojos (Mesocentrotus franciscanus), que son un platillo de lujo en muchos restaurantes. Además, los erizos morados parecen ser más voraces que los encarnados y han destrozado los bosques de kelp de la costa del Pacífico estadounidense, dejando en lugar de esas enormes columnas verdes y ocres, una tierra baldía.

Fotografía de Jimmy Chang, 2018. *Unsplash*Fotografía de Jimmy Chang, 2018. Unsplash

​ Como tantas desgracias de nuestros días, esta también es consecuencia de la crisis climática. Como explicó a The New York Times la ecóloga Laura Rogers-Bennett, el aumento de las temperaturas globales, conjugado con el fenómeno de El Niño de 2014, hizo que el mundo fuera más fácil para los erizos y sus números se dispararan. Al mismo tiempo, y también en parte porque las aguas marinas están más calientes, las poblaciones de estrellas de mar que se los comen fueron devastadas por una enfermedad terrible. Desde entonces y hasta ahora las arenas de la región están cubiertas por un tapete morado en el que nada puede vivir, más que esas pelotas purpuradas y agresivas.

Olvidar al pulpo y ver el mundo

​ En un bosque muy parecido al de California que los erizos morados han devastado, pero del otro lado del mundo, en Suráfrica, el documentalista Craig Foster pasó un año nadando entre columnas de kelp y visitando a un pulpo, y protagonizó un documental que le valió un premio Óscar y que se tituló, precisamente, Mi maestro el pulpo (2020). Quien lo ve no puede evitar conmoverse ante la relación que Foster cree forjar con la criatura, y es difícil contener el resentimiento ante los tiburones que insisten en atacar a ese molusco que, por lo demás, podría ser un manjar delicioso también para los seres humanos. Eso, sin embargo, es un engaño.

​ Pensar que el pulpo realmente estableció una relación con el cineasta, que los tiburones son matones y el molusco su víctima, pasar por alto que el pulpo mismo es un depredador que no muestra ninguna misericordia con sus alimentos es mentirse a uno mismo y puede desviar nuestra atención y nuestras energías, o canalizarlas de forma equivocada. De entrada, puede llevarnos a pensar que lo que importa es la especie y no el ecosistema que la sostiene. También puede hacernos poner a una especie por encima de las demás, cuando la naturaleza no entiende de esas jerarquías.

​ En México vivimos un caso así con el ajolote. Su mera fealdad lo llevó a protagonizar un cuento de Julio Cortázar, y su carácter endémico y legendario le ha valido un retrato en el billete de cincuenta pesos. Cada vez es más la gente que tiene un ajolote como mascota, y no deja de hablarse en la prensa y los pasillos políticos de la urgencia de salvarlo de la desaparición. Nada de eso ha funcionado, simplemente porque el énfasis se ha puesto en la especie y no en su entorno, en esta salamandra extraña y no en las chinampas de Xochimilco que le sirven de hábitat.

​ Tan importante como el ajolote son la garza que lo depreda y los ahuejotes que le dan sombra, y tanto más la chinampa que los cobija y sostiene a todos. Pensar de otra forma es equivalente a tratar de salvarnos sin salvar el mundo, y por desgracia eso es lo que está ocurriendo en muchos sentidos.

​ Incapaces de ocuparnos del planeta todo, concentramos nuestras energías en lo que nos es más cercano, más propio; en eso en lo que proyectamos lo que nos gusta de nosotros mismos. Igual que con el ajolote hacemos con el jaguar, el rinoceronte y las mariposas monarca, sin ver que igual de importantes son los cocodrilos, las hienas y las polillas.

​ Para salvarnos de un futuro sombrío en el que el mundo nos será mucho menos hospitalario, para seguir disfrutando de la belleza que nos envuelve, valdría la pena empezar por apreciar lo gris, lo ocre, lo agreste, y sobre todo la totalidad que lo envuelve. Convendría dejar de ver a la naturaleza como lo que tenemos enfrente y verla como lo que nos rodea, lo que nos conjuga y en lo que estamos integrados, lo creamos o no. Para tener un porvenir valdrá la pena fijarse en el erizo lo mismo que en el pulpo, y en el campo lo mismo que en el ajolote.

Imagen de portada: Fotografía de Jimmy Chang, 2018. Unsplash