La escritura de los males

Enfermedad / dossier / Abril de 2024

Philippe Ollé-Laprune

La práctica de la escritura literaria surge del deseo de tomar la palabra, de plantarse ante el mundo y revelar así un desequilibrio profundo. ¿Por qué habría de colocarse un autor en esa situación si no padeciera alguna forma de desarreglo? Desde los orígenes de la literatura, la perturbación ha sido una fuente en la que abreva y encuentra su razón de ser en la tormenta. Los lazos entre la escritura literaria y la enfermedad son profundos y complejos; el deterioro físico y mental de un autor impone condiciones nuevas, que sirven al mismo tiempo de freno y motor para su existencia y su quehacer. Los trastornos y los dolores son los compañeros inseparables del escritor; las historias de la literatura están colmadas de enfermedades, lo que hace el tema lo bastante vasto como para abarcarlo en su totalidad. Sin embargo, podemos distinguir algunos rasgos que atraviesan páginas notables; por ejemplo, la medida en que una discapacidad o un dolor constante provocan perturbaciones mentales y, por lo tanto, de su ejercicio: la escritura. Por otro lado, fuera del ámbito biográfico, también hay numerosos libros que tratan de los males físicos o mentales que aquejan a muchos héroes.

​ Se puede considerar que los problemas de salud son una limitación adicional, una imposición que inflige el cuerpo. Resulta difícil saber cómo habrían evolucionado ciertas obras si sus autores no hubieran tenido una enfermedad o una discapacidad. La ceguera de Borges sin duda lo condujo hacia formas de narración más abstractas y dotó a su obra de una resonancia única; el asma de Lezama Lima lo ató a su domicilio y transformó su vida en una experiencia libresca. Sus limitaciones orgánicas los llevaron a volcarse en los libros, y ambos fueron grandes bibliotecarios y grandes lectores. Las condiciones que el cuerpo les impone pesan sin cesar en su mente; los obstáculos que enfrentan crean un contexto que deben aprender a dominar.

Edvard Munch, *Niño enfermo II*, 1896. Museo MunchEdvard Munch, Niño enfermo II, 1896. Museo Munch

​ El primer temor que acompaña a la enfermedad es la experiencia del dolor. Después viene la sorda impresión de que el mal acelera la llegada de la muerte. A menudo el sufrimiento invade la mente del enfermo. En su extraordinario libro Diario del dolor, María Luisa Puga habla de su relación con el mal que la carcome, con una mezcla de complicidad y temor. Al principio lo escribe en fragmentos que se volverán un libro: “Desde que llegó no he vuelto a estar sola”. La autora aborda su mal como si sostuviera un diálogo, como si pudiera hablar con esa presencia dolorosa. Termina incluso reconociendo “Perdí el pasado y el futuro. Ambos son irreales”. Lo que sobrelleva perturba sus percepciones y su existencia. Habla de la enfermedad como si fuera una presencia impuesta que debe aceptar. Escribe sobre esta paradoja y dice que ella “se siente cada vez más libre”. La escritura de ese diario sobre la enfermedad es un desafío y un rastro, una manera de buscar reconciliarse con la vida sin señales de fe religiosa. Constituye una manera de aceptar su terrible condición y así poder superar la enfermedad.

​ En esta temática el nombre de Antonin Artaud es una referencia obligada. Su enfermedad, claro está, era de índole psiquiátrica, pero atravesó por sufrimientos intensos que relata en sus escritos, con la idea siempre presente de que la práctica de la escritura le permite expulsar el mal que lo aqueja.


​ La enfermedad es un estado,

​ la salud no es sino otro,

​ más desgraciado,

​ quiero decir más cobarde y más mezquino.

​ No hay enfermo que no se haya agigantado.1


​ Así comienza su texto Los enfermos y los médicos, en el que invierte el estado de las cosas y otorga al enfermo el papel activo de quien ve lo esencial con más agudeza. Incluso llega a decir “curar una enfermedad es criminal”. No busca entonces vivir con la enfermedad, someter ese dolor, sino al revés, la elogia y quiere engrandecer su presencia. El desequilibrio de este estado de salud implica una dinámica de ruptura con una sociedad cuyos valores y funcionamiento rechaza. Sabemos de los sufrimientos que ha soportado y basta con ver su rostro ajado al final de su vida para darse cuenta de que habla con pleno conocimiento de causa. Muere al poco tiempo de cumplir cincuenta años pero parece un anciano. Dejó escritos que ofrecen la tentación de creer que la escritura puede ser salvadora y que la creación se puede alimentar de un estado de dolor permanente ocasionado por un desarreglo de la salud.

​ La experiencia de la enfermedad puede crear la sensación de que el tiempo se acelera y, por consiguiente, convertirse en una invitación a conocerse mejor, a profundizar en el análisis de uno mismo, como si ese tiempo perturbado obligase a abandonar las consideraciones secundarias y a concentrarse en lo esencial. Sin ir tan lejos como Artaud, diversos autores enfrentados a un quebranto de salud han tratado de verlo como la imposición de una base distinta para zambullirse en sí mismos y encontrar ahí una mayor inspiración más profunda. Los románticos alemanes o ingleses cultivan esta visión, como si al escribir buscaran en el sufrimiento un impulso hacia una mayor honestidad, una manera de evitar lo superficial. La literatura también puede parecer una especie de herida que tratamos de sanar con la pluma. El caso de Roberto Bolaño es muy claro. Gravemente enfermo del hígado, muere en 2003, cuando al fin había alcanzado el éxito. Al final de su corta vida publica su texto “Literatura + enfermedad = enfermedad”, en el que aborda el tema. Sin duda ve una relación estrecha y productiva entre la enfermedad y la escritura, y estos dos elementos son la aflicción y el sufrimiento. Pero tampoco alaba el mal que lo destruye. También encontramos esa conexión en el centro de las creaciones de Boris Vian, que muere a los 39 años a causa de problemas cardiacos. Sus novelas se caracterizan por delinear personajes devorados por dentro por males incurables como el nenúfar que crece en el pulmón de Chloé en La espuma de los días. Vian sabe de lo que habla, pues padece una enfermedad que lo destruye lentamente, y encuentra las palabras para enunciar el horror de vivir en esas condiciones. La dimensión trágica de su novela se debe al carácter ineludible del mal que consume por dentro un cuerpo joven, como el suyo.

​ Relatar la enfermedad, verla como una ventaja para la escritura o incluso establecer un parentesco con el acto creativo quizás sea una tentación reconfortante para un autor. Pero los trastornos físicos acarrean la terrible consecuencia del encierro y la marginación. El malestar quita más de lo que ofrece, despoja más de lo que convida. La epidemia de sida a principios de los años ochenta nos ofrece un ejemplo de ello. En Francia da lugar a libros tan notables como Al amigo que no me salvó la vida de Hervé Guibert, que relata en primera persona la agonía de un personaje que no es otro sino Michel Foucault en la vida real. Con un talento deslumbrante, Guibert sabe hablar del carácter inexorable del mal que avanza y del final inevitable. Aborda también el carácter vergonzoso de esa epidemia que afecta en particular los entornos de los homosexuales y los adictos, los marginales de aquellos tiempos. Muchos libros y películas narrarán estos dramas. Recordemos Le fil, un texto muy conmovedor de Christophe Bourdin publicado en 1994, justo antes de la muerte del autor. Tiene la forma de un diario íntimo y cuenta el horror de la vida cotidiana de un contagiado, del miedo a la mirada ajena y de la banalidad de una existencia que se reduce a la llegada ineluctable de la muerte. Relata cómo se va instalando progresivamente la certeza de una desaparición próxima, la degradación del cuerpo y de su mente, la tentación del suicidio. Con ese libro, Bourdin concilia las dos facetas que evocamos aquí: la enfermedad que afecta al autor e influye en su escritura, y el deterioro de la salud de un personaje narrado en páginas duras e inspiradas. Este texto autobiográfico exhibe una lucidez y una valentía en ocasiones perturbadoras.

​ La enfermedad y el encierro que impone crean las condiciones que distinguen a varios libros poderosos escritos a lo largo del siglo XX. Y eso nos ofrece obras incomparables. Joë Bousquet recibe un disparo en la columna vertebral en 1918, a finales de la Primera Guerra Mundial. Tenía veintiún años. Vivirá hasta 1950 encerrado en su habitación en Carcasona, “la habitación de postigos cerrados”. En su lecho lee, escribe, se vuelve un referente obligado para el mundo de las letras, pues participa en revistas y es el interlocutor de numerosos escritores y artistas. Lo esencial de su obra no se conocerá sino hasta después de su muerte. El cuaderno negro reúne sus textos eróticos, que nacen de los fantasmas que lo atormentan en su enclaustramiento. Su magnífico libro de correspondencia amorosa Lettres à poisson d’or recopila los mensajes que le escribe a una joven llamada Germaine. Ella se casa con otro en abril de 1950 y Bousquet muere en septiembre de ese mismo año, como si hubiera perdido las ganas de seguir viviendo. En su última carta explica: “Mi vida es por fuera una vida desechable, y no quiero otra. No creceré nunca si no es queriéndola tal como me fue infligida, haciendo de padecerla un objeto de deseo. Hacía falta una visión de pureza y hermosura y quien no desmintiera mi sueño chocando contra mi cuerpo herido. Ya está, lo que debía ser es”. Habla de cuánto ha aceptado esa existencia recluida y, sobre todo, cuánto lo ha ayudado en ese padecer el amor que lo acompaña, consciente desde el principio del carácter fatal de esa relación. Bousquet es muy lúcido cuando dice: “He vivido demasiado ensimismado como para no sentir una especie de alivio al abordar al ser que amo a través de su mente. Tus cartas, más numerosas, me enseñan y confirman que llevas en ti la parte de mi ser interior más querida para mí”. El sentimiento amoroso le da el remedio provisional para no renunciar al deseo de vivir; lo cultiva con la certeza de que la felicidad que encuentra en él no solo le brindará momentos de dicha, sino que también le permitirá recuperar una parte de sí mismo que estaría abandonada sin ese impulso redentor.

Michael Peter Ancher, *La muchacha enferma*, 1882. Statens Museum for KunstMichael Peter Ancher, La muchacha enferma, 1882. Statens Museum for Kunst

​ También abundan los casos de enfermedades mentales y el hospital psiquiátrico tiene una fuerte presencia en el universo literario del siglo XX. La lista de escritores es larga, incluido el ya mencionado Artaud y, más cerca de nosotros, Martín Adán en Perú. Quisiera destacar dos casos que ameritan una lectura atenta. Robert Walser, escritor suizo de lengua alemana y autor de Los hermanos Tanner, decidió internarse al verse afectado por alucinaciones. Se encierra en 1929 y desarrolla una nueva parte de su obra, los “microgramos”, textos breves escritos en caracteres minúsculos, casi invisibles a simple vista. Con este minimalismo le otorga a su escritura un papel emblemático, una discreción conmovedora. Más que Leonora Carrington, que recuerda su internamiento en España en el texto dictado en francés “Mémoires d’en bas” (1943), la escritora alemana Unica Zürn es un caso perturbador porque escribe su propia historia de interna en El hombre jazmín, novela en tercera persona que evoca sin lirismo ni conmiseración sus trastornos y sufrimientos. Pasa ocho años encerrada y al salir escribe este libro poderoso publicado en 1970. En otra novela, Primavera sombría, narra las perturbaciones de una niña que termina arrojándose por la ventana. Ella hizo lo mismo para matarse. Había confiado: “Desde ayer ya sé por qué estoy escribiendo este libro, que es el fin de permanecer enferma más tiempo”. Unica Zürn veía en la escritura un medio para prolongar su enfermedad y darle una presencia y una exposición que reforzaban su padecimiento, que se había vuelto parte de su ser. “Estoy enferma, luego existo”, parece decirnos. Esta reconciliación con el mal que la consume constituye su legado en cuanto al lazo indisoluble entre la escritura y la enfermedad, lo que permite superar la pasividad inherente a la persona enferma. La escritura se vuelve de suyo una superación.

Imagen de portada: Michael Peter Ancher, La muchacha enferma, 1882. Statens Museum for Kunst

  1. Antonin Artaud, “Los enfermos y los médicos”, versión de Aldo Pellegrini, Revista Katharsis, pp. 2-6. Disponible aquí