dossier Plástico JUN.2025

Irmgard Emmelhainz

La brecha metabólica que nos impide digerir plástico

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La civilización moderna está basada en la expansión ilimitada de la potencia masculina y su capacidad para moldear y someter a las mujeres, la materia y la naturaleza, los pueblos originarios y sus territorios. Consecuentemente, el sistema de producción capitalista se basa en robar, destruir, consumir o gastar la vida para propagarse infinitamente y producir plusvalía. El capitalismo se erige, además, sobre la noción moderna del progreso, la cual implica que los hombres pueden superar las barreras biológicas a través de avances tecnológicos enfocados en triunfar sobre la muerte y el decaimiento. En la lógica del progreso se basa también la invención del plástico, concebido como un ente infinitamente plegable y capaz de ayudar a los humanos a negar el decaimiento y aislarlos del entorno natural.

​ Sin embargo, la herencia de la modernidad no resultó en un horizonte de emancipación y progreso colectivos traídos por las innovaciones tecnológicas, sino que dio lugar a formas injuriosas y depredadoras impuestas sobre los ecosistemas y la mayoría de las poblaciones con el propósito de generar plusvalía para sostener las vidas de ciertos humanos privilegiados del planeta. Tras cinco siglos de extractivismo, todo esto se ha cristalizado en desequilibrios ambientales y fluctuaciones metabólicas, irreconocibles en el pasado, que se manifiestan en nuestros cuerpos. Basta con mencionar las epidemias de pánico y ansiedad, las enfermedades autoinmunes e inflamatorias causadas por la toxicidad ambiental, la crisis de fertilidad y las mutaciones moleculares ocasionadas por disruptores endócrinos.

​ Otro aspecto del legado de la producción industrial es la acumulación de desperdicio excesivo e inasimilable por los ciclos naturales: esto se conoce como la “brecha metabólica”. El emblema de esta brecha —e ingrediente esencial de nuestro modo de producción— es el petróleo, el cual lubrica al capitalismo e instauró el régimen del plástico. A su vez, este material refuerza la supremacía del petróleo como fuente primaria de energía y lo instala en la vida cotidiana, pues está presente en casi todos los objetos manufacturados que nos rodean: cosméticos, detergentes, productos tecnológicos y medicinales.

​ Para que el plástico pudiera desintegrarse por completo necesitaría tener una relación con el planeta, sin embargo, fue diseñado precisamente para rechazar el entorno y mantenerse aislado de los ciclos metabólicos de la Tierra. Por lo tanto, no hay un equilibrio orgánico al que pueda “regresar” y por eso existe como acumulación desechada. Más aún, el valor del plástico reside en su desechabilidad: al igual que otros materiales diseñados con ese fin, como el aluminio y el cartón, su valor se realiza al ser tirado a la basura. El plástico ha saturado el mundo al grado de que ya no es posible discernir la separación entre lo sintético y lo “natural”. Incluso es posible concebir el Antropoceno como un conjunto de ecosistemas plastiglomerados, es decir, conformados por la amalgama entre la basura de plástico y los elementos orgánicos, como la arena o las rocas. Los plastiglomerados son un ente híbrido compuesto de productos fabricados por las corporaciones trasnacionales y la materia de los estratos geológicos.

Famosos edificios históricos mexicanos, 1998. Todas las obras son del artista Dennis Oppenheim, Colección MUAC (DiGAV-UNAM). Las fotografías son de Oswaldo Ruiz y cortesía del museo.

​ A raíz de la pandemia, según Andreas Malm, profesor de ecología humana, el capitalismo intensificó la producción de plásticos manufacturados y la quema de combustibles fósiles. Oligarcas, políticos y dirigentes de empresas, en vez de enfocarse en las tecnologías renovables como prometieron en 2020, no se resistieron a extraer y quemar aún más petróleo y gas. Un caso puntual es el de México, donde el expresidente Ló­pez Obrador instauró una política de autonomía y desprivatización energética, lo que significó apostar por los combustibles fósiles en detrimento de las energías renovables.1 En el siguiente sexenio, Claudia Sheinbaum agregó el término “desarrollo sostenible” al principio de soberanía energética de su predecesor, haciendo guiños a una política inclinada hacia las energías limpias; sin embargo, en su plan no hay proyectos que estén por desarrollarse en los próximos años.2 Hay que tomar en cuenta, también, que el mantra de Donald Trump (“drill, baby, drill”) ha llevado a Estados Unidos a hacer tratos con otros países para impulsar el flujo del petróleo y el gas natural en el mundo, reafirmando los combustibles fósiles como el centro de la economía global.3

​ Malm asevera que, en 2023, las grandes compañías de petróleo obtuvieron las mayores ganancias en la historia del capitalismo.4 Ese año la industria global de petróleo y gas generó un ingreso récord de más de 2.7 billones de dólares, mientras que invirtieron sólo 4 % de capital en energías limpias.5 En paralelo, estamos presenciando el aumento de 1.5 °C en la temperatura promedio del planeta. Según Malm, nos encontramos en una coyuntura en la que predomina la ideología del overshoot, la cual asegura “que nos podemos pasar de la raya de manera programada”. Es decir, varias élites, al haber abandonado la sustentabilidad y las energías renovables, están promoviendo modelos de adaptación y mitigación para administrar las consecuencias del cambio climático. En ese sentido, el fin de la pandemia de covid-19 y la invasión de Rusia a Ucrania supusieron la normalización del clima extremo y los fenómenos naturales hiperdestructivos, así como la diseminación de la creencia de que podemos “pasarnos de la raya” porque el cambio climático causa eventos con los que estamos aprendiendo a vivir. En realidad, esto implica que hemos disociado el colapso climático de las consecuencias de la cultura del consumo, las emisiones y los desechos de la producción capitalista. Nuestra época podría definirse por la quema de combustibles fósiles, el recrudecimiento de los fascismos, la ausencia de una masa crítica contra el capitalismo y la primacía de la mitigación y adaptación al cambio climático.

​ El plástico contiene una paradoja: pese a que le podemos atribuir parte del colapso de la civilización actual, también condensa los objetivos de la utopía de la tecnología moderna. Para Heather Davis, profesora en The New School, al crear barreras para posponer la pudrición de la comida, el plástico representó un mundo nuevo y brilloso; la promesa de una vida sanitaria y esterilizada; una “abundancia sellada”, perfeccionada y lisa que elimina el desecho y la podredumbre.6 Se trata del material por excelencia de la separación entre el adentro y el afuera, del aislamiento y la preservación y, por lo tanto, es purificante.

Famosos edificios históricos mexicanos II, 1998.

Untitled XIII (2002) de Andreas Gursky es una fotografía del vertedero en Chimalhuacán, Estado de México, que ilustra las separaciones que efectúa el plástico en escalas múltiples. La imagen, de casi tres metros de altura, muestra una gigantesca masa de basura. Gracias a la manipulación digital, por la cual Gursky es conocido, la profundidad de campo es uniforme y, en un mismo plano, apreciamos botellas de plástico, muebles rotos, llantas, pedazos de cartón y envases de Pepsi, La Costeña, Daewoo y Marlborough. Entre la montaña de basura que parece colapsar sobre el espectador, vemos chozas precarias y figuras humanas. Los productos locales y globales en este vertedero hablan del daño colateral de la globalización, de su detritus —la basura y las poblaciones redundantes—, así como de las condiciones sistémicas de la reproducción del capitalismo:7 la lógica de oposiciones binarias del plástico (adentro/afuera, naturaleza/cultura), la racialización de las poblaciones, la producción de desperdicio y la diseminación de la toxicidad. En la fotografía, el basurero aparece como el otro reprimido del centro comercial, el síntoma ansioso de la cultura de consumo, el testamento de la ingestión crónica de energía.8

​ En 1957 Roland Barthes describió el plástico como una “materia milagrosa” por su plasticidad, es decir, por moldearse según el capricho humano. Su invención, entonces, se corresponde con el control de la humanidad sobre la naturaleza, entendida como maleable y capaz de ser escindida de los metabolismos planetarios. A la vez, el plástico lleva a la realidad la noción de la materia como un campo de potencial ilimitado y plegable infinitamente, susceptible de imitar cualquier cosa. Por eso puede ser entendido como la materialización del ideal de la forma, la cual está desenraizada de su lugar de origen.

​ El plástico también supone la división entre poblaciones privilegiadas y desechables. Las primeras transfieren el desperdicio plástico a basureros invisibles a sus ojos, es decir, a poblaciones y territorios racializados y pobres que lidian directamente con sus efectos tóxicos intergeneracionales. Con esto quiero decir que el plástico desechado —como sucede con el extractivismo— se impone sobre pueblos y territorios considerados “zonas de sacrificio”, si bien estos residuos afectan incluso la salud de las élites. Por tanto, este material opera en todas sus etapas como una forma de mantener los regímenes coloniales.

​ El artista visual ecuatoriano Adrián Balseca expone el plástico, como utopía y condena, en Suspensión I (2019), un video que muestra la última comunidad humana que radica antes del Parque Nacional Sangay, en Morona Santiago, Ecuador. En el video se oye a una niña que trepa un tronco sin corteza del cual se tambalean “los trofeos del progreso”, según el Museu d’Art Contemporani de Barcelona: se trata de varios recipientes de plástico que contienen gasolina, diésel y otros derivados del petróleo. Según el museo, “esta escena de juego resuena con el cuadro de Goya La cucaña (1786-1787) [en el que] se ve a unos niños trepando el palo [ensebado] para alcanzar los regalos colgados en lo alto mientras la gente los anima”. Se trata del “popular juego de la cucaña, que desembarcó en América con los colonizadores”. La ficha concluye que Balseca aborda de este modo el imaginario impuesto sobre una tierra colonizada y devastada por el petróleo, a cuyos habitantes las promesas del progreso les trajeron despojo y contaminación.

​ Desde la perspectiva del plástico, es difícil seguir sosteniendo la división entre lo natural y lo que no lo es —el mejor ejemplo son los plastiglomerados—. Sí, el plástico actúa al determinar aquello que afecta.9 La acción de sus toxinas se extiende por medio de los flujos de la economía global, permeando especies y ecosistemas a nivel bioquímico. Las formas en que este material está reconfigurando la biósfera, la hidrósfera y la atmósfera —propiciando mutaciones en los cuerpos de todas las especies del planeta y produciendo nuevas subjetividades— son inescapables. Sus micropartículas circulan dentro de nosotros y los nanoplásticos penetran incluso las membranas celulares. Podemos decir que el mundo… que nosotros ya somos plástico.

Famosos edificios históricos mexicanos III, 1998.

​ Michelle Murphy, especialista en estudios de tecnociencia, acuñó el concepto de alterlife o “vidas alteradas” para definir la condición a la que estamos sujetos todos los habitantes de la Tierra: con químicos industriales dentro de nuestros organismos. Nuestras vidas han quedado abiertas a la alteración que, además, es heredada y heredable; han sido recompuestas en el nivel molecular por la producción capitalista.10 Sin embargo, Murphy invita a abrazar los cambios metabólicos ocasionados por los químicos sintéticos y menciona como ejemplo el bisfenol A (BPA), utilizado para fabricar ciertos plásticos y resinas. Según la especialista, el BPA es casi insoluble en agua y resiste temperaturas de hasta 145 ºC, se concentra en el tejido graso, se descompone con lentitud y se expande por aires, aguas y suelos. El BPA opera como disruptor endócrino porque imita a los estrógenos, lo cual le confiere injerencia directa en la materialidad del cuerpo, incluyendo la regulación de la expresión genética y la posibilidad de alterarla. Además de ser cancerígeno y causar problemas reproductivos, de toxicidad y neurológicos, este compuesto químico hace que los cuerpos “se tuerzan”, algo que Davis denomina como queering bodies.

​ Davis plantea que la crisis de fertilidad y la aparente amenaza a la masculinidad convencional y la heteronormatividad, causadas por estas alteraciones, son una apertura a nuevas posibilidades que desestabilizan las configuraciones heteronormadas de sexo y género. Según la autora, el plástico no sólo disemina toxicidad, sino que está generando ecologías y relaciones cuir. Por lo tanto, nuestra condición actual, de vidas alteradas, es la de “posthumanos”. Sin embargo, los “regímenes químicos de vida”, como los nombra Murphy, junto con este tipo de moléculas, constituyen una amenaza a la inmunidad.

​ Mel Y. Chen, profesore en estudios de género y discapacidad, afirma que habitamos ecologías cuya toxicidad se manifiesta en el ámbito afectivo.11 Por ejemplo, cuando dos cuerpos se aproximan, uno amenaza al otro con su capacidad de envenenarlo y alterarlo, causándole daño emocional y físico, discapacidad o muerte. Chen nos invita a entender la interpretación de este proceso como una fantasía conservadora que puede impedirnos comprender la toxicidad como una condición compleja, incitándonos a imaginarla como propia de un individuo o un grupo que pueden ser contenidos fácilmente, como ocurre con las poblaciones contagiadas de algún virus. Por el contrario, según Chen, ésta es una condición que debemos abrazar porque nuestros cuerpos son porosos y vulnerables a los químicos de “allá afuera”. Entonces, es imperativo pensar la toxicidad como un simbionte, esto es: las toxinas actúan en los cuerpos vivos como lo hacen los microorganismos. Para ello, debemos trascender la creencia de que existimos envueltos en una piel que nos aísla como si fuera plástico adherente y abrazar nuestra porosidad como organismos en simbiosis con el medio ambiente.

​ En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), Walter Benjamin concluye: “la humanidad se ha convertido en un espectáculo en sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”. Su premonición me recuerda la película de David Cronenberg, Crímenes del futuro (2022), cuyo relato de ciencia ficción se desarrolla en un futuro en que los cuerpos humanos han evolucionado para adaptarse al medioambiente del Antropoceno. Cronenberg narra un mundo cuya sensibilidad estética da lugar a un arte en sincronía con el propio mundo que se autoaniquila. La enfermedad, las mutaciones moleculares, el dolor, el placer y la muerte se viven de manera estetizada. La película empieza con Brecken, un niño que se esconde en el baño de su hogar para alimentarse de un bote de basura hecho de plástico. A su madre le repugna la capacidad de su hijo para digerir plástico y decide asfixiarlo con una almohada.

Famosos edificios históricos mexicanos I, 1998.

​ Sin embargo, el cuerpo del niño ya había mutado, estaba listo para un futuro en que la vida humana se sostendrá comiendo desechos que no se pueden incorporar a los ritmos metabólicos planetarios. En el imaginario de la película, nuestros cuerpos finalmente se sincronizan con la evolución de la tecnología industrial. El plástico es la “comida moderna”, algo “naturalmente no natural”, como explica el padre de Brecken. En el régimen metabólico del universo de Cronenberg, la toxicidad ambiental se internaliza por medio de esta mutación, pero en la generación anterior a la de Brecken produce mutaciones aberrantes. Saul Tenser, el protagonista, vive con dolor físico crónico y su cuerpo crea constantemente nuevos órganos. Esta particularidad es el centro de las investigaciones estéticas que Tenser lleva a cabo en performances en los que colabora con su pareja, Caprice. Tenser usa una silla a modo de sistema digestivo prostético para poder metabolizar la comida. Lo vemos dormir en una cama suspendida que calma el dolor crónico que padece. Es el único ser humano que aún siente dolor. Por el contrario, Brecken, el niño mutante, representa la redención de la especie debido a su habilidad para integrar el plástico a su organismo. Su sistema digestivo es como el de algunas bacterias Acinetobacter y Ruegeria que habitan el microbioma del gusano de almeja y que degradan y digieren el poliestireno.12

​ La sobrevivencia de nuestra especie en el mediano y el largo plazo hace urgente comenzar a pensar más allá de las instituciones centradas en los humanos y superar los marcos intelectuales modernos. Una pluralidad de perspectivas interdisciplinarias, aplicadas en múltiples escalas, nos podría orientar hacia una comprensión de lo posthumano y a idear prácticas políticas ligadas a la materia, a partir de un enfoque simbiogenético proyectado al futuro. Por ejemplo, a partir de las teorías de la bióloga evolucionista Lynn Margulis sobre la simbiogénesis, podríamos concebir al ser humano como un superorganismo que interactúa con microbios para formar asociaciones únicas y estables en la perpetua búsqueda de la homeostasis. Esto implicaría entender la vida como un conjunto de procesos de relaciones de poder en un medioambiente habitado por agentes en constante cambio.

​ Si pensáramos lo posthumano como un foro híbrido de relaciones simbióticas anidadas en cuerpos complejos y permeables, trascenderíamos las nociones de equidad, reconocimiento, democracia y justicia como exclusivas de lo “humano” y la creencia de que la especie humana es excepcional y superior a todos los demás seres vivos. A partir de ello, podríamos concebir la desmantelación del sistema extractivista que sustenta la vida humana en la Tierra y, con ello, reconoceríamos la responsabilidad que tenemos hacia nuestros cuerpos y los de otras especies.

​ De acuerdo con la académica Stefanie R. Fishel, los virus y las bacterias son esenciales para la reproducción humana, así como para la regulación del agua del mar y el agua dulce. Estos organismos influyen en la tierra y en la vida cotidiana de muchas formas, por ejemplo, regulando y manteniendo el medio­ambiente, y también suprimiendo bacterias y virus patógenos.13 Pese a que apenas empezamos a comprender los “regímenes químicos de la vida”, para atender el ecosistema que sostiene nuestras vidas y recuperar la homeostasis es necesario comprenderlos en su globalidad. Como dice mi doctora De la Puerta: “tratar al cuerpo como si fuéramos ‘una sola especie’ ha provocado daños no intencionados en la microbiota planetaria”.14 Conociendo la importancia que tienen las bacterias intestinales tanto en el proceso de los afectos y las emociones como en la memoria y la toma de decisiones —y tomando en cuenta cómo dichos organismos están siendo alterados por los plásticos y hasta erradicados por los antibióticos—, es imperativo proponer un camino para atender la microbiota de la Tierra.

​ Como mencioné, ello requeriría superar los marcos modernos de pensamiento y —¿por qué no?— cambiar los marcos éticos y normativos creados a partir de la división cartesiana entre mente y cuerpo para, en cambio, comprender la inteligencia transhumana en términos de las comunidades microbiales y a partir del eje intestino_cerebro. Este acercamiento es indispensable para pensar en la salud ante la amenaza del cambio climático y las enfermedades inflamatorias y autoinmunes y podría expandirse como paradigma de sanación planetaria del siglo XXI.15

Este texto es parte de un capítulo de un proyecto de investigación centrado en el eje intestino_cerebro, el cual inició con la exposición Gut_Brain: Destructive Desires and Other Destinies of Excess, curada por la autora en la Galería Blackwood, en la Universidad de Toronto, entre 2023 y 2024.

  1. Óscar López, “México apuesta su futuro energético al petróleo, no a las energías renovables”, The New York Times, 17 de agosto de 2022. 

  2. Diana Nava, “El gran cambio en la política energética apunta hacia las energías renovables”, Expansión, 9 de octubre de 2024. 

  3. Oliver Milman and Dana Noor, “Trump’s ‘drill, baby, drill’ agenda could keep the world hooked on oil and gas”, The Guardian, 12 de marzo 2025. 

  4. Conferencia magistral de Andreas Malm, “Climate Politics When It’s Too Late”, dictada en la Universidad de Hamburgo en septiembre de 2023. Todas las traducciones del inglés son de la autora. Ver también Mark Sweeney, “World’s largest oil companies have made $281bn profit since invasion of Ukraine”, The Guardian, 19 de febrero de 2024. 

  5. En el contexto original, trillions; en español, un millón de millones o “billón”. Información de energy-profits.org. 

  6. Heather Davis, Plastic Matter, Duke University Press, Estados Unidos, 2022, p. 8. 

  7. Amanda Boetzkes, Plastic Capitalism: Contemporary Art and the Drive to Waste, The MIT Press, Cambridge, Mass., 2019, p. 2. 

  8. Ibid., p. 20. 

  9. A. Boetzkes, op. cit., p. 182. 

  10. Michelle Murphy, “Alterlife and Decolonial Chemical Relations”, Cultural Anthropology, vol. 32, núm. 4, 2017, p. 500. 

  11. Mel Y. Chen, Animacies, Biopolitics, Racial Mattering, and Queer Affect, Duke University Press, Durham y Londres, 2012, p. 224. 

  12. Sufang Zhao, Liu Renju et al., “Polystyrene-degrading bacteria in the gut microbiome of marine benthic polychaetes support enhanced digestion of plastic fragments”, Communications, Earth and Environment, núm. 5, vol. 162, 2024. 

  13. Stefanie R. Fishel, The Microbial State: Global Thriving and the Body Politic, Mineápolis, University of Minnesota Press, 2017, p. 86. 

  14. Doctora De la Puerta, Un intestino feliz, HarperCollins, Madrid, 2023, p. 23. 

  15. Ibid.