No sé lo que soy pero sé de lo que huyo: crítica de una literatura mexicana, de Gabriel Wolfson

La materia de la literatura

Viajes / crítica / Septiembre de 2024

Christian Mendoza

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En la introducción de No sé lo que soy pero sé de lo que huyo: crítica de una literatura mexicana, Gabriel Wolfson plantea no sólo su posición como crítico literario sino, también, las condiciones en las que suele ejercerse la crítica en nuestro país. Muchos de los textos recopilados fueron encargados por diversas publicaciones para indagar en libros de autores a quienes, confiesa Wolfson, no volvería a leer. Lo que conforma este volumen no es un canon legitimado por filias personales ni por necesidades editoriales o académicas. No obstante, la voz de Wolfson sí que contiene una metodología de lectura y de escritura crítica cuyos principios están delimitados por su rechazo a “la crítica que podríamos caracterizar como de hoja de sala o de catálogo” y a aquélla que se refiere, campante, a las generalidades de cualquier libro “sin detenerse en los procedimientos, aun en las minucias específicamente textuales” de lo que supuestamente revisa.

​ Si, en primera instancia, Wolfson admite que ejerce la crítica casi siempre por encargo, ¿cuáles son, entonces, los mecanismos editoriales que dan forma a la literatura mexicana, más allá de la creación del texto? ¿Qué sistemas económicos y de legitimación crítica y académica se ponen en marcha para que los textos culminen en un libro? Esto se discute incisiva y ampliamente en la primera parte, titulada “Dos o tres generalizaciones”. Lejos de denunciar las corruptelas del medio, como el nepotismo y la dudosa solidez cualitativa de lo que se publica gracias a la buena posición de ciertos autores dentro de la institución literaria —si bien denunciar es una práctica urgente, se puede caer en la sátira fácil o, peor aún, no contar con un programa con miras al diseño de un sistema literario más justo—, Wolfson más bien analiza el campo de acción de la literatura para pensar cómo se escribe y se publica la literatura mexicana. Al respecto, articula algunas perspectivas interesantes, como que, en luminosas ocasiones, la iniciativa privada distiende campos editoriales entumidos por el oficialismo y observa una tendencia paradójica: los órganos estatales que proveen las becas de escritura y los tirajes de impresión alientan una práctica literaria “experimental”. Es decir, con el apoyo del Estado pueden producirse literaturas arriesgadas, sí, pero también autorreferenciales, que no tienen mayor incidencia fuera de los aparatos que las financian. La reflexión de Wolfson se dirige a la materialidad de la literatura, esto es, a los textos manufacturados a partir de posturas estilísticas y a los soportes de la publicación, a veces cobijados por concursos, universidades y editoriales que han hecho profundos estudios de mercado. Con ello, apunta a que la crítica despierte de su ensimismamiento: la literatura es vista como un fenómeno más amplio que la clasificación de un texto como novela, poesía o ensayo. Para Wolfson, “publicar un libro es un asunto social” en el que intervienen, por supuesto, escritores, así como instituciones, editoriales y lectores, que tienen un determinado horizonte de expectativas.

​ Aunque no se encuentre compuesto por notas al pie de página, el aparato crítico de Wolfson activa el proverbial distanciamiento ante las polémicas y se aproxima a ellas con un temperamento que equilibra el sosiego y la provocación. El texto que lo demuestra es “Luego del fin de la nación”, donde discute la propuesta de los autores mexicanos que mediáticamente han sido llamados “globales”. Wolfson define lo que sería un escritor global a partir de las siguientes generalidades: “a) el escritor que escribe en varias lenguas, b) aquél cuya escritura es fácil de traducir a varias lenguas o a varios soportes distintos, c) el que se mueve con soltura por todo el mundo, d) el que recurre a personajes de distintas partes del mundo o que ubica sus historias no en una sola ciudad, y de preferencia en ninguna de su propio país”.

​ Comparto la sospecha de Wolfson sobre las reglas del juego globalizado cuando pregunta qué ocurre cuando el bilingüismo de un escritor abarca, por ejemplo, el mixe y el español y no el inglés y el español, y qué sucede cuando se escribe en otro país no por privilegios académicos, como migrar a una región anglosajona para ocupar una plaza docente o realizar una residencia artística, sino por el exilio político. Wolfson, por supuesto, no apunta a la suspensión de estímulos que permiten la movilidad geográfica de los autores. Más bien, invita a complejizar las coordenadas bajo las que se piensa la globalización de la literatura. El ejemplo que propone es el de Juan José Saer: ¿por qué este autor argentino, que escribió siempre en español, aunque obligado a hacerlo desde otras regiones por adversidades políticas, sigue siendo leído como un escritor plenamente hispanoamericano y no como un novelista global?

​ Hace más pertinente esta disertación el que Wolfson anteponga el nacionalismo literario del siglo XIX mexicano a las propuestas emanadas del circuito de la literatura global contemporánea; entiéndase, el de las editoriales que pueden posicionar sus novedades fuera de los países donde producen sus libros, o bien, el de los autores que fluyen entre el inglés y el español, cualidad que facilita las traducciones de sus obras. El periodo decimonónico a menudo ha sido denostado por la crítica y la academia lo ha interpretado como la expresión de una ideología que sedimentó el patrioterismo. Si algo ha aportado la literatura global a la nacional es que las plumas locales dejen de atender temas “mexicanos” y reclamen un ejercicio de la imaginación más heterodoxo y flexible. ¿Esto sucede para absorber el prestigio del que esta práctica goza en el mercado o tiene su origen en un cuestionamiento hacia códigos estéticos imperantes? Una novela decididamente experimental como Pedro Páramo fue publicada con un tema mexicano en una colección llamada Letras Mexicanas. Anterior a este libro fundacional, el nacionalismo literario decimonónico no sólo privilegiaba a las vendedoras de chía y a los jaripeos, sino que también abonó a “la reconfiguración del concepto de lo literario: [implicó] replantearse qué era escribir, qué era ser escritor, para qué servía eso, a quién se dirigían los escritos, qué géneros eran más apropiados, de qué medios se valdría la distribución, etc.”. Para Wolfson, estas discusiones serían muy productivas dentro de la llamada literatura mexicana global, para que en un futuro “no se descubra, con vergüenza, que ha seguido entregándose y entregando productos a la gran cadena de producción industrial”.

​ La segunda parte del libro, titulada “El XXI”, es un conjunto de prosas sobre literatura nacional contemporánea. Probablemente, hubiera sido preciso utilizar el mismo término de prosa para la primera parte, llena de juegos tipográficos, cortes de párrafo abruptos y paréntesis que interrumpen la disposición de la idea principal. Para Wolfson, entonces, ¿la crítica literaria es un género en sí mismo, al que también puede imprimírsele un estilo? La respuesta es obviamente afirmativa, con el añadido de que este acercamiento a la escritura es similar al que él adopta en su ejercicio como narrador. Pienso en Be y Pies (Tumbona, 2015), en esas extensas e imposibles oraciones subordinadas y en la sostenida in media res de la trama. Por ende, no hay disociación entre crítica y literatura.

P. Fumagalli, El volcán Jorullo, ca. 1820. Wellcome Collection. Dominio público

​ En la primera parte de No sé lo que soy pero sé de lo que huyo, los experimentos que mencioné anteriormente podrían tomarse como un gesto que abona a una especulación de talante teórico, y dichos atrevimientos en “El XXI” rompen, hasta cierto punto, el esquema de manual para reseñas. Por ejemplo, de un texto de Ignacio Sánchez Prado publicado en Tierra Adentro se desprende una larga discusión sobre el libro Metaficciones, de Rafael Toriz. Dichos devaneos no expresan debilidad argumental. Al contrario, justifican la incertidumbre que se experimenta tanto al escribir crítica y dar un juicio más o menos definitivo sobre una obra, como al leer el corpus que se presenta. Ya sea la literatura mexicana global o la que se encuentra plenamente situada en las regiones y los problemas del país, ya se trate de narrativa o ensayo, ¿es posible radiografiar el estado actual de la literatura de México, describirlo bajo los constreñimientos de por sí frágiles de la crítica? ¿No, acaso, las producciones literarias son tan diversas que el impedimento del crítico se da no sólo en catalogarlas, sino también en describirlas como una sólida muestra representativa de lo que es la literatura nacional de hoy?

​ En la primera parte de su libro, Wolfson hace un comentario profundo sobre la materialidad bajo la que la literatura se produce, y en “El XXI” analiza la materia prima con la que trabaja la literatura, esto es, el lenguaje. Sus textos, de por sí estilísticamente peculiares, se refieren por completo a la confección de la escritura. Para una novela como Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor, el crítico evita la discusión sobre su representación de la violencia. En cambio, disecciona el estilo directo e indirecto de la narración, la reiteración de adverbios categóricos y el protagonismo de la coordinación sintáctica simple para decir que dichos recursos estilísticos “entorpece[n] la esencial polifonía caótica del libro” volviéndola procedimental y un tanto efectista. En este segmento, a veces cansino por el sentido del humor de Wolfson, se apuesta por discutir la forma de lo que los escritores hacen: manipular las palabras.

​ En el tercer apartado, “México desde/hacia Hispanoamérica”, el autor comenta una antología y un libro colectivo. La antología está dedicada a Diáspora(s), un colectivo cubano que tuvo una discreta actividad en México, mientras que el libro discute un conjunto de estudios sobre las maneras en que se ha antologado la poesía moderna en español. Ambos textos son comentarios funcionales a los métodos para organizar antologías, pero fallan en dar cuenta de la posición de México dentro de la literatura hispanoamericana. El último eslabón, llamado “El XX”, resulta promisorio por la expectativa que Wolfson ya sembró respecto a sus habilidades como crítico de literatura actual. Ahí comenta nombres canónicos del siglo XX como Julio Torri, Francisco Tario y Josefina Vicens. Los ensayos sobre literatura contemporánea cumplen con el verbo que define al género; es decir, ensayar, ir a tientas. Desde esa incertidumbre ensayística, Wolfson logró establecer su visión sobre el presente literario, la cual he intentado describir anteriormente. Esta misma actitud define su lectura sobre narrativa clásica, aunque el ensayo que tienta su camino y pretende quedarse en los apuntes y no en las certezas autoritarias, pudo haberse encaminado a las alturas de un estudio crítico más académico, desde donde existen más oportunidades de desmontar ciertos vicios con los que se leen a los consagrados.

​ Aun así, es posible que el conjunto de treinta y cinco textos de No sé lo que soy pero sé de lo que huyo pueda desapegarse del nombre Gabriel Wolfson para ingresar a la colectividad de quienes estudian y ejercen la literatura. Ya sea en las aulas de los departamentos de lengua y literatura o para fines polémicos —actividad que, si es dirigida por el afán de razonar que tiene Wolfson, puede tener incluso relevancia histórica—, esta recopilación de páginas críticas evidencia una posibilidad a veces olvidada: las tomas de postura no son necesariamente violentas y pueden ser un pretexto para pensar, más allá de la rápida nota coyuntural, en torno a un ámbito tan prestigioso como la literatura mexicana.

Fondo Editorial de la Universidad Autónoma de Querétaro, Querétaro, 2023

Imagen de portada: P. Fumagalli, El volcán Jorullo, ca. 1820. Wellcome Collection. Dominio público