La vida intensa de Raymond Molinier

Extinción / panóptico / Noviembre de 2017

Diego Erlan

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Dicen que fue estafador, contrabandista, empresario, inventor, taxista, propietario de un circo que escapó del nazismo, pero Raymond Molinier sólo consideraba ser una cosa: revolucionario. Tenía doce años cuando en Le Marais, ese barrio pobre de inmigrantes rusos, árabes y polacos donde nació en París, vio por primera vez a León Trotsky. Nunca olvidó esa imagen. Trotsky asumía la dirección del diario Nashe Slovo, desde donde denunciaba “la guerra imperialista”, cuando la policía irrumpió en el local, reprimió a los militantes y expulsó a Trostky. Los hermanos Raymond y Henri Molinier ayudaron a repartir los panfletos contra esa expulsión. “Las palabras fueron mi primer acto de compromiso”, escribió en sus memorias. Hasta 1921 fue empleado en una farmacia, capataz de electricista, chofer de taxi y, junto a su hermano Henri, socio en diversos y extravagantes emprendimientos comerciales. Nunca dejó de estudiar los textos de Marx, Lenin y Trotsky. “La lucha revolucionaria era mi vida. La única vida posible.” En esa vida que parecen muchas tuvo múltiples identidades: J. Morny, Ray, Linier, Remember, R. Rey o El Viejo Marcos. Será un exilio el que lo lleve hasta las entrañas mismas del trotskismo. Expulsado de Rusia por Stalin, Trotsky recaló en la isla de Prinkipo en febrero de 1929 y Molinier fue el encargado de conseguirle alojamiento. “Es uno de los hombres más serviciales, prácticos y enérgicos que se pueda imaginar”, escribió Trotsky en una carta y hasta inventó un adjetivo para las cosas que se hacían con determinado estilo: “molinieriesco”. Molinier era el jefe operativo: conseguía documentos, transporte, dinero en efectivo por medios que aplicaban al mismo tiempo la brutalidad y el chantaje. Sus mujeres terminaban convirtiéndose en secretarias, cocineras o asistentes en la limpieza de las casas del exilio de Trotsky. Ocurrió con Jeanne Martin des Pallières, una estudiante de filosofía proveniente de una familia de la nobleza parisina, y también con Vera Lanis, una bella mujer de origen rumano que Molinier conoció en los Jardines de Luxemburgo en 1930. El grupo se convirtió en una familia cuyas tensiones crecieron al ritmo del aislamiento. Los debates cruzados al mismo tiempo que la paranoia llevaron a Trotsky a pensar en Molinier como un elemento disonante dentro de su estructura. “Siempre valoré su energía, su dedicación a la causa, factores que frecuentemente se confunden en su personalidad”, escribió Trotsky. “Más de una vez le defendí frente a las críticas exageradas, con la esperanza de que el crecimiento de la organización neutralizaría sus defectos y le permitiría desarrollar su talento. Desgraciadamente, sucedió lo contrario. R. Molinier introdujo sus hábitos de comerciante, su intolerable grosería y su falta de escrúpulos en las filas de la organización revolucionaria”. Molinier no tuvo otra opción: tuvo que alejarse del grupo. En las memorias de Gérard Rosenthal, Avocat de Trotsky, se especula que Molinier desapareció, propietario de un circo, en Brasil. Aunque Rosenthal aclara: “Con él, nunca se sabe”. Es cierto. Con Molinier nunca se sabía. En junio de 1939, por ejemplo, se dirige a Bélgica porque camaradas del ex Partido Comunista Internacionalista (PCI) le habían encomendado, en previsión de la guerra inminente, crear una delegación en el extranjero. Mientras preparaba desde Londres un operativo para evacuar de Bruselas a diez camaradas, Molinier se enteró de que habían asesinado a Trotsky en México. A pesar de la conmoción decidió seguir actuando. Necesitaba documentos para sacar a los camaradas de territorio belga. Para eso se instaló en el hotel más lujoso de Bruselas, el Metropole, y puso un anuncio en el diario como director de una empresa en busca de colaboradores. Aclaraba: “Se ruega presentarse munido de documentos de identidad”. Cientos de personas acudieron y a cada una les pidió que dejara sus papeles para verificación. El asunto fue un escándalo. No pagó el hotel, robó los documentos y escapó de Bruselas. El taxista que lo ayudó se llamaba Droeven.

Trotsky en la Plaza Roja, 1922

Luego de una trama en la que se mezclan persecuciones de Scotland Yard con saltos en paracaídas, Molinier se instala en una pensión de Lisboa, se enamora de una mujer de diecinueve años llamada Suzanne Demanet y decide que su próximo destino podría ser América Latina. La cuestión era cómo hacerlo. Inició los trámites para que Suzanne pudiera entrar como novicia en un convento de Brasil y, por otra parte, convenció a los Cairoli, una célebre familia de payasos cuyo circo podía funcionar gracias a una autorización directa del Führer, para montar una serie de actuaciones con el fin de evacuar camaradas de Europa. En las primeras funciones los falsos artistas trataban de sincronizar sus movimientos con los verdaderos, en primer plano, siguiendo el ritmo de la música. “A veces el miedo estrangulaba nuestras risas al ver el espectáculo —escribió Molinier—, pero las más de las veces las carcajadas cubrían nuestras inquietudes.” Lo consiguieron. Molinier obtuvo una visa de turismo a Bolivia, desde donde atravesó Brasil para encontrarse con Suzanne en Río. No permaneció allí, como creyó Rosenthal, sino que se instaló en Buenos Aires con el nombre de León Lamberto Droeven. En la fauna trotskista argentina, Molinier fue un personaje mítico. Se decía que había contrabandeado plasma para la Fundación Eva Perón, que hacía imprimir el periódico La Vérité en papel biblia para distribuirlo en las cárceles, que estafaba con cheques truchos y que había asaltado un banco con el objetivo de hacer la revolución mundial. Siempre en las sombras. Durante los años 70 fue miembro del Partido Revolucionario de los Trabajadores, pero estuvo en contra de la lucha armada en la Argentina. Un personaje literario perfecto. A pesar de eso, un escritor salvaje como Fogwill, que fue incluso su yerno, menciona a Molinier una sola vez en toda su obra. En el cuento “Memoria de paso”, esa reversión fog­williana y criolla del Orlando de Virginia Woolf, la protagonista, Virginia, que en 1810 tiene once años y que más de un siglo después llega a París ya convertida en hombre, dice:

Aprendí yidish, que era muy fácil a partir del alemán —bastaba pronunciarlo mal y con un toque de humillación—, y cultivé la amistad de la elite del ghetto parisino. Los terceristas soñaron que los judíos serían vanguardia intelectual de la revolución de Europa, a partir de esa generalización, a la que son tan afectos los acólitos de Marx, de la experiencia de Trotsky. Así encontré a Lefebvre, a Friedman y a Molinier pronunciando el francés como judíos para dividir la socialdemocracia y repetir el modelo de Petrograd muerto de frío en medio del verano parisino y con Lenin y Trotsky lejos, peleándose por unos miserables rublos.

Algo interesante: en la primera versión del cuento (Mis muertos punk, 1980), Fogwill no pone el nombre de Molinier. El párrafo es casi idéntico, pero en vez del apellido de Raymond escribe “Fularró”. Y una versión posterior (Ejércitos imaginarios, 1983) corrige y pone “Fulanó”. Es en el volumen Restos diurnos, de 1993, donde Fogwill decide incluirlo. Sin duda, buscó resguardarlo (y resguardarse) de la violenta situación política en la Argentina. Aquel 1993 fue el año en que Molinier decidió contar su increíble historia de aventura y clandestinidad a través de un libro para el cual Fogwill escribió la contratapa. La verdadera identidad de aquel personaje legendario, recién entonces, podía ser revelada.

Imagen de portada: Gibson, El acto de dos caballos, 1874.