La reaparición de los suplicios

Vidas al margen / dossier / Abril de 2018

Diego Rabasa

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¿Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales, todos los cuales se asemejan a las prisiones? Michel Foucault, Vigilar y castigar


La libertad de la conciencia tiene un sentido unívoco, no admite coordenadas, no acepta que la enjaulen, no puede vivir encerrada en el “apando”. José Revueltas, México 68: juventud y revolución


Una nota del periódico La Jornada fechada el 10 de diciembre de 1999 consigna: “La Policía Judicial del Estado de México detuvo a cinco integrantes de una banda de secuestradores encabezada por un ex escolta del exfiscal especial de la PGR Pablo Chapa Bezanilla […] Luis Felipe Polanco Lara, de 40 años y policía judicial capitalino hasta el año pasado, fue aprehendido luego de que intentara asaltar una sucursal de Bancomer. En aquellos días de diciembre se terminó la venia con la que el antiguo militar, escolta privado, miembro de las guardias presidenciales y de la Policía Judicial de la Ciudad de México había operado una banda de asaltantes y secuestradores a la que llegaron a pertenecer, según el testimonio de su hija Nancy Polanco, políticos tanto del Partido Revolucionario Institucional como “personas hasta arriba del gobierno, tipos que siguen estando ahí, viviendo y malviviendo con el dinero de la gente”. Nancy Polanco le pide al guardia que le permita prolongar nuestra entrevista diez minutos más para concluir su relato, pues “es importante que se sepa mi historia, porque hay personas a las que le dan poder que no deberían de tenerlo”. La hija del capo se dio cuenta a los 11 años de edad de que su papá era una de esas personas cuando quiso poner en la videocasetera una de sus caricaturas favoritas y en su lugar se topó con la imagen de un hombre disparándole a otro a quemarropa, “volándole la tapa del cráneo”. Días más tarde vería imágenes semejantes en las noticias y en los periódicos: eran imágenes de la matanza de Acteal. “Porque así andaba él, desde el sur hasta el mero norte; cuando lo mandaron a Tamaulipas se hizo compadre de Osiel Cárdenas, de ahí que mi medio hermano se llame Osiel”. Para cuando Polanco Lara cayó preso, la diabetes y su adicción a la cocaína habían mermado mucho su salud. La mayoría de sus cómplices le dieron la espalda a la familia y “tuvimos que vender hasta los perros”, confiesa Nancy entre risas nerviosas.


El penal de Santa Martha Acatitla obtuvo su nombre de uno de los ocho pueblos originarios ubicados en Iztapalapa. Acatitlán era una región conocida por la aguerrida resistencia que sus pobladores plantaban a los mexicas. Hoy sigue siendo territorio comanche. Como si de un movimiento telúrico se tratara, como si las ondas violentas se propagaran del centro de la Tierra para sacudir a todas las personas plantadas sobre su suelo, el temple aguerrido, de combate permanente, de violencia seca y áspera como la lengua de un loro, es el éter por el que discurre la vida cotidiana en esta zona limítrofe con el Estado de México. En el interior del penal nos ubicamos en una zona aledaña al patio central donde algunas reclusas vestidas en los colores de las procesadas (beige) y de las sentenciadas (azul) dejan pasar el calor del día. A la distancia del patio en el que nos encontramos se ven los juegos de la bebeteca: uno de los espacios creados por Reinserta, una organización no gubernamental que ha cambiado la legislación en torno a la maternidad de mujeres en situación de cárcel, gestionado centros de educación y de atención psicológica dentro del penal e incluso asumido la defensa de hombres y mujeres atropellados por el atroz brazo de la ley mexicana. Si una cosa tienen en común las tres mujeres que integran este testimonio es que ninguna de ellas tuvo derecho a la infancia. En el caso de Polanco, desde que avistó aquel video de la matanza de Acteal, su vida se convirtió en un continuo ejercicio de secrecía y paranoia. “Cuando salgas a la calle quiero que voltees siempre a la derecha y a la izquierda, siempre tienes que saber exactamente cuánto dinero traes y en dónde, y nunca, por ningún motivo, aceptes ningún regalo de un desconocido, mucho menos comida.” Ruidos inexplicables provenientes de la cajuela, llamadas a altas horas de la noche y excentricidades como escuchar a través del altoparlante de un helicóptero la voz del padre anunciando la hora a la que volvería para cenar, marcaron una mente afilada y prodigiosa, especialmente aguda para resolver problemas logísticos. Antes de cumplir los 13 años, su padre ya había dejado que Nancy participara en los planes de su grupo delictivo para vender autos robados. Los siguientes años fueron una auténtica pesadilla, viviendo a salto de mata para conseguir las peticiones millonarias de los abogados defensores de Polanco Lara y para su manutención en el penal de Neza Bordo en donde fue recluido el exagente. Después de días y noches de angustia e incertidumbre, Nancy consigue un trabajo en el Sindicato Industrial de Trabajadores y Artistas de Televisión (Sitatyr) donde incluso logra un par de papeles como extra en anuncios de televisión. Poco tiempo después conoce a un hombre (cuya identidad no quiere revelar) recién salido del Reclusorio Sur que la busca para reactivar el viejo negocio que tenía el padre: “Y pues ahí va la bruta, ¿no?”. A Nancy le cayeron 40 años de sentencia. Hace unos años, conoció a Óscar Gabriel Martínez García, recluido en el penal de Santa Martha (contiguo a la prisión de mujeres). Después de cuatro años de mantener relación únicamente a través del teléfono, decidieron aplicar al sistema de visitas íntimas y unos meses más tarde Nancy estaba en el Hospital de Perinatología luchando por sobrevivir una hemorragia terrible acontecida durante el parto. Su hermana y su madre están recluidas junto a ella en Santa Martha, acusadas de ser cómplices de la banda que ya dirigía Nancy antes de cumplir 20 años de edad. “Fíjate tú, tuve que medio morirme para que me perdonaran”, dice entre risas. Entre las tres han criado a Alexis, que merodea la zona de la entrevista con un gorro de los Minions ceñido a la cabeza. “Vete para allá mi amor, ya casi vamos a terminar”, dice Nancy. Antes de que el guardia finalmente corte la entrevista, Polanco alcanza a decirme que buscó al hombre con el que montó aquel grupo delictivo que le costó una sentencia de cuatro décadas. “Hace poco tuve acceso a una tecnología y lo busqué ahí en la red y el señor ahí con sus fotos en el Face a todo lo que da tan feliz el hombre. Pero la vida tiene un efecto como de búmeran, ya verás, yo ya pagué todas las que debía, le falta a él”.


Si Nancy fue embestida por la imagen de la matanza de Acteal —en la cual asegura que su padre participó—, fueron la pobreza, las drogas, los golpes y las ratas lo que tonsuraron la inocencia de América: “Lo peor eran las lluvias y ni siquiera por las goteras sino porque cuando llovía muy fuerte las ratas se metían por el techo de lámina hacia la casa. Mi mamá siempre procuraba tenernos a mi hermana y a mí con la boca limpia, pero pues al final no aguantó y se fue… mi papá desde entonces ya estaba en las drogas y se iba días, a veces semanas enteras. Yo tenía que ver cómo darle de comer a mi hermana”. Después comenzó un periplo dantesco: el cielo: el momento de reunión con la madre años tras la intermediación de la abuela; el infierno: la posterior estancia con sus abuelos después del traslado de su padrastro y su madre a un trabajo en Acapulco periodo durante el cual sufrió constantes violaciones por parte de su abuelo; el purgatorio: el regreso de su padrastro y la vuelta a la normalidad durante al menos 18 meses más. La psique violentada y trasegada de América nunca encontró la forma de arraigarse dentro de un modelo considerado como normal (obediente, productivo) y abandonó la escuela muy pronto. A los dieciséis se junta con el padre de sus dos primeros hijos: Saúl y Nínive. Tras el nacimiento de la segunda, América tiene un encuentro desafortunado con el destino al toparse a una hermana de su madre (quien la había desterrado, una vez más, tras enterarse de su primer y prematuro embarazo). Días más tarde, su madre llegó y sin más le quitó a su hija de los brazos. América protestó, intentó defenderse, pero “pues no tenía fuerzas para nada; mi esposo me pegaba, su familia me maltrataba”. Años después, tras un breve reencuentro con su madre durante el cual ésta le permitió ver a su hija (en su cumpleaños número tres), América comienza su carrera delictiva de la mano de su nueva pareja: un hombre dedicado al robo habitacional. Cayó una vez en Santa Martha, cayó una segunda vez y la tercera fue la vencida: le dieron 13 años de condena. Su “causa” (en jerga penitenciaria que alude al motivo o persona por la cual el interno se encuentra recluido) es también el padre de Donovan: “Es bien difícil porque pues yo no quería a Donovan. Definitivamente no. Yo le pedía a Dios que se muriera o lo sacara de mi panza. Porque pues no tenía visitas y se me iba a hacer bien difícil el mantener a un hijo. Cuando nació lo malmiraba, quería golpearlo. Pero pues, híjole, yo creo que Dios me dio un castigo… ¿Cómo te diré? [solloza] Me hizo valorar a mi hijo. Porque mi hijo se convulsionó a los tres días de nacido. Fue bien difícil [llora]… Y gritaba que, pues me devolviera a mi hijo, que ya no iba a hacer nada. Y me devolvió a mi hijo, sí, sí me lo devolvió. Y si vieras que es un niño bien inteligente. El que se preocupa por su mamá. El que, si ya comí, el que si ya tomé agua [siguen sollozos]”. Donovan está por cumplir seis años. Antes de que Reinserta propusiera (con éxito) modificar la Ley Nacional de Ejecución Penal para reducir la estancia máxima de niños y niñas al interior de la prisión el límite eran los seis años de edad. ¿Qué va a ser de Donovan? Según América su destino está en manos de Reinserta. Antes de que Donovan se vea obligado a vivir fuera del reclusorio ya ha tenido que aprender a hacerlo dentro: lo cual quiere decir soportar los arranques de ira y los golpes de América que durante muchos años se dedicó a traficar cocaína, piedra y activo dentro del penal, en ocasiones escondiendo la droga en Donovan (“A él no podían catearlo las jefas”).


A Rosa María Ríos Vásquez fue otro tipo de abandono el que le robó la niñez: su madre trabajaba en una empresa de limpieza, salía a las 6 am y volvía a las 11 pm, su padre era trabajador de la construcción y luego conserje en una imprenta y salía y volvía de noche. Rosa María tuvo que criar y alimentar a sus dos hermanos y a su hermana aun después de haber sido arrollada por un Ruta 100 que la dejó meses (“como seis, creo”) con un yeso que iba desde la cadera hasta los tobillos. Fuera de los breves paseos al monte que recuerda como si fueran una ensoñación, como los únicos momentos felices de su vida, Rosy recuerda que sus padres se dirigían a ella sólo para recriminarle, reprenderla, humillarla. “Estaba muy deprimida, hasta un día hice una carta suicidatoria (ríe) e intenté matarme, creo que estaba pidiendo auxilio”, clamor que nunca encontró eco, pero sí resonancia: un par de años después de que nació su segunda hija (producto de una violación) Rosa María mató a sus dos niñas, las asfixió en algo que ella recuerda como un “descuido”. Un par de años después de haber ingresado nació Ximena, quien corre arrastrada por la curiosidad durante todo lo que dura la entrevista con una tiara puesta en la cabeza. “Es difícil primero no verse a una con desprecio. Yo a veces decía ‘Ay, no, la cárcel fue lo peor que me tocó y sí fue mi error y yo cometí un descuido y todo ¿no?’ Pero en verdad agradezco haber llegado aquí. Porque tuve a mi hija aquí y ella ha sido mi motor para salir adelante [se le corta la voz].” Un reportaje publicado por El País titulado “El maltrato y la extorsión habitan en las cárceles de mujeres en México” da cuenta del entorno en el que Alexis, Donovan, Ximena y los otros 500 niños y niñas (cálculo aproximado hecho por Reinserta) han crecido hasta el día de hoy: hacinamiento, cobro de cuotas, prostitución, abusos sexuales, narcomenudeo, golpizas, asesinatos: o sea, lo normal en un centro de reclusión mexicano. La organización Reinserta junto con el Inmujeres publicó en el 2016 un estudio disponible en línea: “Diagnóstico de las circunstancias en las que se encuentran las hijas e hijos de las mujeres privadas de su libertad en once centros penitenciarios del país. Propuesta de políticas públicas para atender de manera integral sus necesidades”. Las muestras recogen testimonios de 2049 mujeres recluidas en once centros penitenciarios en seis estados distintos (17% de la población total carcelaria de mujeres). Cabe destacar que, según el propio informe, del 2000 al 2015 la población carcelaria de México aumentó 50% en mujeres y 40% en hombres. México tiene la sexta población carcelaria más grande en el mundo, sólo detrás de Estados Unidos, China, Rusia, India y Brasil, en ese orden. “Las cárceles de mujeres por lo general —dice el estudio— ocupan espacios originalmente planeados para población masculina, por lo que las internas carecen de áreas adecuadas para el trabajo, la educación, la recreación e incluso algunas actividades básicas. Menos aún cuentan con espacios pensados para el integral y correcto desarrollo de un menor. Por otra parte, en lo referente a la capacitación que se brinda a las mujeres privadas de su libertad, los cursos generalmente se relacionan con labores como el maquillaje, corte, confección y manualidades, es decir, actividades catalogadas como ‘propias de su sexo’, dejando de lado otro tipo de oficios mejor remunerados, que pudiesen serles de mayor utilidad, tanto dentro del penal como al momento de su liberación”. Otros datos del estudio muestran que los casos de Nancy, América y Rosa María son representativos en muchos sentidos de la población carcelaria general. Algunas cifras puntuales:

En su ya clásico estudio Vigilar y castigar, Michel Foucault hace un fascinante (y terrible) recorrido por las distintas aproximaciones de la autoridad (sea monárquica, estatal o totalitaria) hacia las penas y las condenas de los infractores y las infractoras de la ley. El tránsito del suplicio a la disciplina a la prisión dio un vuelco de la pena entendida como instrumento ejercido sobre el cuerpo (descoyuntar miembros, lacerar extremidades, verter hierro fundido sobre cuerpos vivos) hacia modelos panópticos carcelarios con sistemas de disciplina y de conducta que han conducido a nuestras sociedades al estado de control y vigilancia ubicuos de la actualidad (al grado de que el pensador francés compara las prisiones con los cuarteles, los hospitales, las escuelas o las fábricas). El sistema neoliberal ubica en el individuo la responsabilidad de su pobreza o marginación: ya no es suficiente nacer en los márgenes, ahora hay que sentirse culpable al respecto. En Campo de guerra, el escritor Sergio González Rodríguez acuñó el término AnEstado para referirse a las organizaciones contemporáneas (como la que tutela el gobierno mexicano desde hace varios años) que no subvierten los márgenes de la ley para consolidar su poder, sino que conciben su estructura, crecimiento y fortalecimiento totalmente fuera de ella. Un triángulo siniestro en el que la empresa privada, el ejercicio de gobierno y el crimen organizado tienen cada vez fronteras más difusas. Este entorno endurece las fronteras que separan el adentro y el afuera (Slavoj Žižek ha comparado el neoliberalismo contemporáneo con el Crystal Palace en Londres: un espacio traslúcido al que sólo una pléyade selecta puede ingresar). En su estudio My Own Private Germany, el académico norteamericano Eric Santner ha dicho que el nazismo era el reflejo de una enfermedad mental y espiritual que asediaba buena parte del pueblo alemán de la época. Una especie de síntoma perverso de una población intoxicada por el nacionalismo y el fanatismo. La violencia en México puede ser entendida de la misma manera y los casos de las mujeres revisados aquí configuran historias que le dan forma a la narrativa de horror, abandono y marginación activada desde las más altas cúpulas de poder del AnEstado que nos domina. Donovan aprendió a ser mula antes de cumplir los seis años que le marcaba la ley para dejar el centro penitenciario en donde nació y creció con su madre América: una mujer que entró con una sentencia de 13 años y tiene ya más de 10 años adicionales acumulados. En el espejo de su tragedia estamos reflejados todos, los que de muchas formas contribuimos a propagar el sistema de privilegios que hunde nuestros últimos hálitos de esperanza a la velocidad de varias tragedias por minuto.

Imagen de portada e imágenes del artículo: Santa Martha Acatitla. Fotos de Santiago Arau.