Crecer con el 68

M68 / dossier / Octubre de 2018

Gina Zabludovsky Kuper

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A la memoria de mis padres, Abraham y Alinka


el movimiento repercutió en los niños […] el gobierno de este país tendrá que tener mucho cuidado con aquellos que en 1968 tenían diez, doce y quince años […] ellos recordarán siempre. Eduardo Valle, en La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska


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En 1968 yo era una estudiante de secundaria que vivió de cerca cómo la que había sido su escuela primaria se quedaba acéfala debido a que la directora del plantel, nuestra querida maestra Perelló, fue obligada a salir del país por órdenes gubernamentales. Su única acusación: ser mamá de Marcelino, quien entonces era líder estudiantil del movimiento. Cuando yo tenía trece años, y mientras tarareaba de memoria todas las canciones de los Beatles, las demandas del movimiento de 1968 saturaron los muros de mi ciudad y se adentraron en mi hogar para tapizar sus paredes. Esta afirmación no es una metáfora. Como sucedía tantas veces en mi casa, una vez más estábamos en obra con la presencia de albañiles y constructores. Las obsesiones arquitectónicas de mi padre lo llevaban a renovar constantemente nuestro hábitat y, en esta ocasión, el turno había tocado al cuarto de mis hermanos Jaime y Moisés, quienes entonces tenían doce y nueve años. La obra estaba por terminarse, y cuando se produjo el movimiento de protesta aún faltaba pintar los muros. No sé en qué momento a uno de mis hermanos se le ocurrió utilizar la pared desnuda para transcribir las consignas estudiantiles, y después serían varios los amigos y familiares que seguirían su camino y vendrían a reproducir los principales lemas en mi hogar. Mis padres aceptaron con complicidad este juego de protesta, y durante el tiempo que duró el movimiento la pared se cubrió de diferentes consignas, como “Prohibido prohibir”, “Imaginación al poder”, “Diálogo público, no represión” o “Libertad a los presos políticos”. Así permaneció varios meses. La pared no se pintó de un solo color hasta que terminó el movimiento. Para Jacobo Kupersztoch (o Jacobo Kuper), el único hermano de mi madre, que tenía veintitrés años (diez años menos que ella) y participaba en el movimiento como estudiante de la Facultad de Ciencias, mi casa era su segundo hogar, y complacido veía cómo sus preocupaciones y demandas eran reproducidas por la camada de amigos de sus sobrinos. Pero los familiares del lado paterno no reaccionaron de la misma manera. El hermano de mi padre estaba atónito y no le gustó nada que uno de sus hijos fuera a pintar paredes en la casa de sus primos revoltosos. Por su parte, la hermana de mi papá —quien nos visitaba con frecuencia— no parecía poner demasiada atención a “nuestro mural”; su mirada estaba más centrada en los nuevos estilos de los jóvenes, y meses antes del movimiento estudiantil ya había expresado cierta inquietud porque los muchachos andaban desaliñados y, en vez de cortarse adecuadamente el pelo, se aferraban a sus melenas.

La política, el debate ideológico y la constante intranquilidad marcaron los compases de nuestra vida familiar. Mi abuela materna vivía permanentemente angustiada. Recibía llamadas telefónicas de advertencia y amenazas: “Cuide a su hijo… Sabemos que participa en el movimiento. Seguro es un espía comunista”. Aunque usualmente sólo utilizaba su nombre en español y su primer apellido, la voz amenazante sabía el nombre completo y Yankel Mario Kupersztoch Portnoy sólo podía ser el de un agente soviético infiltrado en el movimiento. Mientras tanto, mi abuela paterna parecía ajena al mundo político. Como lo hacía con frecuencia, a pesar de no ser creyente, estaba dedicada a cocinar para eventos propios del calendario judío, donde siempre invitaba a la familia ampliada. La celebración del Año Nuevo en su casa (que usualmente es de fines de septiembre a octubre) se convirtió en campo fértil para el enfrentamiento de opiniones en torno al conflicto estudiantil y el papel de las universidades y el gobierno. Creo que Raquel estaba de alguna forma acostumbrada a las controversias que solían darse entre sus dos hijos, por lo cual no parecía afectada por el hecho de que ahora el mayor de ellos —con el tono apasionado con el cual solía discutir— hiciera mancuerna con su joven cuñado para defender una causa. De un modo que tal vez tenía mucho de sabiduría, ella se concentraba en lograr la buena sazón que siempre tenían sus platillos. Su éxito era rotundo, porque los desacuerdos políticos nunca impidieron que todos compartiéramos la enorme mesa en la cual nos nutríamos de suculentas comidas con sabores de Polonia y Rusia. Como suele suceder en este tipo de conflictos, durante el movimiento de 1968 fueron muchos los parientes que tuvieron discrepancias. En una misma familia, algunos padres criticaron los comportamientos de la juventud y de sus propios hijos, mientras otros secundaban sus voces y sus demandas e incluso los acompañaban a las manifestaciones. También es cierto que varios fueron cambiando de opinión conforme se intensificaba la represión gubernamental y los marcos temporales permitían hacer otras lecturas menos inmediatas de los acontecimientos.

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En contraste con las versiones gubernamentales y una parte abrumadora de los medios, en mi casa teníamos acceso a los relatos de mi tío materno y otros estudiantes. Además, contábamos con una fuente sumamente valiosa de primera mano. Nuestro informante era el licenciado Fernando Solana, gran amigo de mis padres, entonces secretario general de la UNAM, y quien aparece junto al rector Javier Barros Sierra encabezando una marcha de protesta en una de las fotos icónicas del 68. Gracias a la información proporcionada por Solana y otros amigos, mi madre también tuvo un papel fundamental en mi apreciación sobre el movimiento estudiantil. Con habilidades de comunicación más sutiles y menos vehementes que las de mi padre y poseedora de una poderosa “inteligencia emocional”, la recuerdo advertir en un tono pausado y apacible a sus amigas: “nosotros estamos con los estudiantes, no creemos en las versiones de la televisión ni en las de la mayoría de la prensa”. Más adelante, también me tocaría vivir otro de los episodios de la lucha estudiantil con ella. El 10 de junio de 1971 me invitó a escuchar a Octavio Paz en el Auditorio Justo Sierra de la UNAM. El conferencista interrumpió el evento cuando se enteró de que habían reprimido la manifestación en lo que se conocería como “el halconazo”. Leal a su postura, el exembajador de México en la India —que había renunciado a su cargo durante el movimiento del 68— cancelaba una actividad al enterarse de un nuevo acto represivo.

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La experiencia de 1968 no sólo fue una sacudida política y familiar, sino que también inclinaría mi vocación profesional hacia las ciencias sociales. Aunque mi padre era un entusiasta conocedor de la historia política mundial, al ser un hogar con un padre arquitecto y una madre y abuela que operaban la galería de arte Merkup, antes del 68, las conversaciones en las sobremesas se concentraban más en el terreno artístico y en especial en el de las artes visuales.

Como integrante de una familia totalmente alejada de las prácticas y los intereses deportivos, las Olimpiadas entraron a mi casa por su veta cultural. Durante los meses previos había escuchado de su propia voz el proyecto planeado y realizado por Mathias Goe­ritz, (buen amigo de la familia y expositor en la galería de mi abuela) para las esculturas de la Ruta de la Amistad (que luego también sirvieron como muros para las pintas del movimiento estudiantil). También habíamos tenido contacto con Lance Wyman, el gran diseñador gráfico que, con el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, entonces presidente del Comité Olímpico Mexicano, hizo el logotipo de las Olimpiadas (también fue el creador de los logotipos de las estaciones del metro de la Ciudad de México). Además, en la Merkup se habían desarrollado algunos eventos de las Olimpiadas Culturales. En este contexto, uno de los anhelos más fervientes de mi abuela era que yo continuara como gestora de la galería de arte que ella había fundado con tanto esmero y cariño. La formación que yo había tenido en el colegio tampoco favorecía la inclinación a las ciencias sociales. En la Escuela Secundaria y Preparatoria de la Ciudad de México, mejor conocida como la “Mexico City School”, se esperaba que todo buen estudiante siguiera el camino de las ciencias biológicas o físico-matemáticas. Optar por otra área de conocimiento era considerado como un camino fácil, una opción para los alumnos que querían terminar la preparatoria con “profesores barcos”. La Mexico fue una escuela formadora de talentos; no es casual que muchos de sus egresados destacaran en la Facultad de Ciencias y que, en la actualidad, la UNAM cuente con por lo menos tres de ellos en cargos directivos (Centro de Estudios de la Complejidad, Facultad de Ciencias e Instituto de Investigaciones Nucleares). En contraste, cuando entré a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales no me encontré con un solo exalumno de mi preparatoria. En cuanto a las escuelas privadas se refiere, la mayoría de mis compañeros eran del Colegio Madrid. En este ámbito, cuando terminé el bachillerato estaba convencida de que cursaría una carrera científica, y en el último año opté por la opción vocacional de químico-biológicas y fui a pasar unas vacaciones para iniciarme en la investigación en La Jolla, California, donde para entonces el hermano de mi madre estaba desarrollando su doctorado en bioquímica. Ahí me di cuenta de que los laboratorios no eran lo mío. De forma recurrente me escapaba de las miradas de mi tío y de su esposa también científica, para irme a la biblioteca y librería a leer ávidamente los libros de Herbert Marcuse, quien desde La Jolla se había convertido en el teórico más importante del movimiento de 1968 a nivel mundial. Mi vocación estaba decidida: Marcuse y el movimiento del 68 la habían definido.

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La experiencia formativa que viví en mi casa tuvo, sin duda, particularidades incomparables. Sin embargo, creo que también es una muestra de cómo, por su carácter envolvente, el movimiento de 1968 no sólo tuvo un gran impacto en los estudiantes de distintas clases sociales y en la transformación de la esfera pública del país, sino que también incidió en las dinámicas y en muchos casos llegó a cambiar las visiones de la vida y la política de la “generación de los padres”. Para mencionar otro caso, en mi familia política el movimiento causó varias convulsiones. Un pariente cercano de mi esposo, que tenía entonces veinte años y en 1968 era estudiante de la Facultad de Ciencias, relata que también tuvo problemas con su tío del lado paterno por “haber invitado” a su primo a una manifestación. Pese a que su padre tenía empatía con el movimiento, al ver a su hijo tan involucrado, reaccionó con gran preocupación y el 1 de octubre “lo puso en el avión” para pasar una “estancia forzada” en Chicago (donde vivían otros familiares) y alejarlo así de lo que presentía como una escalada de la represión gubernamental. También mi esposo, que tenía veintidós años, recién graduado de la Facultad de Química, salió del país el 18 de septiembre como becario de maestría en Columbia University, donde se topó con el movimiento estudiantil anti-Vietnam y sufrió una gran angustia cuando vio por televisión la ocupación de Ciudad Universitaria por parte del ejército. Después se enteraría de la detención de otro familiar que también era estudiante de la Facultad de Ciencias, quien, sin ser activista, desde antes del movimiento estudiantil había establecido colaboración con unos amigos del Centro de Estudios Cinematográficos (CUEC) para filmar diversos aspectos de Ciudad Universitaria, y el día que entró el ejército fue detenido por llevar una cámara. El encarcelamiento de este joven —quien por unas semanas compartiría la celda en Lecumberri con Eli de Gortari y Marcué Pardiñas— causó, desde luego, una gran congoja y desesperación a su madre y al resto de la familia. Mi marido también relata cómo el 3 de octubre se enteró de la matanza de Tlatelolco por un documental que había logrado filmar la periodista italiana Oriana Fallaci, lo que lo llevó a una depresión y una sensación de incapacidad por no poder estar con los suyos ni hacer nada desde lejos.

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Es mucha la tinta que se ha derramado en torno al movimiento estudiantil de 1968 en México, pero en términos generales las amplias fuentes biblio-hemerográficas se han concentrado en la interpretación de los hechos, los testimonios de los jóvenes participantes y las consecuencias del movimiento en la defensa de la libertad de expresión, la vida democrática, los derechos políticos y otros ámbitos de la esfera pública en México. Si bien es cierto que lo anterior se justifica por las dimensiones que tuvieron estas transformaciones a nivel macro-social, sería igualmente importante aportar información sobre los procesos que se vivieron a nivel de lo micro-social, y en especial sobre cómo impactó la dinámica, los valores y la vida cotidiana, para incidir en la politización de las familias mexicanas y, en particular, en los hijos que eran niños o adolescentes y los padres de estudiantes que vivieron el proceso.

Algunos estudiantes percibían que sus progenitores condenaban su estilo de vida en comparación con el que ellos habían tenido; pero también fueron numerosos los que acompañaron a sus hijos y lucharon por sus principios. Como lo expone Andrés Becerril en un artículo reciente, en los festivales organizados por el Comité de Huelga participaban familias enteras con niños y los padres de algunas los escuelas como la Preparatoria 6 publicaron desplegados en la prensa donde hicieron suyas las demandas estudiantiles y exigieron que se cumpliera el pliego petitorio. De forma por demás estremecedora —como lo muestran algunos testimonios que recoge Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco— los relatos de las madres que perdieron a sus hijos están marcados por un irremediable sentimiento de desorientación y quebranto, una sensación de lo que le toca a partir de entonces es “vivir una vida de segunda mano”. Otras, como Cecilia Castillo de Chávez, tendrían la fuerza para tomar la palabra en manifestaciones y dirigirse desde el podio a los estudiantes: “Me han matado a mis hijos, pero ahora todos ustedes serán mis hijos”. Sin embargo, tengo la impresión de que, debido al cerco informativo que imponía el gobierno de la época, en la historia del 68 la participación de los padres no ha tenido la misma visibilidad y atención que después tendrían movimientos como el de las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina o los padres de los jóvenes asesinados en Ayotzinapa. Es difícil encontrar información que permita documentar más a fondo cómo se solidarizaron y acompañaron las demandas de sus hijos. Ignoramos las formas en que algunos de ellos tuvieron que procesar sus duelos. Como una manera de compensar este vacío, este artículo está dedicado a los padres.

Las imágenes de este artículo pertenecen al libro Ocupación militar de Pablo Ortiz Mo­nasterio, textos de Rolando Cordera y JM Cravioto, coedición UNAM / RM, 2018.