Ejercicios de estilo: un secuestro

Risa / dossier / Octubre de 2020

Juan Pablo Villalobos

 Leer pdf

Uno

Si me fuera otorgada la facultad de penetrar el secreto de las cosas, no pediría yo más que entender los mecanismos del azar, que con seguridad existen, deben de existir por obligación, porque, si no los hubiera, ya hace tiempo que la humanidad entera, completita, se habría tirado por un precipicio, una mañana de lunes como la de hoy, por ejemplo, ante el enésimo revés de la mal llamada fortuna. Cómo aceptar, si no, que la vida pueda ponerse patas arriba en un parpadeo, digamos, mientras se espera el cambio de luces de un semáforo, así de rápido, rapidísimo: ocre, bermellón, el tipejo en la ventana extendiendo su mano, ¿qué será lo que quiere?, ¿la caridad?, y en una estúpida milésima de segundo aparece el arma y las palabras brotan de su boca como frutos podridos del árbol torcido en que se ha transformado el país: “Pásate al asiento del copiloto”, dice, y como la orden no alcanza a estimular lo suficiente mi voluntad, porque de alguna manera mi cerebro todavía considera que algo así no puede pasar un lunes a las nueve de la mañana, y que, además, no va a pasarle justamente a un diletante sobre los mecanismos del azar, añade: “Apúrate o aquí mismo te quiebro”, como si yo estuviera hecho de cristal, y entonces escucho el ruido que intuyo es el del arma en su preparación rumbo al disparo, debe existir un verbo para dicha acción, un verbo que yo no conozco y no tendría por qué interesarme en conocer, una palabreja que, de hecho, si nos ponemos rigurosos, idealistas, idiotas, no debería de existir, un verbo, pues, que imagino que querrá decir que el pistolero quitó el seguro del arma o encasquetó la bala que podría, si yo me empeñaba en la abulia, introducirse rabiosa y ardiente en mi carne procurando un órgano vital, si lo que pretende el tipejo es apropiarse del vehículo y de las hipotéticas pertenencias que yo pueda cargar conmigo, o uno no tan vital si lo que pretende es apoderarse de mi voluntad, llevarme consigo con la esperanza de obtener futuros lucros, en cualquier caso lo más recomendable es no averiguarlo, es muy temprano para ese tipo de averiguaciones, las nueve de la mañana de un lunes, así que por fin, no sin las dificultades propias de la edad, paso la pierna derecha por encima de la palanca de velocidades, y luego la izquierda, y cuando caigo en cuenta mis obedientes asentaderas reposan cobardes en el asiento del acompañante y el pistolero ya está adentro, y acelera, mueve el vehículo hacia adelante, con furia, es una fuga, una huida que, para beneficio de la estupefacción, el pistolero no quiere que yo sea capaz de presenciar, porque me ordena, a gritos: “Abajo, métete abajo o aquí mismo te quiebro”, como si yo fuera una figura de porcelana, y mi boca piensa en ponerse a reclamar pero mi cerebro la manda callar, escenas típicas de la vejez, diálogos interorgánicos, el intestino y su chismorreo con el píloro, los pulmones discutiendo con las piernas, y el teléfono descompuesto al que juegan el tímpano y la vejiga, un reflejo condicionado de perrito ruso que ante cualquier goteo o chorro amenaza con la incontinencia.

Ilustración de Emmanuel Peña

El cerebro quiere vivir y manda callar a la boca, proyecta el balazo inminente como premio a la otra incontinencia, la verbal, el cerebro es el único que quiere seguir con vida, el que mantiene al resto a raya de sus impertinencias y se cree al comando, el ufano, no hay quien lo obedezca, ojalá las cosas fueran así de sencillas, métete abajo, ¿y cómo?, ¿cómo se mete un costal sedentario de setenta años en el espacio reservado a las piernas del copiloto de un auto compacto?, ¿cómo lo hace sin quebrarse si a estas alturas parece que en verdad está hecho sólo de huesos astillados y de cartílagos resecos? Hazte bolita, es la orden del ufano cerebro, al que ya podemos ir llamando así, señor ufano, ese trozo pedante de carne, y mientras esta interesantísima disputa se libra, mente contra cuerpo, espíritu contra materia, el pistolero afirma no estar para filosofías y grita lo que se espera que griten los de su calaña: “¿Qué no entiendes, hijo de la chingada?”, lo que es una afrenta para el señor ufano, que por supuesto que entiende, pero de qué sirve si el entendimiento no puede mover a la acción, si la acción se ha convertido en un territorio que se pisa siempre de manera premeditada, planificada, nunca espontánea, la espontaneidad se quedó en el pasado, verdadera paradoja del envejecer, que gestiona mal las sorpresas y los imprevistos, que acaban casi siempre en fatalidades. La boca no resiste más y rompe el dique, las palabras irrumpen para defender al señor ufano, quién diría, tantas veces enemigos pero al fin y al cabo inseparables, uña y carne, boca y cerebro: “No puedo”, dice la boca en tono lastimero, el tono se lo ha entonado el cerebro, es un trabajo en equipo para intentar conmover al pistolero, “se habrá dado cuenta, imagino, de que está secuestrando a un anciano”, y ahí es cuando el pistolero se pone a reír y golpea el volante del auto tres y hasta cuatro veces, relinchando de la felicidad, como si secuestrar fuera una profesión divertidísima llena de sorpresas hilarantes. “No te azotes”, dice cuando por fin consigue controlar las carcajadas, “no te estoy secuestrando”, y mientras yo repaso fugazmente cuál de las condiciones de un secuestro estoy incumpliendo, por qué no tengo ni el derecho a asumirme secuestrado, añade: “Si no te pasas de pendejo, todo va a salir bien”. Ya lo dije antes, si me fuera otorgada la facultad de penetrar el secreto de las cosas, no pediría yo más que entender qué es pasarse de pendejo, qué cosas puedo o no puedo hacer, y lo único que sé por ahora, al menos eso está claro, es que si todo sale bien seguiré con vida. Así que respira, respira, esto sólo está comenzando, ya habrá tiempo de averiguar lo que está pasando, lo que va a pasar. Hay otra posibilidad y es que te mates solito, que te infartes, que te produzcas un patatús fulminante, que tengas un ictus, un shock traumático, uno de esos episodios que te borran la memoria. Respira. Cierra los ojos, eso, cierra los ojos, y anúnciaselo al pistolero: “Voy a cerrar los ojos y no voy a abrirlos hasta que usted me lo diga, puede confiar en mí, voy a hacerme el dormido”. Cierras los ojos y escuchas al otro, de nuevo, con su cancioncita: “Más te vale, si los abres te quiebro”, como si estuvieras hecho de un material delicadísimo, y el hecho es que sí, estás hecho de ganas de seguir con vida. Quieres seguir con vida. Cierra los ojos. No los abras.

Ilustración de Emmanuel Peña

Dos

Por aquella época me ausenté de casa unos días sin dar explicaciones y sin que yo supiera cómo había sucedido. Había sido algo así como un viaje involuntario, algo parecido a un secuestro, sólo que yo no recordaba que hubiera habido violencia, ni que nadie me forzara. Tampoco me habían cortado las orejas y mis dedos estaban intactos. Cuando volví a casa, por mi propio pie, lo cual es un decir, porque en realidad volví empujando una silla de ruedas, mi familia ya había perdido la esperanza de encontrarme con vida. Estaban todos agitadísimos, al borde de un colapso colectivo. Mi mujer, de hecho, se desmayó, aunque tuvo la prudencia de hacerlo después de sentarse en un sillón, cosa de no azotar vilmente en el suelo como hace la gente corriente, lo cual, además, hubiera arruinado el peinado estoico que su peluquero había modelado especialmente para mi velorio. Mis hijos me zangolotearon para comprobar que yo no era de mentira, mientras sus hijos, o sea mis nietos, no entendían el por qué de tanto alboroto si el abuelo, de acuerdo con la versión oficial de los hechos, nada más estaba regresando de vacaciones. Habían dedicado los días de mi ausencia a enseñarles a los más pequeños el significado de la muerte. Los habían estado preparando para el fatal desenlace y ahora que yo acababa de entrar en casa, vivito y coleando, iba a ser necesario sacrificar a alguna de las mascotas. Menos mal que en casa había dos perros, un gato, una pecera con ocho peces y cuatro canarios. ¿Que dónde me había metido? ¿Que por qué no les había avisado? ¿Pero de qué estaban hablando? No recordaba haberme ido, ¿¡cómo iba a ser posible que volviera!? En esto último estábamos todos de acuerdo, aunque por motivos distintos. A ellos les parecía inverosímil que un anciano pudiera desaparecer varios días y luego volver como si nada. Como si nada, ¿la silla de ruedas les parecía nada? A mí, en cambio, me parecía imposible desde una perspectiva lógica: no puede volver el que no se ha ido. Aunque resultaba que yo sí me había ido, cuatro días para ser exactos, durante los cuales la familia entera estuvo pegada al teléfono esperando la llamada de los secuestradores, del hospital, de la morgue, del manicomio o de la policía.

Ilustración de Emmanuel Peña

Si he de decir la verdad, no entendí si estaban contentos o disgustados con mi regreso. Para acabarla, yo no cooperaba con explicaciones, por lo que ellos no podían disculparse de manera apropiada con todos los familiares y amigos que habían estado aguardando el anuncio de mi muerte y para quienes el cambio de planes era una auténtica majadería. Seguramente, habría quien hubiera aprovechado una promoción para comprar la corona mortuoria, ¡y ahora tendría que buscarse otro muerto! Había otros que llevaban dos días comiendo de manera ligera, sabedores de lo espléndidos que eran los velorios en la familia. La sinceridad con la que yo repetía que no sabía lo que había pasado condujo a una hipótesis naturalista: al viejo se le había zafado un tornillo. Si quería demostrar lo contrario, más me valía encontrar una explicación convincente. Mi mujer y mis hijos concluyeron que la explicación la encontrarían los médicos, y también dieron parte a la policía.

Tres

Abrí la puerta y lo que vi fue un bigote estruendoso. El sujeto pronunció mi nombre completo con entonación de pregunta. —Depende —respondí. Metió la mano izquierda adentro del saco, que tenía las solapas deshilachadas, y extendió a la altura de mi cara una carterilla de plástico en la que tenía guardadas una placa y una credencial de la policía. Leí el nombre, pero no alcancé a leer el apellido, porque la mano ya iba de vuelta al bolsillo interior. —¿Puedo pasar? No era una pregunta: ya estaba adentro antes de que yo dijera nada. Lo vi detenidamente mientras él escudriñaba la sala con curiosidad moderada, como si su mirada fuera el prólogo o la primera página de un libro. Aparentaba más de setenta años, mal vividos, ¿a qué edad se jubila esta gente? —¿Hay alguien más en casa? —No, soy solo. —Su mujer fue la que me dio la dirección, todos en su familia están muy preocupados. Esta vez, ni siquiera contesté. —¿Tiene café? —inquirió. La pregunta sonó idéntica a si él fuera el anfitrión y me estuviera ofreciendo café. Así que le respondí que no. —¿Té? —insistió. —Tampoco. —¿Un jugo, una coca? —Nada. —Un vaso de agua, entonces. —Lo siento, la cortaron. Era verdad. Cortaban el suministro del agua una hora todas las mañanas, de once a doce. Eran poco más de las once. —¿Tiene usted algún problema con la policía? Levanté las cejas, fingiendo estar ofendido, o sorprendido por la conclusión precipitada a la que el inspector había llegado. —A nadie se le niega un vaso de agua —dijo. —Excepto cuando no hay agua. —¿Va a decirme que no tiene un garrafón? ¿Una botella? ¿Una jarra? Levanté más las cejas: casi me tocaban el pelo. El hombre se sentó. Sacó una libretita. Un lápiz amarillo con el borrador gastadísimo, como si en su trabajo se la pasara borrando. No me aguanté. —¡Conque así es como trabaja la policía! El tipo miró la libreta, supongo que pensó que iba a ponerme a criticar su atraso tecnológico. Seguí: —Borrando testimonios, depurándolos, reescribiéndolos a su conveniencia. Ahora él alzó las cejas: no tenía la más mínima idea de lo que estaba diciendo. Le señalé el borrador luego de acercarme lo suficiente para que mi dedo índice lo tocara. —Es de mi nieto, lo agarré al salir de casa a las carreras. ¿Usted tiene nietos? Dejé caer los brazos a los costados, decepcionado. ¿Era así que pretendía ablandarme? Mentí: —No. —Yo tengo cuatro.

Ilustración de Emmanuel Peña

Metió de nuevo la mano al saco y extrajo una foto de debajo de la placa de policía. La tomé cuando me la extendió. Cuatro escuincles en las piernas de Papá Noel. Había un árbol de Navidad al fondo. —Es del año pasado. Santa Claus soy yo. Las cejas se me estaban subiendo por el cráneo, como gusanos quemadores en retirada. El sujeto se levantó y fue hasta una mesita lateral, donde había una solitaria foto, el portarretratos que en un momento de debilidad me llevé cuando me fui de casa. Era una imagen muy parecida a la que yo seguía sosteniendo en la mano, sólo que sin árbol de Navidad. Y sin disfraz de Papá Noel, por supuesto. Volvió a levantar las cejas, imitándome. Decidí pasar a la ofensiva: —¿Me está acusando de algo? —Por lo pronto, de tener nietos. —¿Por lo pronto? —Por lo pronto. Dejó la foto en su lugar y volvió a sentarse. —Vamos a empezar de nuevo —dijo—. ¿Tiene café? También puedo acusarlo de ser mal anfitrión. Las cejas me llegaron a la nuca. Fui a la cocina y rescaté un vaso de la montaña de trastes sucios. Tenía un poco de agua, turbia. Un tercio del vaso. Volví a la sala y coloqué el vaso entre sus manos. —Es todo lo que tengo. Pareció que estaba pidiendo disculpas, y eso me enfureció. Traté de corregir la frase: —Por lo pronto —dije, misteriosamente. —¿Por lo pronto? —Por lo pronto. Bebió el líquido de un trago: un pedacito de papel aluminio se le quedó enganchado del bigote. Y el rabo de un chile jalapeño. —¿Me la devuelve? —preguntó. —¿Qué? —La foto. La había dejado en la cocina, fui a buscarla. No sé cómo, ni por qué, pero la había tirado a la basura. Hecha bolita. Regresé a la sala. —¿Está seguro de que no se la di? —Seguro. Parecía estar sonriendo, totalmente fuera de lugar: quizá el rabo del chile le hacía cosquillas. —Pues yo no la tengo —dije. Echó un bufido fuerte, como si estuviera enojado no sólo conmigo, sino con el estado del mundo. —Ya volveremos a eso más tarde —dijo. Se metió discretamente la mano al saco, para confirmar que no tenía la foto, supongo. Aproveché la pausa para tomar el control de la escena. —¿Por qué no me cuenta a qué vino? —le pregunté. Miró el reloj en su muñeca derecha. Yo miré las manchas de humedad de la pared. —Su esposa dice que no recuerda nada —dijo. Hizo una pausa, a ver si yo decía algo, pero yo no dije nada. —Del secuestro —aclaró. —No me secuestraron —contesté. Se quedó callado un instante, como si estuviera haciendo una cuenta mental del número de mentiras que le había dicho. Me imaginé que también le habrían contado lo del hospital, lo de las radiografías y los análisis que no encontraron nada y cómo me habían obligado a levantarme de la silla de ruedas y a andar como Lázaro. Menos mal que sí pude, que sí reaccionaron mis piernas. El policía giró la cabeza en derredor, de manera despectiva, confirmando el estado deplorable de mi vivienda. —Ayer estuve en su casa —dijo—, un lugar muy bonito, la sirvienta me contó que usted se encargaba personalmente de la jardinería, que era su pasatiempo. Volvió a mirar por todos los rincones del departamento, hasta que localizó una macetita con una planta seca. —¿Qué hace aquí? —me preguntó. —Aquí vivo —contesté, y me quedé callado. Pasaron unos segundos, más largos de lo habitual. —¿No va a colaborar? —preguntó. —¿Quiere que le enseñe a podar rosales? Se llevó la mano izquierda al bigote y pescó el rabo del chile. Lo guardó en una bolsita de plástico que sacó del bolsillo del pantalón, como si fuera una evidencia. Se levantó y caminó rumbo a la puerta. —Volveré —dijo. —Aquí lo estaré esperando.