Los días que nos rondan
Leer pdfPara Javier Sicilia
Quien hace la historia apenas la comprende, quien participa de ella es su víctima o su cómplice.1 EMIL M. CIORAN
Las mentiras que se repiten con vehemencia suelen pasar como verdades. Con frecuencia se ha enfrentado de modo abusivo y sumamente fallido el problema entre la cultura institucionalmente administrada y la violencia. El Instituto para la Economía y la Paz (IEP), centro para la investigación y el análisis sin fines de lucro, estimó que el impacto económico de la violencia en México en 2022 fue de 4.6 billones de pesos (230 mil millones de dólares, al tipo de cambio correspondiente). Justo se trata del período en que la administración gubernamental mexicana llevó a un descenso récord los presupuestos para la cultura. Aquella baja, sin que aún haya nada que la amilane, se ha mantenido, contradiciendo la retórica de los organismos culturales de la federación. De una u otra manera, muchos de nosotros hemos experimentado la sacudida y soportado el discurso inscrito en una larga letanía.
El impacto fue seis veces superior a las inversiones públicas realizadas en salud y más de cinco veces superior a las realizadas en educación en 2022, [lo que ha llevado a formas de la delincuencia organizada] como la extorsión, el narcomenudeo y la fabricación y el tráfico del opioide sintético fentanilo.2
El automatismo de la fantasía “más cultura administrada, menos violencia” ha sido abrumadoramente desmantelado, desde hace mucho tiempo, por la realidad. Las dimensiones de la barbarie y el capital propiciados por el narcotráfico o las actividades como el secuestro, la venta de armas, los feminicidios y más, con las que parece haberse familiarizado un segmento de la sociedad mexicana (como lo muestra el propio IEP), no encuentran siquiera un ínfimo contrapeso en los programas gubernamentales: las funciones de títeres, los semilleros creativos, las danzas folclóricas, los ejercicios programáticos de adoctrinamiento de cuadros —con o sin barnices educativos—, los spots amarillistas, el turismo cultural y un largo etcétera poco o nada han contrarrestado el índice de violencia que registra el país, un trágico despliegue del caos en el que no están ausentes las fuerzas políticas y de seguridad como parte de una manera de plantearse y ejercer la administración pública. De modo que no quiero hacerle perder el tiempo al lector con fantasmagorías y banalidades.
No es la intención de este breve ensayo desdeñar la importancia de los programas culturales o desalentar la expansión de su espectro. Contrariamente, su trama simple apunta a la necesidad de desarrollar una veta que vincule la educación y la cultura como puntales de un pensamiento crítico y plural. Romper el sectarismo proselitista y plantear responsablemente los problemas que asaltan al país es una mínima posibilidad para crear visiones sobre el origen de la violencia dentro del complejísimo archipiélago social que es México, una nación con enormes déficits educativos y económicos (utilizo ese lugar común sólo por su carácter penosamente transhistórico). Este texto propone ir más allá de los blindajes retóricos y abrir un horizonte inédito para una diversidad de perspectivas, fundadas y tangibles, que den contenido a una democracia operativa, distante de la autocelebración facciosa acuñada por el soliloquio gubernamental. Preguntémonos a partir de lo existente: ¿qué tipo de programas gravitan entre nosotros?, ¿a qué tipo de cultura y violencia nos referimos?
La cultura, en general, no arroja resultados unidireccionales ni es una vacuna infalible contra la violencia. Quizá he aprendido a buscar con alguna necedad aquello que no encuentro en las presuntuosas pero endebles certezas de las homilías.
La violencia es un fenómeno inmanente a las culturas. Esta afirmación, desde luego, reconoce la existencia de distintas vertientes, que van desde la violencia sagrada inscrita en nuestros libros fundacionales, un fenómeno que René Girard, el formidable analista de la violencia sacrificial, ha estudiado de manera sistemática, hasta lo que actualmente las academias, la lingüística y la realidad han dotado de contenidos y sentido direccional. En esta reflexión quisiera referirme a una de las modalidades de la violencia: la que ha sido un instrumento axial con el que se ha tejido, adquirido y fijado durante décadas el poder en la modernidad mexicana, creando mecanismos y engranajes de sometimiento, representando estaciones materiales e ideológicas de dominio y supremacía para los grupos que se han incrustado en una esfera política que se concibe como una entidad autárquica y la fuente única de verdad, en especial, en lo correspondiente a los términos, los parámetros y el ejercicio de la acción social, manteniendo cualquier expresión de disidencia en el descrédito, la amenaza, el desprecio o, fatalmente, en la ilegalidad. Desde el púlpito celestial, con la mirada puesta en el infinito, los gobiernos mexicanos suelen vestir con sambenitos a los herejes.
La película de Wim Wenders El final de la violencia comienza con una demanda semántica, “define violencia”, a la que sigue un largo silencio. Alguien podría tomar ese silencio como un titubeo del lenguaje, pero no lo es. Las palabras “cultura” y “violencia” no sólo son rejuegos polisémicos con evidente naturaleza histórica, reafirmándose como conceptos que viajan en el tiempo, mediados como construcciones dinámicas por las mentalidades que, en cada época, se anudan a la materialización de las relaciones humanas. Las formas instrumentales que adquieren esos conceptos en las sociedades contemporáneas reclaman una percepción renovada, sobre todo si apuntamos a una búsqueda genésica, que señale su punto de partida.
A lo largo de la historia de la humanidad no hay ejemplo de una estructura política-cultural que haya producido más violencia que las hegemonías. Los regímenes hegemónicos —que nunca se reconocen como tales— son difícilmente vulnerables. En la actualidad forman una versión secular del despotismo, siempre ligados a un mito arcaico relativo al origen, a una época gloriosa vista como el vaso comunicante que transmite rasgos y prácticas que los legitiman: la raza, la vuelta a la grandeza perdida, la nación, el pueblo, la religión, el futuro luminoso, etc., favoreciendo de modo invariable el sentido unitario sobre la diversidad, lo gregario sobre lo singular. Para estos regímenes, la historia política es una ecuación simple que debe despejarse a costa de lo que sea. Lo unívoco-gubernamental pasa a conformar una obligada visión objetiva y universal, un dibujo generalizador del progreso y del orden social que justifica cualquier error táctico cometido durante el presente. Los dirigentes de las hegemonías no son sólo entidades que concentran el poder, sino encarnaciones de la verdad y comúnmente se presentan como santones emanados por una ley con fulgores divinos.
El tiempo de las hegemonías nunca ha pasado a ser parte de la arqueología que se ocupa de lo irrepetible en las sociedades. Su extensa onda concéntrica mantiene una interminable vigencia, se trate de cultos político-religiosos, prácticas económicas o despliegues de la tecnociencia. Las conexiones intersociales que propicia lo hegemónico son el fundamento de las ideologías, son su pura y dura base material, sean tomadas como parte de una cotidianidad natural o se finquen en marcos legales y normativos fabricados a modo por quienes ejercen el poder. Un rasgo prominente de las hegemonías, podríamos llamarle su joroba, está encarnado en la imposibilidad de reconocer cualquier diferencia estructural como algo que reclame reconocimiento o tenga algún valor práctico en el seno de la existencia misma.
En el Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (marzo de 1939), Iósif Stalin declaraba: “Se han cometido errores, más de los que pudimos prever […], sin lugar a dudas, ya no se puede recurrir a métodos de depuración en masa. Con todo, la purga fue inevitable y sus resultados en conjunto han sido [sumamente] apreciables”.
México es un país con una pobre tradición democrática, donde la visión de la cultura y la educación, casi en su totalidad, ha sido dictada y controlada por el Estado. Una endeble sociedad civil aparece por momentos y desaparece por largas temporadas, o es arrinconada en la pedacería de aquello que incomoda al régimen. En las hegemonías no hay nada que despierte más desconfianza que aquel que piensa con cabeza propia, nada más peligroso que quien duda de la verdad indubitable puesta en la arena pública por el oficialismo. La obediencia y la fe ciega representan la consumación de un estado mental que crece sin vacilaciones que debiliten las promesas impuestas por el partido o el caudillo.
La violencia hegemónica tiene como primer propósito la anulación del sujeto individual. A veces, sin ningún reparo, se emplea en sentido contrario el recurso idílico de lo comunitario como muletilla de un humanismo artificioso. Mediante un raudal de malabarismos, éste se asocia incluso a la historia prehispánica en cuanto fundamento nacionalista que instaura pautas, paradigmas, patrones y alianzas que deben operar entre el gobierno y la sociedad3 a la manera de lo que Girard denomina “células espejo”, una acción mimética con la que se borran diferencias, singularidades y contrapesos entre gobernante y gobernado. Se trata de una tentativa incesante por diluir las fronteras que pudiesen trazar cierta autonomía, por ejemplo, la división de poderes o la existencia de organismos independientes no alineados a las estructuras de gobierno, lo que abre paso a una trinidad que le es imprescindible y funcional: ideocracia-poder-dinero. Los autoritarios son repelentes a toda forma de libre asociación, a cualquier tentativa de organización no gubernamental.
La réplica ideológica, después de irradiar su efecto mimetizador, escala cada segmento de la sociedad hasta alcanzar la unanimidad. Por tanto, todo aquel que se declare víctima de la violencia soslayada, velada o abiertamente aceptada por el Estado debe situarse en los márgenes de esa ficticia realidad comunitaria hasta convertirse en una mera abstracción, en una etiqueta o en un número. Es entonces cuando la víctima se transforma en una pálida figura espectral, a la que se le ha sustraído cualquier indicio de historia personal; una resta abismal de la que sólo queda un cuerpo inerte, un gajo de ropa, un bolso, unos zapatos, un mero vestigio.
La violencia de las hegemonías exige golpes de pecho, pero, sobre todo, expele el olvido, la disolución de la physis y el carácter humano de las víctimas. La eficacia de los mecanismos del victimario depende de hallar ese sentimiento de unanimidad deliberada que apaga las resonancias, normaliza los desastres y no acarrea demasiadas dudas. Si el olvido se masifica, entonces el golpe está dado. Suprimir o desvirtuar implica licuar la crítica con rituales de difamación, propiciando su descomposición fáctica y deliberada. Es crucial la actitud de quienes ven con indiferencia el fenómeno de la violencia o, incluso, con regocijo; entre nosotros circulan a diario, como paradigmas de conducta, modelos de vida emanados de la delincuencia. Allí están su música, sus alardes financieros, sus ropajes, su épica sanguinaria y grotesca.
La violencia es el memorándum sistemático de un estado social. La comunicación oficial acostumbra convertirla en un asunto plagado por la confusión y la controversia, con las que se desarticulan hechos, denuncias y condenas, trasladando culpas a otras administraciones y a otras personas, diluyendo la pesadilla en la emergencia del olvido y en la irresponsabilidad no asumida. Los muertos y las otras víctimas de la violencia incomodan, pero el tiempo y la confusión se emplean como instrumentos que operan a favor de la (in)gobernabilidad o de la franca banalización respecto de lo que vemos, tocamos y experimentamos; son vías de renuncia a la realidad empírica.
Uno de los aspectos de mayor gravedad con relación a la violencia está en hacer de ella una fatalidad conectada a la teleología del mal, en la que sus orígenes se desconectan del binomio poder-dinero. La historia reciente de nuestro país tiene tras de sí un descomunal cargamento de cadáveres. Que se me perdone la pregunta penosamente ingenua: ¿es posible tal imperio del crimen sin la complicidad, la indiferencia o la utilidad política de la delincuencia? En ocasiones se nos ha querido hacer creer que el crimen entronizado tiene su origen en un pasado ajeno al presente o que simplemente se ubica fuera de los límites del gobierno en turno, por lo que la vocación gubernamental (esa política de los políticos), como quisiera el viejo Stalin, se concreta en pontificar sobre el éter del futuro luminoso y en cimentarlo plácidamente sobre cientos de miles de asesinados y desaparecidos. El futuro es un tiempo bendecido por la más elaborada escatología política. Demasiado futuro sin presente, decía Marcuse a Angela Davis.
Los muertos —por obra y gracia de la frivolidad— son transformados en cosas prescindibles que alimentan una suma o un algoritmo. Nunca sabemos si hemos llegado al punto más alto en la escala de la violencia, convertida en un verdadero sistema empresarial con miles de empleados y reclutas esclavizados, parte de los cuales son aniquilados como fundamento de la lógica implacable de un negocio que no tiene límites territoriales ni de edad, sexo o condición social. Los ejércitos de la violencia ostentan armamentos de punta, cuentan con una sofisticada logística militar alimentada con inteligencia artificial, así como con instrumental especializado para el espionaje, libros de estadística y registros de contabilidad. La indiferencia, la complicidad y la incompetencia son las marcas sobre las que descansa una impunidad que, en las últimas décadas, ofrece cadáveres como única divisa.
La hegemonía tiene en el partido, en las células populares y en la sordera de las instituciones un cheque en blanco. La historia, el arte, la educación libre, los movimientos sin custodia oficial relativos al género, al medio ambiente o a las libertades públicas, en general, son vistos con desconfianza en la medida en que no se ciñen al detritus discursivo del líder carismático o del militarismo, que tanto ha fascinado a lo largo del tiempo a las derechas e izquierdas institucionalizadas. Cuando la realidad empieza a uniformarse, carga, a manera de aureola, las mismas imágenes; si la violencia delincuencial y el militarismo se entremezclan, se revela el inequívoco síntoma de que algo muy grave está sucediendo. El fanático, el merolico y el escalador con bolsillos llenos cumplen funciones canónicas precisas: son ecos orwellianos que procuran desestimar o neutralizar una dimensión donde la muerte ha perdido en su totalidad el sentido ritual, cualquier sesgo de sacralidad y, sobre todo, su impronta humana.
En la hegemonía, la larga saga de crímenes es paliada con la maltrecha mitología de la unidad nacional y con las fabulaciones del tiempo y la tierra prometidos, tan inalcanzables como la zanahoria para el caballo de tiro. El desgaste y la descomposición de la sociedad son favorables a ese mito, cuyo origen puede trasladarse, con comodidad, a una época remota, adquiriendo para el presente una resignificación que opera como condición fáctica de ese orden dictado y adherido a las masas. La atrocidad y la basura política se sistematizan en un escaparate en el que se niegan responsabilidades dentro de un horizonte que exhibe manos llenas de sangre. Es el retorno de lo que nunca se ha ido. Acrobacias desesperadas que fracasan y se desprestigian sobre el terreno de lo real-tangible, desmentidas una y otra vez por la experiencia social.
Decía Cioran: “No existe ningún movimiento de renovación que en el momento en que se aproxima a su objetivo, en que se realiza a través del Estado, no caiga en el automatismo de las antiguas instituciones [incluso superándolo] […] Cada doctrina contiene en germen infinitas posibilidades de desastre […]”.
La historia dictada de arriba abajo está dominada por la antropofagia, por la amnesia estatalista. Vive en un marco sustentado por “valores originarios”, cosidos siempre a una matriz chovinista, que usa como motor lingüístico de un vocabulario excesivo y patriotero. La historia redactada desde lo alto se ubica en un país-ficción surgido en paralelo a los delirios y la ambición inagotable de los integrados. Estamos frente a un Leviatán que no es más que el funeral de la tierra y la cultura, en el que se nos quiere hacer creer que todas las relaciones posibles caben dentro del Estado, envenenándonos con la convicción de que hay un solo centro de existencia: el ser estatalista, y que todo lo demás es el páramo de una periferia inmóvil.
El poder hegemónico tiene entre sus metas el desmantelamiento de todo aquello que le precedió, excepto la asignación de culpas y acusaciones; decreta el principio y el fin de procedimientos e historias específicas sobre víctimas y victimarios; emite tamborazos propagandísticos; disocia la teoría de la realidad, dejando todo en manos de una disciplinada élite cobijada por el ejército o por instancias policiales; ostenta el monopolio de la razón frente a las leyes de la historia que considera inmutables, leyes que en ocasiones forman parte de un humanismo arbitrario que se arroja a sí mismo y que es la respuesta de un dogma que caracteriza al totalitarismo: la proclamación temeraria de un falso consenso social.
Hipnotizada por la mellada perfección del sistema, la demagogia tiende su maraña verbal, pero el espectáculo del terror rompe cualquier hechizo. Se nos dice que ese terror proviene de los bajos fondos, del atraso, de los salvajes. Terrible e inacabable intercambio de máscaras. La realidad brutal es ubicua y se extiende hasta negarnos, dejándonos ver el pozo en que habitamos como efecto supremo del dominio mental y físico del dogma. El poder descansa también en la propagación colectiva del miedo, en confeccionar apariencias y fachadas públicas, en resaltar hasta el paroxismo la negatividad de adversos y herejes, en la determinación de lo que no debe ser visto ni oído, en expulsar y disparar a quemarropa contra todo lo que le resulta inútil. La violencia nos transforma en piezas sobrantes para que lo igual prolifere, para que el consumo de esa violencia constituya el infierno innombrable en el que debemos habitar sin necesidad de asomarnos a la intemperie. En las hegemonías se experimentan múltiples formas de expulsar a los no cooptados, un proceso destructivo que no conoce término.
De Hitler a Franco, de Erdogan a Daniel Ortega, llámense populismos o gobiernos estatistas-autoritarios-ideocráticos, emergen mundos fabulados por la simulación y la arrogancia, mundos ideales a la medida del capital o de un poder cuasiteocrático que atraviesa la historia con sus puestas en escena, sus cuchillos, sus guerras, sus condenas y sus destierros. No hay hegemonía light. Entonces, la otra historia, la que es capaz de bajarse de las seguridades que le confiere el pedestal, deja de ser una dormidera para levantar un aviso de peligro. Esa otra historia nos enseña que las sociedades pueden quebrarse, que las democracias pueden desaparecer. Cito a Timothy Snyder: “un hombre cualquiera puede acabar plantado al borde de una fosa de la muerte con una pistola en la mano”.4 En Rinoceronte, Eugène Ionesco, con humor ácido, nos hace una invitación a la resistencia, a través de una disección del conformismo y la sumisión arcaica del hombre común y corriente ante el poder. En la obra, escrita después de la Segunda Guerra Mundial, el rumano apunta a la seducción y la atracción de las ideologías como el dínamo más activo de la tragedia personal y colectiva.
Las reacciones contra la globalización hegemónica responden, sin duda, a desigualdades reales; muchas de ellas son totalmente legítimas, pero algunos de los actos reactivos, estimulados por el adoctrinamiento, lejos de minar el aura hegemónica, la fortalecen: leer el periódico que dice lo que queremos que diga, asumir la maraña discursiva del oficialismo como ejercicio complaciente que desconoce lo que no encaja en su corpus, despreciar las incidencias políticas en nuestra vida cotidiana, incurrir en lo que el propio Snyder denomina “obediencia anticipatoria” —un drama político que implica adaptarse instintivamente a la letra gubernamental sin que medie la reflexión—, asediar a quien opina distinto, etc. Los dogos que desata la razón estatalista siempre están atentos a la presa en turno, es parte de su genética y simbología. La represión, la prohibición y el miedo establecen límites para el ciudadano, para cualquiera de sus preocupaciones y expresiones de descontento. Las jaurías políticas se convierten en un factor decisivo en la contención o el combate de corrientes que cuestionan el poder público.
Distintas investigaciones académicas han puesto en el terreno de la observación crítica la galvanización del voto en extensas regiones de México. La dudosa unanimidad en la preferencia electoral por el grupo en el poder no sólo proviene de la propaganda o de la persuasión política, también puede proceder de actos sustentados en la presión o en la franca amenaza al votante. Atar las verdades con las que florece la hegemonía permea a creyentes y ateos. Al paraíso de las utopías se llega por voluntad propia o arrastrados por la fuerza. Entre la esperanza y la decepción, es fácil advertir que la violencia juega un papel central. Mientras más marcada esté una época por el dominio de la violencia hegemónica, más definida estará por sus caparazones ideológicos, por la ortodoxia proclive al orden único. Lo absoluto-metafísico se sitúa como lo único posible. El odio a la alteridad, tan caro a la historia hegemónica de México, desemboca en la creación del combo pueblo-partido, un nutrido paquete capaz de integrar las más sórdidas alianzas y reduccionismos.
La lucidez resulta insolente, agresiva, cuando la convicción histórica y escatológica está dada por una autoridad cuya única responsabilidad es reposar en su poder, régimen o facción política. Todo poder hegemónico debe dotarse de cierta oscuridad para garantizar la eficacia de sus móviles y acciones, debe correr el velo para dar a sus propuestas los matices de una materia sagrada, suficientemente opaca para hacerla impenetrable, pero aplicable a las masas. Si la derecha o la izquierda afirma, el poder hegemónico niega, porque la falsa democracia no debe deliberar, sino satanizar al oponente, acorralarlo, dejarlo sin trabajo, someterlo, reducirlo. La indiferencia a la opinión de los otros se convierte en conducta, aun a costa de emitir a cambio trivialidades o perogrulladas. Las demandas de pluralidad escandalizan a quienes invocan ideologías que no se dejan engañar por la realidad. Poco importa si aparecen descorazonamientos o evidencias que pongan de cabeza las consignas mecanizadas por los acarreados, el desprecio es la mejor forma de alardear ante cualquier destello de lucidez.
La violencia y la exclusión no son accidentes o tropiezos en un país ubicado en medio de lo que llamamos “civilización”, son parte de una atmósfera palpable que, según deseé la autoridad y consienta la masa, puede transformarse paulatinamente en un sistema. Los festines y mítines periódicos del estatismo entrecruzan emociones y consignas con la repulsión hacia la disidencia, con acciones cargadas de patrioterismo y con manipulación, que acompañan lo que Étienne de la Boétie denominó la “servidumbre voluntaria”. La violencia multitudinaria no es más que una variante que anuncia el paso al peldaño de esa otra violencia abocada a la persecución, la marginación y el crimen. Así, sumariamente, se derogan leyes y se proclaman otras a la medida del amo, emergen mercenarios y fuerzas de seguridad que se camuflajean con lo identitario-ideológico, la diversidad política se degrada, el poder público prepara el camino hacia la unanimidad.
Si por “cultura” se entiende el conjunto de fenómenos con los que es posible hacer inteligible la realidad a través del pensamiento crítico, el mayor interés de una política cultural debiera ser la formación de sujetos individuales, libres, solidarios, capaces de entender y revertir realidades como las que estamos viviendo. Cualquier forma comunitaria debe ser una reunión de seres autónomos, no una alineación de zombis. Desde luego, hay espacios donde esta libertad es posible, intersticios que hoy son muy distantes de aquello que es un almacén de autoservicio del poder. Las formas de la violencia también se multiplican en los territorios de la educación y la cultura, con libros de texto que lapidan la libre expresión y cualquier indicio de libertad académica y que fomentan la catequización del aprendizaje.
No hay mejor antropología que la que siembra dudas. No suelo ser demasiado propositivo, pero haré un esfuerzo. Me parece que la cultura representa una de las mayores tareas del pensamiento: advertir a los individuos de los peligros de la subordinación, hacer ver cómo el gran comendador de las hegemonías redacta sus memorias monótonas y lúgubres sobre nuestras espaldas. La hegemonía recurre a códigos que expresan la voluntad de dominio, poderes totalizadores que no siempre están a la vista: a) la ideocracia como vertiente oficial del pensamiento dirigida a monopolizar el poder; b) la tecnociencia como instrumento de depredación, control y vigilancia; c) el Estado nación como centro esclerótico de lo que ha sido, es y debe ser toda materia histórica y política; d) la educación doctrinaria y antropocéntrica como vocación por la uniformidad, a partir de un conocimiento distanciado de cualquier sesgo de alteridad y de los vínculos con la naturaleza que redefinen incesantemente al ser humano.
La libertad de expresión es un instrumento que da fundamento a la educación y a la investigación académica; allí se encuentran las posibilidades de decir, escribir, escuchar y entender que derivan en lo que puede definirse como “capacidad crítica”, así como en el rechazo abierto a tener como fin último el dominio de la naturaleza y la historia. La rebeldía es una alternativa secular de la inteligencia, un medio para no convertirnos en una inmensa tropa reducida al servilismo o en una brigada de gendarmería destinada a desaparecer la multiplicidad de las formas de vida que, a pesar de las ofensivas del capital y el estatalismo, aún alberga el planeta. Todavía es factible apostar por aquellos dispuestos a decir no. Ahora más que nunca, sabemos que todo puede ocurrir.
En medio de la barbarie circundante y no obstante el crimen institucionalizado, lo que realmente importa y desmiente la inercia de la nefasta industrialización de la cultura de la muerte son los descreídos, las legiones de buscadores compuestas por madres, padres, hermanos y amigos, quienes, pese al desprecio de las fiscalías, se niegan al consuelo barato de los lamentos oficiales y, con métodos rudimentarios, se documentan, excavan y transitan por los cuatro puntos cardinales. En ellos no prevalece la desmovilización. A pesar del descrédito que predomina sobre las minorías y los consensos, esos grupos izan la bandera de la democracia en una tierra en la que ésta agoniza. Luchan sin concesiones contra esa ancestral tara cargada de fascinación por el Estado patriarcal y sus complicidades. Nuestro desafío consiste en no acostumbrarnos a la violencia, en no normalizar sus símbolos y rituales, en descartar toda causa política que exija lealtad incondicional, en “no convertir la resistencia en algo impensable”. Según Hannah Arendt, el totalitarismo aparece cuando se borran las fronteras entre la vida privada y la pública, cuando entran en disolución las fronteras entre el pensar individual y el todo programático del Estado. La violencia hegemónica es una forma de control físico e intelectual, cuya vitrina doméstica ocupa un gran segmento del tráfico de internet. La devoción política, sus porras y acarreos no son sino expresiones de la ceguera.
Uno de los adversarios mejor identificados por las hegemonías es el arte. Las pruebas son múltiples, a una de ellas le he dedicado parte de mi vida: la vanguardia ruso-soviética, que precisamente fue el objetivo de una descarnada hegemonía política que marcó el siglo XX; un conjunto de movimientos fue extinguido por una singular furia que dejó como moneda de cambio la exégesis del realismo socialista. El apego al arte, a la experiencia libertaria no sujeta a la sistematización, implica reconocer y ser parte de la complejidad de la existencia en todas sus dimensiones. Si el arte es una manifestación que alberga lo extraordinario, si puede ser testimonio de la extrañeza del mundo y de una constelación de rutas no regidas por las presunciones políticas, filosóficas o escatológicas que apelan a lo fijo, a lo indubitable, entonces éste puede desplegarse como un detonador que contraviene las conductas preestablecidas, que viaja en contrasentido del no pensar, materializándose como una de las presencias más hondas de la alteridad; se trata de una práctica del pensamiento que guarda el potencial de circular fuera del statu quo y de las fronteras del dominio social, más allá de los márgenes donde se verifican los festines de las hegemonías.
El arte ha sido un referente de la desobediencia y la discrepancia, en ello están su fuerza perturbadora y su peso telúrico. Algunas de las mayores reflexiones sobre la violencia en México provienen de las artes plásticas y escénicas, de la literatura, la poesía y el cine. Trátese del videoarte, el performance o de vertientes híbridas, el arte puede fraguar conquistas irreversibles. Sin detenerme en ellas, sólo de paso me referiré a las falsificaciones estatista-ideológicas que, durante décadas, dominaron con su efecto aséptico y orgánico la historia de un país que sólo habitó en la cabeza de Diego Rivera y en la tortuosa militancia del Siqueiros que afirmaba “no hay más ruta que la nuestra”.
Las ideas también se sofocan en la tesis inflexible y en la autocensura, sea por intimidación, por lucro o por el ineludible sentimiento de naufragio. Preferiría desprenderme del folclor integrista al que han sido sometidos los facciosamente llamados “pueblos originarios”, distanciarme del kitsch nostálgico promovido por el Estado-Iglesia que alienta al rebaño: “Todas las aguas tienen el color de los ahogados”.5
Quisiera concluir con la imagen de un pasaje novelístico con el que recuerdo a un viejo amigo.
Hace años tuve una charla con José de la Colina sobre un episodio de Rojo y negro, esa obra maestra absoluta, en el que Stendhal nos sitúa en la cárcel donde ha sido apresado Julien Sorel. Hay algo que inquieta profundamente al celador que vigila una de las alas carcelarias: un prisionero canta durante la noche, lo que, para el guardia, resulta una afrenta imposible de soslayar, en la medida en que hace ineficaz el sufrimiento al que deben someterse los cautivos. El odio del carcelero debió crecer día con día, volverse insoportable. Varias veces nos preguntamos José y yo qué era lo que cantaba ese preso. Hoy puedo apostar que la inquietud del celador procedía de que aquel prisionero cantaba una canción de amor.
Notas del autor a partir de la Jornada: Occidente, violencia y cultura, que se llevó a cabo el 27 de marzo de 2025 en la UNAM.
Imagen de portada: Sergio Raúl Arroyo, Adriana Malvido, Jacobo Dayán, Paola Zavala y Javier Sicilia en la Jornada: Occidente, violencia y cultura, 27 de marzo de 2025. Archivo Cultura UNAM.
Emil M. Cioran, Ejercicios de admiración, Tusquets, Barcelona, 1992, p. 43. ↩
Maritza Pérez, “El impacto económico de la violencia en México fue de 4.6 billones de pesos en 2022”, El Economista, 23 de mayo de 2023. ↩
La exposición La grandeza de México, presentada entre 2021 y 2022 en el Museo Nacional de Antropología, ilustra la red de asociaciones históricas que desembocan en un forzado y sinuoso mosaico del edén comunitario, cocinado por un nacionalismo a ultranza. Una noche en la que todos los gatos son pardos. Véase el ensayo de María Minera, “La grandeza de México (según la 4T)”, a propósito de la muestra, publicado en Nexos, 15 de septiembre de 2022. ↩
Timothy Snyder, Sobre la tiranía, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017, p. 13. ↩
E. M. Cioran, El ocaso del pensamiento, Tusquets, Barcelona, 2000, p. 201. ↩