Boxcar Bertha

Autobiografía de una hermana de la carretera

Contracultura / dossier / Marzo de 2021

Ben Reitman

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Aquel verano también conocí a un buen montón de mujeres que reclamaban el título de “Reina de los Hobos”. Entre ellas se encontraban dos mujeres de cierta edad que no sólo eran reinas, sino además campeonas de la clase trabajadora. Ambas eran viudas de dos de los anarquistas colgados en Chicago el día 11 de noviembre de 1887, después de la famosa revuelta de Haymarket. La más conocida de ellas era Lucy Parsons,1 que me invitó a su casa y me regaló un ejemplar de su libro The Life of Albert Parsons. Su piel tenía el color arcilloso de las mexicanas y, según supe después, había nacido en El Paso y su padre había sido un indio de pura cepa. Se inclinaba ya por el peso de la edad, pero apenas tenía canas. Me ponía los pelos de punta oír de su boca los discursos de los primeros anarquistas de Chicago, de su marido y de Louis Lingg, durante los juicios que les costarían la vida.

Lucy Parsons, ca. 1920. Labadie Photograph Collection, University of Michigan Lucy Parsons, ca. 1920. Labadie Photograph Collection, University of Michigan

La otra viuda anarquista era Nina Van Zandt Spies, una mujer grande y de aire despreocupado que llevaba varios pares de enaguas y se apoyaba en un bastón para caminar. Siempre llevaba el pelo suelto debajo de un minúsculo sombrerito. Cuando la conocí, usaba lentes bifocales y lanzaba intensas miradas por encima de la montura. Alojaba a un montón de perros y gatos callejeros en su apartamento y, según se contaba, también había tenido un caballo hasta que intervino el Ministerio de Sanidad. Tenía una voz de ecos aristocráticos y, siempre que tomaba la palabra en la plaza Bughouse para contar “cómo habían matado a mi querido e inocente marido”, conseguía que su audiencia se estremeciera.

Dos hobos caminando junto a las vías del tren, s.f. Library of Congress Dos hobos caminando junto a las vías del tren, s.f. Library of Congress

La más popular de las reinas era Martha la Pelirroja, dueña de la famosa pensión de Martha Biegler. Aquel lugar me recordaba al que poseía mi madre, la pensión de Mamá Thompson. Martha la Pelirroja era oriunda de un pueblecito de Illinois y había dado clases en la liga socialista. Era baja y gorda, cuando yo la conocí, y su pelo rojo empezaba a encanecer. Había sido tipógrafa. Prácticamente todos los hobos y hermanas de la carretera con cierto nivel intelectual que habían visitado Chicago durante los últimos veinte años habían pasado por su pensión. Cuando una de nosotras estaba arruinada o hambrienta, siempre sabía dónde podía conseguir un plato de comida y una cama sin que te hicieran preguntas. Pero la más conocida de todas las reinas era, con diferencia, Lizzie Davis. La vi durante aquel primer verano y algo más tarde en Nueva York, pero conocí el final de su historia mucho después, de vuelta a Chicago. Lizzie era una muchacha robusta, con las espaldas tan anchas como las de un hombre. No es que fuera fea, pero tampoco era el tipo de chica a la que los hombres sacan a bailar la primera. Había nacido en Tennessee a finales de los noventa, en el seno de una familia acomodada de pura raza americana, pero se había criado en un ambiente que, según dicen nuestros expertos, constituye a menudo el principal factor de inadaptación e insatisfacción: un hogar marcado por las desavenencias domésticas y el abandono. Por si faltara algo, su madre era una histérica puritana e inexperta que tenía que hacer tremendos esfuerzos para alimentar a sus hijos. Según ella misma decía, Lizzie había sido una niña tímida, imaginativa e incomprendida. La llamada del amor, la vida y el deseo de libertad y de aventuras le habían consumido siempre el alma. Pero en un pueblecito rural apenas había lugar para expresarlo. A los diecisiete, intentó escapar por medio del matrimonio y descubrió lo que, para su desgracia, muchas mujeres han descubierto demasiado tarde: que las que se casan para huir de la rutina y de la monotonía de la existencia sólo consiguen caer en un atolladero aún peor. Por caminos tortuosos, acabó en la carretera como una hobo. Lizzie había conocido prácticamente a todos los tipos de marginado social que figuran en los informes policiales. Pero también había entrado en contacto con estudiantes distinguidos y de clase alta, e incluso con algunos profesores, psicoanalistas freudianos y novelistas. A menudo decía: “¡Dios mío, las cosas que no habré hecho para encontrar un poco de aventura, de amor y de paz!” Me contó su historia hace algunos años, cuando volví a toparme con ella en Cleveland:

—No hay sitio por el que no haya estado zascandileando. He viajado en el techo de los trenes de mercancías, en los vagones, en los parachoques, en la locomotora y sobre los apartarreses. Me he colado en los de pasajeros diciéndole al revisor que había perdido el billete, escondiéndome en los servicios de señoras, colgándome del tejado u ocultándome en el vagón de los equipajes. Me subí al Twentieth Century directamente en la estación Grand Central. En cuanto al autoestop, es pan comido. Cualquiera que lleve faldas puede hacer autoestop. Yo hago el trayecto entre Nueva York y Chicago como si fuera un hombre de negocios. Nunca me lleva más de tres días y siempre acabo con más dinero del que tenía al salir. Uso tantos coches para bajar a Palm Beach y Mushels Shoals que se diría que tengo una flotilla entera. No soy ninguna belleza y nunca llevo ropa bonita, pero apuesto a que me he acostado con tantos hombres como las guapas, por no contar los que lo han intentado conmigo.

A Lizzie no le faltaban motivos para reivindicar su fama. No era como muchas mujeres de la carretera, cuyo lugar bajo el sol depende de la fama de sus amantes. De hecho, contaba con todo un plantel de enamorados, el mejor puñado de hombres que una se pueda imaginar. Lizzie era un genio a su manera. Era toda una chismosa a la que no le gustaba andarse con rodeos. Lo decía todo a las claras. Conocía los trapos sucios de todo el mundo. Sabía si un hombre era marica o si una mujer aceptaba dinero o bebida a cambio de sus favores. Conocía los mejores vecindarios para mendigar y sabía cuándo las cosas se ponían feas por las calles. No había nada que las lesbianas, los travestis y las reinonas pudieran ocultarle.

Nina van Zandt Spies, 1887. Illinois State Library Nina van Zandt Spies, 1887. Illinois State Library

Si ocurría algo subversivo, turbio, peligroso o sórdido en el barrio, Lizzie siempre estaba en el ajo. Si llegaba a la comunidad algún nuevo pervertido, cualquier tipo vil, cruel o antisocial, Lizzie lo quería como amante. Su gusto por lo anormal, lo sórdido y lo decadente sólo lo igualaba su admiración por la buena literatura y la psicología científica. Y su devoción por los gánsteres de peor fama sólo era comparable a la devoción que sentía por su hijo. Pues Lizzie tenía un hijo. Es decir, había dado a luz un hijo. En realidad, nunca lo había tenido a su lado. El padre conocía demasiado bien a Lizzie como para permitir que ella lo criase. El hijo de Lizzie se había educado en escuelas privadas, en escuelas especiales. Había pasado por cuarenta colegios en veinte estados y le habían expulsado de la mayoría de ellos. El chico era hijo de Lizzie y quería estar con su madre, pero el padre —que, por cierto, era todo un pájaro y también frecuentaba los ambientes de la mafia— se gastaba el dinero en la educación del chaval y siempre tenía un billete de cinco o de diez dólares para Lizzie. Lizzie me recordaba siempre a una locomotora de turbina a todo vapor. Poseía un tremendo atractivo a pesar de sus casi ochenta kilos y de su ropa raída y mal entallada. Cuando robaba un vestido nuevo, en dos días tenía el aspecto de quien ha dormido con él puesto durante un mes. A más de una mujer le oí decir: “¿Cómo demonios es posible que esos chicos tan guapos estén colados por esa mujer?”. Su principal recurso y lo que más destacaba en ella era su naturalidad. Ser artificial o convencional no iba con ella. Poseía una capacidad extraordinaria para comprender la psicología y el comportamiento de los marginados sociales. Podía ir caminando por la calle y encontrarse con un grupo de degenerados y en cinco minutos le estaban contando todo lo que sabían. Le confesaban sus pecados y sus esperanzas. A menudo conocía a alguna prostituta, se hacía amiga suya, la llevaba a casa y se pasaban toda la noche o todo el día de charla. Tampoco era raro que se quedara observando cómo aquellas chicas empleaban sus artes. Lo sabía todo sobre la prostitución, aunque nunca hubiera sido prostituta. Era muy popular y, al mismo tiempo, despertaba el odio de muchos líderes de los IWW y de otros sindicatos. A menudo la invitaban a sus conferencias. Los hombres podían hablar libre y vehementemente cuando ella estaba en la sala. A los borrachos les gustaba tenerla cerca porque ella siempre permanecía sobria y, cuando se quedaban sin dinero, sabía cómo conseguir una botella de fiado. No había grupo de gánsteres que estuviese preparando un atraco o un asesinato que no permitiera que Lizzie estuviera presente, pues tenían plena confianza en que no los traicionaría. Era tan intrépida como fiable y tenía la fe ciega de un adventista del séptimo día en que saldría bien librada de cualquier aprieto en el que se metiera. Cierto día la pillaron en flagrante delito mientras desvalijaba una casa y la arrastraron hasta la comisaría. A la mañana siguiente, miró al juez directamente a los ojos y le dijo: “Sí, entré en esa casa para recuperar las cartas que mi amante le había escrito a una profesora de su instituto”. El juez la creyó y la dejó marchar, pero no fue la única que tuvo que irse. Al día siguiente, la junta directiva de cierto instituto despedía a una de sus profesoras. También robaba en las tiendas, pero resultaba tan patosa que todo el mundo se maravillaba de que nunca la cogieran. Entraba en unos grandes almacenes, buscaba algún vestido que estuviera bien, le echaba la zarpa a alguno de su talla, se lo ponía bajo el brazo y sencillamente salía de allí. Pero no sólo robaba ropa para ella. Cuando conocía a algún pobre desgraciado harapiento, fuera hombre o mujer, le decía: “Vente conmigo y te conseguiré algo de ropa”. Y nunca faltaba a su promesa. Era una mendiga de primera. Tenía el aspecto de una persona bien alimentada, se mostraba arrogante e incluso insultante, pero tenía una técnica sencilla para mendigar. —Caballero, ¿no le importaría darme veinticinco centavos? —decía forzando una sonrisa cuando abordaba a algún extraño—. Necesito cincuenta centavos para pagarme la habitación. Aunque mendigaba muchísimo, nunca le gustó hacerlo. No hacía más que seguir un patrón de conducta primario. Pertenecía a la cuarta generación de mujeres trabajadoras y trabajaba cuando quería. Era taquimecanógrafa. La mayor parte del tiempo trabajaba en las mejores tiendas y oficinas, donde siempre necesitaban a alguien que se ocupase de la correspondencia. Lizzie era capaz de despachar unos dos mil sobres al día. Era capaz de sentarse a una máquina de escribir y teclear durante quince horas seguidas. Cuando se cansaba de trabajar, se convertía en hobo durante un tiempo, y cuando se hartaba de vagabundear volvía al trabajo. Nunca encontraba la paz, no importaba lo que hiciera. Ni había hombre que la satisficiese, por mucho que la amase.

Selección de la edición publicada por Pepitas de Calabaza, Logroño, 2014, pp. 73-79. Traducción de Diego Luis Sanromán. Se reproduce con autorización.

Imagen de portada: Campamento de hobos, ca. 1930 en Kenneth Allsop, Hard Travellin’: The Hobo and His History. Illinois State Library

  1. Lucy Parsons (1853-1942). Fue una de las grandes anarquistas de la ciudad de Chicago. De origen mexicano y afroamericano, probablemente hija de esclavos de Texas, Lucy Parsons defendió a los pobres y a los hobos durante toda su vida, y reivindicó durante mucho tiempo la propaganda por los hechos. Viuda militante de Albert Parsons, uno de los mártires de Haymarket, se convirtió en una de las líderes anarquistas del país. Al mismo tiempo y durante diez años defendió una posición crítica dentro del movimiento sindical de los Knights of Labor. Miembro de los IWW [Industrial Workers of the World] a partir de 1905 y cercana al Partido Comunista estadounidense después de 1925, se fue alejando progresivamente del anarquismo. Nunca abandonó, sin embargo, una perspectiva de lucha de clases. Publicó la revista Freedom: A Revolutionary Anarchist-Communist Monthly, y más tarde The Liberator. En ambas publicaciones se ocupó a menudo de las reivindicaciones feministas y las cuestiones sexuales, aunque siempre evitó defender el amor libre.