crítica Bibliotecas NOV.2025

Elisa Díaz Castelo

Sólo sabemos aullar, de Zaría Abreu Flores

La geometría del grito

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Basta un grito —y ocurre otra geometría EUGÈNE GUILLEVIC


¿Dónde empieza el aullido? En el principio fue Allen Ginsberg, su generación perdida. O quizá no. Quizá el aullido empezó antes, en la música que Ginsberg escuchaba, aquella canción que le cantó un amigo mientras caminaban juntos una noche. En el principio, entonces, fue Hank Williams, aullándole a la luna, persiguiendo conejos. Puede ser. Los principios son difíciles, difusos, pero conocemos dos hechos en torno a Aullido: que fue publicado en una fecha concreta, el primero de octubre de 1956, y que cambió para siempre el rumbo de la poesía de su país. Sus hípsters con cabezas de ángeles ardiendo atravesaron en metro las fronteras inestables de su país y llegaron hasta nosotros, hablando con mil lenguas, entre ellas el español.

​ El aullido, desde entonces, significa arrojo, impulso, rabia. Tiene poco que ver con el fenómeno real que denota —el lenguaje de los lobos, su quejido cifrado— y, más bien, evoca una energía verbal peculiar, una temperatura de la palabra. En Aullido, el lenguaje colinda con el grito, es una casa en llamas que no podemos atravesar sin quemarnos. Ginsberg atribuyó la escritura del poema a una visión desencadenada por consumir peyote, lo cual lo ubica dentro de la sospechosa tradición inglesa de poesía supuestamente inducida por estupefacientes, como sucede con Kubla Khan (1816), de Samuel Taylor Coleridge. Se trata de un mito que los propios autores difunden y que, en el caso del beatnik, subraya el vínculo del aullido con una impulsividad en apariencia animal que suprime el pensamiento lógico.

​ En el principio fue Ginsberg, sus serafines disolutos, sus gritos de aguarrás, su medianoche de engranajes oxidados. Pero un aullido es sólo un grito si no obtiene respuesta. En México, le responde Max Rojas. El turno del aullante (1983) habla de un duelo rabioso, de una obsesión que envenena la palabra, obligándola a una repetición insana, oracular. Rojas se arma de las herramientas discursivas de la poesía lírica, educada y cerebral para, de hecho, desmontarlas. Las manosea, las descompone, las usa para hablarnos no desde la mente, sino desde la entraña.

Ahora, desde otro lugar y una serie de circunstancias muy distintas, Zaría Abreu Flores responde a esa genealogía de aullidos con el propio. Sólo sabemos aullar comparte con sus predecesores una rabia tornadiza e indómita. Además, tiene con Rojas una serie de vasos comunicantes. En un primer momento, las circunstancias de vida de ambos poetas y las consignas compositivas de sus libros parecieran casi antitéticas. Sin embargo, es interesante que sea justo un autor que escribió desde un margen concreto, geográfico, el que da el turno, presta el aullido, a una poeta que escribe también desde el margen, pero desde otro o desde otros. Sólo sabemos aullar se enuncia desde fronteras más abstractas pero no por ello dóciles: la de la enfermedad, la de la neurodivergencia, la del género. 

​ Por eso la tesitura de Abreu Flores es tan distinta: proviene de otro lugar y tiene una finalidad diferente a la de la poesía bien peinada. Se rebela contra el lenguaje templado, perfeccionado, del esteta. Ese tono no le sirve. Sus palabras son otras. Sus poemas apuestan por lo brutal, lo directo, incluso lo procaz. No tiene miedo a insertar dentro del libro las mal llamadas “malas palabras”. No le importa. ¿Qué le va a importar? Ella echa mano de lo que el lenguaje pueda ofrecer para expresar furia e indignación.

Gonzalo García, La pintura también es un canto I, 2025, de la exposición homónima. Todas las imágenes son cortesía de CAM Galería.

​ La palabra “leperada” siempre me ha parecido encantadora. Algo en su pronunciación reproduce el deleite de una grosería bien dicha en el momento justo. La palabra escalda la lengua. Brilla, como brillan las groserías cuando las usamos bien. Según mis pesquisas cibernéticas, “lépero” proviene de “lepero”, oriundo de Lepe, un villorrio en Huelva, cuyos habitantes eran considerados, cito, “astutos y perspicaces”. Esas dos palabras describen perfectamente la inteligencia peculiar de Abreu Flores. Sus poemas utilizan un ingenio desfachatado y agudo, una inteligencia burlona y un humor mordaz. 

Sobre la RAE

De pronto me doy cuenta que desde hace un chingo escribo con los pies recargados en la Sección Amarilla (soy chaparra). Luego pienso que qué alivio que no están sobre el diccionario de la real academia española de la lengua —sobre ése nada más descanso el culo—.

​ Sin embargo, según otro diccionario en línea (¿quizá subsidiario de la RAE?), la palabra “lépero” deriva de “lepra”. Me detengo en seco. Este posible origen etimológico parecería sugerir que quien habla con groserías utiliza un lenguaje enfermo. Lo pienso un poco más y hasta me gusta. Para escribir poesía hay, quizá, que enfermar al lenguaje; darle cuerpo de otro modo y reconocer, más bien, que todo lenguaje está enfermo y la cura es el veneno mismo, ceder ante su contagio para resistirse a él desde adentro. ¿Qué mejor que un idioma enfermo para hablar del malestar del cuerpo y de una sociedad enfermiza? El lenguaje tiene que ser peligroso, me digo, tiene que contagiarnos el dolor ajeno, tiene que dolernos. Y el de Abreu Flores hace justo eso:

YO me desfiguro / me traspaso / me hiero me tropiezo // yo me desencanto / me suicido me asesino / me desahucio // soy la grieta / la fisura / el terremoto // yo me estoy lloviendo encima // yo me arrastro en la corriente de mí misma y me atravieso conmigo y me destazo // yo me estoy mutilando // me levanto en la mañana / me preparo el café / le pongo tres gotas de cianuro // yo soy puro abismo / puros huesos quebrándose bajo el peso de mí misma //

​ En estos versos es evidente la herencia rítmica de Ginsberg y de Rojas, ese aullido contagioso que se extiende, se transforma, sigue sin detenerse. El dolor físico, aquí, se cifra en el uso crónico del reflexivo. Este poema está enfermo de reflexivo. Abreu utiliza esa partícula peculiar de nuestra lengua como un arma doméstica, una hojilla filosa con la que inflige pequeños cortes paralelos, similares a las diagonales que dividen los versos, en la piel del lenguaje.

​ Sus palabras, crudas, son más cercanas al grito que a la música. Pero, al ser emitidas, revelan —como el aullido— una melodía a contrapelo. Conservan otra sonoridad, distinta a la del lenguaje “literario”. Custodian un poder. Y, por tanto, se acercan a las plegarias, a los hechizos. Ésa es la musicalidad en la que confía este libro. La de la magia privada de la palabra que arde sobre la lengua. 

La danza de las fieras, 2025.

Es pertinente ahondar un poco más en uno de esos espacios marginales desde los cuales escribe Abreu Flores. En el trasfondo de buena parte de estos poemas, mora un protagonista silencioso, una enfermedad cuya causa y mecanismos de acción no se entienden del todo y que, por ello, suele ser desestimada por los médicos. Se le conocía como “fatiga crónica”, aunque hoy en día se prefiere el uso del término “encefalomielitis miálgica”, y sus síntomas principales, además de un agotamiento persistente que no cede con el descanso, suelen incluir dolor articular, cefalea, problemas cognitivos y síntomas persistentes de gripa, entre muchos otros. Dentro de las dificultades que enfrentan quienes padecen esta condición, el aislamiento progresivo es notorio. Muchas de estas personas llevan años sin salir de casa y han perdido a su comunidad. Les quedan, si tienen suerte, las redes virtuales, pero incluso en eso la enfermedad merma y limita su capacidad de establecer vínculos y abogar en su propia defensa. Pueden pasar años sin salir de su habitación. Las barras, en el poema anteriormente citado, también se yerguen como muros, creando pequeñas habitaciones cerradas. Esta condición explica, al menos parcialmente, el enojo y el aislamiento que signan los poemas de este libro. En “Mientras dure la caída”, la soledad orilla a la autora a intentar una comunicación desesperada que se enuncia sólo hipotéticamente:

Quiero decirle que me duele respirar, ​ que los bronquios se me están reventando. Que mi sepulturero ​ me está traicionando. Que las horas extras, que el tic-tac de los relojes. Quiero decirle que este día no debería existir —y sin embargo, existe. Que me cambie las tres chelas ​ por arsénico. Quiero decirle que yo no soy yo, que no estoy parada ​ frente a él, que los latidos de mi músculo cardiaco son una farsa.

​ La soledad absoluta del padecimiento físico se gesta al centro de estos poemas. Como una estrella oscura, su peso deforma el espacio de la palabra. Ya nos lo advirtió Rosario Castellanos: “Y la ración de la esperanza es poca y el dolor no se puede compartir”.

Sólo sabemos aullar podría haberse quedado en eso: un grito sin respuesta, una soledad incandescente. Pero su autora no se deja quebrar por la deuda intransferible del dolor. Enfrentada al grito, elige ser aullido. Porque un aullido no es quejido ciego; es grito geométrico, coro de soledades. Pensarlo como el sonido animal por antonomasia y utilizarlo para hablar de una potencia lírica guiada por un impulso en apariencia alejado de lo racional peca de una burda simplificación. Las características que solemos vincular con él, esa fuerza bruta, esa suspensión de la mente lógica, en realidad hablan más de nosotros y nuestras fantasías de lo animal que de su verdadera naturaleza. A diferencia del grito, el aullido no es asémico. Los lobos aúllan para averiguar dónde está su jauría, para advertir a su manada de una posible invasión de su territorio, para expresar alegría o tristeza o para arengar a sus compañeros antes de salir de caza. El aullido significa, se emite para establecer contacto, para intercambiar información. Es un grito que también es lenguaje. 

​ Esto queda muy claro en el trabajo de Abreu Flores. Su poesía es un lamento y una conversación y es, también, una arenga. En él, la rabia no se queda en eso. Muta y se transforma, busca deconstruir la endeble arquitectura del grito y hacer del dolor una casa. Existe en varios momentos de este libro la búsqueda de una comunidad y el deseo de hablar desde un grupo, fragmentado, diseminado, de personas aisladas: 

Yo escribo para no morirme, no para que me aplauda el séquito de poetas interestelares dizque aullantes, circenses de la poesía. Yo escribo para que otras no se mueran o para morirme con ellas si así lo quieren ellas. Yo escribo para agonizar a su lado, para escuchar su muerte y abrazarlas. (Porque a ellas, a las que se están muriendo siempre, sí sé escribirles poemas de amor, como éste.)

​ Los poemas de Abreu Flores son cajas de resonancia que sirven para escuchar no sólo la muerte, la propia y la de otras, sino también el coraje, la indignación y el amor. No teme enfermar al lenguaje para volverlo aullido, para que reviva, vuelva a adquirir su filo y nos lastime, nos sacuda y nos haga sangrar. Sólo sabemos aullar nos orilla a la indignación, pero también restablece una confianza en el potencial del lenguaje. Sus palabras, vivas, crean comunidad, vuelven visible el padecimiento y lo atraviesan para llegar al gozo.

Zaría Abreu Flores, Sólo sabemos aullar, TS Ediciones, 2022.

Imagen de portada: Gonzalo García, El desfile del salvaje hacia un futuro, 2025.