La biblioteca de mi padre
Leer pdfJosé Luis Martínez fue un escritor, historiador y bibliófilo importantísimo para la cultura mexicana del siglo XX, tanto por sus publicaciones como por su papel como director de instituciones culturales (del INBAL, FCE y AML) y creador de una de las bibliotecas privadas más ricas del país, que afortunadamente está abierta al público en la Biblioteca de México. Entre las muchas publicaciones que coleccionó exhaustivamente, se encuentra la RUM. Gracias a eso, el acervo digital de la Revista se pudo completar con los números publicados entre octubre de 1946 y diciembre de 1949. Martínez halló en los libros y la escritura una forma de conectar con sus hijos; en complicidad lectora, intercambiaban ideas y libros invaluables. Rodrigo Martínez Baracs describe en este pasaje de La biblioteca de mi padre cómo los libros ocupaban todas las habitaciones de su hogar.
Las cajas de libros que llegaban pasaban primero por el Desayunador, en la entrada de la cocina, antes de pasar a sus respectivos acomodos —en orden temático y cronológico, jamás alfabético. Los mejores pasaban por su gran mesa de trabajo en “la Biblioteca”, para que mi padre los “curioseara”. A menudo formaban grandes pilas “monstruosas” que gracias a Dios, y al orden prevaleciente, nunca cayeron sobre la bella cerámica prehispánica peruana que representaba a una bella mujer caderona. Ella, junto con una pequeña lechuza griega, símbolo de la sabiduría, le daba inspiración durante sus nocturnas jornadas de escritura (hasta las tres o cuatro de la mañana).
Obviamente, con el crecimiento de la biblioteca, el orden original de los libros en la Biblioteca, el Comedor, la Sala, el Cuarto de Revistas y el Invernadero se comenzó a trastocar. Los libros se comenzaron a apretar en las repisas, y se aprovecharon al máximo —o más bien, al milímetro— los espacios horizontales sobre los libros verticales. Supongo que la primera invasión de libreros comenzó en el Cuarto de Pepe. Luego mi hermana y yo nos mudamos, nos llevamos nuestros libros, y los libreros fueron prontamente reocupados por la creciente biblioteca de mi padre.
José Luis Martínez, 1995. Fotografía de Paulina Lavista. Cortesía de la artista.
Obviamente, con el crecimiento de la biblioteca, el orden original de los libros en la Biblioteca, el Comedor, la Sala, el Cuarto de Revistas y el Invernadero se comenzó a trastocar. Los libros se comenzaron a apretar en las repisas, y se aprovecharon al máximo —o más bien, al milímetro— los espacios horizontales sobre los libros verticales.
Al comienzo hubo cierto orden y congruencia. En el Cuarto de Pepe se acomodaron muchos libros de historia del mundo y de México, la colección encuadernada de la revista Tiempo, la de los SepSetentas y la de los informes presidenciales, las bibliografías, los libros de formato mayor. En el Cuarto de Lupita se acomodaron los libros de teoría literaria y lingüística, los de literatura mexicana contemporánea, muchos de arte. En mi Cuarto llegaron los de filosofía, de pedagogía, mucho de antropología y series de historia, los de la venezolana colección Ayacucho (que publicó la antología crítica de El México antiguo de Sahagún que hizo mi padre, pero que tardó años sin publicar su antología de Gutiérrez Nájera, que mi padre acabó entregando al Fondo), entre otras colecciones de libros mexicanos y de literatura universal.
Mi padre no me dejó llevarme un librerito con puerta de vidrio: era uno de los muchos que había mandado hacer cuando trabajaba en Ferrocarriles Nacionales (1952-1958), en Relaciones Públicas y Servicios Sociales, para albergar una biblioteca esencial del ferrocarrilero, que no debía faltar en ningún cabús, y donde acomodó bien las antologías y los libros de literatura policiaca de la colección el Séptimo Círculo, de Buenos Aires, dirigida por Borges y Bioy Casares.
Mi padre seguía consiguiendo libros y otros seguían llegando solos. A veces mis hermanos o yo le traíamos libros que sabíamos que necesitaba o le gustarían, que le regalábamos o nos pagaba. En ocasiones mi hermano mayor, que se llama igual que mi padre, recibía o compraba excelentes libros de arte dedicados y se los regalaba o prestaba a largo plazo.
Portada de la Revista de la Universidad de México [antes Universidad de México], 1988.
En ocasiones yo lo llevaba a alguna librería donde había visto buenas cosas, como la Barrio Latino, de libros franceses, en la gran barata anterior a su lamentable cierre (donde mi padre compró, entre otras cosas, varios tomos del inconseguible Journal littéraire de Paul Léautaud) o la Librería de Cristal del edificio del cine Chapultepec, que en unos peligrosos altos, en los que debía uno sujetarse a unas barras metálicas para no caer, remataba otro valioso fondo francés, donde mi padre se compró los varios tomos de la largo tiempo ambicionada Iconographie de l’Art Chrétien de Louis Réau, y yo L’Imaginaire y la Critique de la Raison Dialectique de Sartre.
Mi amigo Alberto Davidoff me descubrió una de las mejores librerías de viejo en los ochenta y noventa, Caza libros. Era un localito en un pasaje comercial de la calle Monte Athos, en las Lomas, y pertenecía a la American Benevolent Society, que recibía en donación libros en inglés de estadounidenses o ingleses que fallecían o se mudaban. A veces me encontraba allí a Jaime García Terrés, platicábamos de libros, y una vez le cedí una edición en varios volúmenes de Swedenborg. Me he comprado allí cantidad de maravillas, algunas de las cuales le regalé a mi padre, además de que en algunas ocasiones lo llevé a la librería. Me dio un poquito de envidia cuando se compró un librazo que no me había animado a comprar, por lo caro, A Conrad Argosy.
Hay libros que da un poco de pena haber comprado: en una de las librerías de viejo que había en la calle de Antonio Caso, encontré un lote de libros de teatro. Me hice de una serie de obras de Bertolt Brecht, en francés, de L’Arche, y mi padre compró una Concordance to Shakespeare, magnífico tomazo. Después comprobamos que provenían de la biblioteca que formó Héctor Azar para el Teatro Sullivan, frente al Monumento a la Madre, y que fue saqueada por los tristemente famosos militantes de CLETA, que se apropiaron a la mala del local para “concientizar al pueblo”. Por fortuna, el lugar, diseñado por Matías Goeritz, fue recuperado por la UNAM.
Este texto es un fragmento de La biblioteca de mi padre (Conaculta, México, 2010) y se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: José Luis Martínez, 1995. Fotografía de Paulina Lavista. Cortesía de la artista.