crítica Plástico JUN.2025

Karina Solórzano

La casa, la fábrica y el río (sobre el cine de Anne-Marie Miéville)

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Porque aún no estábamos muy lejos de la edad en que nos figurábamos que dar nombre es crear. MARCEL PROUST, Por el camino de Swann


A lo largo de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust no sólo evoca episodios a través de distintas sensaciones como un remanente de la memoria involuntaria; en Por el camino de Swann, el joven Marcel, como Adán en el jardín del Edén, cree que al nombrar las cosas éstas se animarán porque en el apelativo está su alma. El exilio del paraíso implicó, pues, una ruptura entre las cosas y su nombre; como en Babel, las lenguas de los hombres se confundieron entre sí y todo recibió denominaciones equívocas. A partir de ahí, cualquier intento por nombrar es un acto de traición, una débil traducción.

​ Hay una larga tradición que se ha preocupado por el nombre de las cosas y por el lenguaje no sólo como pregunta filosófica sino en el contexto del trabajo artístico. En torno al tema son fundamentales las obras de Marcel Proust y Gustave Flaubert —de las que abrevan los cineastas Jean-Luc Godard y Anne-Marie Miéville—. Sus indagaciones nos recuerdan que, aunque el lenguaje parezca “pervertir” lo vivido, hay que nombrar, porque al hacerlo también creamos y hacemos actuar a la imaginación. El trabajo conjunto de Godard y Miéville comenzó en los setenta con Aquí y en otro lugar (Ici et ailleurs, 1976), un proyecto del Grupo Dziga Vertov, en el que las imágenes de una familia francesa frente a la televisión se yuxtaponen con aquellas de la resistencia palestina en los territorios ocupados por Israel. En esta película, como posteriormente en Número dos (Numéro deux, 1975) o la serie televisiva Six fois deux/Sur et sous la communication (1976), los cineastas se interrogan por las imágenes: dado que parecen estar en lugar de las cosas —las representan— habría que mostrarlas más que hablar sobre ellas.

Fotograma de la película Mon cher sujet, 1988.

​ Ya en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962), una película profundamente proustiana en su interés por el lenguaje, Godard había ensayado una forma de “mostrar” filmando bloques de secuencias autosuficientes hasta prescindir casi del montaje. El filme está pensado como un retrato o como una “sucesión de escorzos” dedicados a demostrar lo que va ocurriendo. Como escribe Susan Sontag en “Vivre sa vie, de Godard” (Contra la interpretación y otros ensayos, 2022): no es una película “sobre” la prostitución, pues la muestra. Al dialogar con esta película, en “Nanas” (el cuarto episodio de Six fois deux), la voz de Miéville se interroga por el lugar de las mujeres: “Una hora de televisión, después de siglos de silencio, es demasiado. O no es suficiente”. La presencia de Anne-Marie dota al cine de Godard de una dimensión dialógica. El cineasta ya no piensa solo; su cine se abre al otro y, así, registra distintos testimonios, diversas voces. “Si sigo escuchando mi propia voz, es porque es la voz de otros”, dice. 

​ A su vez, para escuchar la voz de Anne-Marie Miéville hay que asomarse al cine de Godard. Sus intereses son esa suerte de “lado b” de algunos temas del director francés: cuando él se pregunta por la fábrica como trabajo manual, como producción de objetos, ella se interroga por la casa en tanto fábrica, como producción de trabajo sin salario. “Dada la dificultad de la vida conyugal como modo de existencia y la dificultad, mayor aún, del celibato, las mujeres deben aprender a considerar la felicidad como una conquista” escuchamos en Numéro deux. En su cine, el espacio doméstico es también el lugar donde sucede el diálogo, que es otra forma de labor. Blando y duro (Soft and hard, 1985) es una conversación con Godard sobre su trabajo conjunto, pues Miéville escribió y codirigió varias películas con él entre 1976 y 2020, un ciclo que va desde Aquí y en otro lugar hasta Sang titre (2020), ambas sobre Palestina. En las películas de Miéville la preocupación por el lenguaje involucra siempre al otro y la vida en sociedad, desde la familia (la casa) hasta la comunidad (otra forma de entender la fábrica). 

​ En Nous sommes tous encore ici (1997), dividida en tres partes, Miéville pone en escena un diálogo de Platón cuando dos mujeres discuten sobre ética y justicia y en la segunda parte Godard dice en voz alta un texto de Hannah Arendt: “En soledad siempre somos dos en uno y nos convertimos en uno” y en la tercera parte una pareja (Aurore Clément y Godard) discuten sobre cómo ser para los otros, cómo amar —que no es otra cosa que comportarse de forma ética con el otro—. Acaso el amor sea aquello que permanece en el terreno de lo irrepresentable. Lo único que se puede mostrar sobre este afecto, sugiere la directora, es el intersticio, lo que hay entre dos personas, ese puente en la comunicación que implica, además de una ética, el deseo por el otro.

Fotograma de la película Après la réconciliation, 1999.

​ En las películas de Miéville no sólo hay una indagación en torno a la casa y la fábrica, sino también sobre algo inaprensible como el deseo, que bien podría representarse con la imagen del río: “Olvidamos la fuerza de nuestros deseos y la reverencia que deberían inspirarnos ya que son nuestra vida entera” escuchamos en un momento de Después de la reconciliación (Après la réconciliation, 2000), un filme sobre la seducción, el matrimonio y las relaciones de pareja o, más bien, sobre todo aquello que hay entre un hombre y una mujer. El cine de la directora sigue, entonces, un método dialéctico —o de multiplicidad, según Gilles Deleuze a propósito de Godard; el filósofo dice que lo que importa “no es el dos ni el tres, sino la i griega, la conjunción” (Conversaciones. 1972-1990, 1995)—. Godard y Miéville buscan lo fronterizo, lo que hay en el intersticio, el diálogo que une (o separa) a una pareja, esa chispa de sentido que se produce al vincular un sonido con una imagen o al poner dos imágenes juntas.

​ Pero no es fácil nombrar aquello que se produce en esa conjunción, en esa síntesis; ése es el trabajo de los niños o de los poetas, como sugiere el epígrafe de Proust. De ahí la importancia de la imaginación. En Reflexiones sobre el problema del amor, Lou Andreas-Salomé propone que este afecto proyecta su imagen en cientos más. La escritora vinculó el deseo con la creación; en sintonía, Godard sostiene algo similar respecto a la imaginación en un diálogo en el filme The Old Place (2000): “El pensamiento artístico comienza con la invención de un mundo posible y a partir de la experiencia y el trabajo […] este infinito diálogo entre la imaginación y el trabajo permite que formemos una representación lo más clara posible de aquello que llamamos realidad”.

​ En Lou no dice que no (Lou n’a pas dit non, 1994) Miéville adapta las cartas entre Lou Andreas-Salomé y Rainer Maria Rilke a la vida de una pareja de finales del siglo XX. Lou (Marie Bunel) trabaja como operadora de una línea de emergencia —su trabajo es escuchar a los otros— y Pierre (Manuel Blanc) se debate entre el amor que experimenta por ella y el que siente por otra mujer. ¿Qué es lo que hay en medio? ¿La incomunicación, esa distancia insondable que existe entre los amantes? Si las palabras pervierten lo que deberían expresar, si son insuficientes respecto al amor, sólo hay lugar para el silencio o para el gesto, el grito, las lágrimas. Lou quiere filmar las estatuas de Marte y Venus en un museo; para ella, algo en esas figuras mitológicas da cuenta del amor de pareja. En otro momento, Lou y Pierre asisten a una función de danza; la coreografía de Jean-Claude Gallotta representa una ruptura amorosa. Cuando salen de la función discuten, pero es como si los movimientos de los bailarines hubieran mostrado lo que hasta ese momento ellos no se habían dicho. Ya no hay palabras y Lou y Pierre se abrazan.

Fotograma de la película Mon cher sujet, 1988.

​ “El corazón humano es lo único en el mundo que puede llevar la carga de un diálogo consigo mismo, que nos ayuda a soportar vivir con otras personas que siempre serán extrañas”, dice Godard en un momento de Nous sommes tous encore ici (1997). Frente a la del francés, la de Miéville es la voz de la esperanza. Quizás la película que mejor representa este optimismo es Mi tema favorito (Mon cher sujet, 1988), que trata sobre tres generaciones de mujeres: abuela, hija y madre. Al inicio de la película, Angèle Renoir (Gaële Le Roi), la hija, está embarazada pero no puede dar a luz en ese momento de su vida, por lo que se somete a un aborto. Tiene en común con Agnès, su madre (Anny Romand), que sus respectivas parejas no trabajan en una profesión similar a la de ellas: Angèle es cantante de ópera y Agnès es escritora. Al mismo tiempo, la relación entre Agnès y su madre Odile (Hélène Roussel) experimenta algunos momentos de resentimiento. Ahora la inevitable fisura es entre madres e hijas; aun así, Miéville encuentra esperanza en esta cadena. Cuando Angèle es madre, su pequeño hijo parece ser el eslabón que finalmente las sujeta; tal vez represente una especie de síntesis. Las películas de la cineasta, a través de aquello profundamente material como la fábrica o la casa, pero también a través de todo lo que se nos escapa, como el deseo —que parece un río—, nos invitan a cruzar ese trecho que nos separa de los otros; nos invitan, como se dice en Nous sommes tous encore ici, “a ser capaces de acostumbrarnos lentamente al corazón de los otros”.

Imagen de portada: Fotograma de la película Mon cher sujet, 1988.