Apuntes sobre el lenguaje
Leer pdfA Beatriz Escalante
No recuerdo cuál fue la primera impresión que este mundo me provocó cuando nací, pero supongo que fue ingrata, pues me han contado que anuncié mi llegada con un alarido de dolor al que siguieron muchas lágrimas. Siempre valoro las primeras impresiones, pues además de ser originarias, no están contaminadas por la familiaridad del trato asiduo. Me interesa descifrar esa primera impresión, pues sospecho que encierra un importantísimo secreto. Sé que es inútil recurrir a mi memoria, ya que los recuerdos comienzan a formarse no sólo meses, sino años después del nacimiento, por lo que esa impresión primigenia nos resulta inaccesible e inefable, como dicen que es Dios. Pero no he desistido en mi búsqueda y me he topado con algunas teorías que ofrecen pistas en un intento por comprender cómo fue esa impresión originaria: una la propone Freud con su concepto de “sentimiento oceánico”; la otra, Ernst Cassirer cuando habla del “caos de las impresiones sensibles”. En un caso se alude a la experiencia de ser uno con el todo; en el otro, se plantea un mazacote de sensaciones en el que todo se confunde con todo. En ambas se trata de la Unidad.
Hoy esa Unidad está demasiado distante de mí: me siento perfectamente divorciado, disgregado del mundo y, aunque sigo confundiendo cosas, poseo cierta visión analítica como para presumir que el mundo me resulta inteligible; creo que, dentro de lo que cabe, ya discierno un poco, separo muchas cosas: las distingo.
¿Cómo llegué a esta situación?, ¿qué fue lo que me hizo pasar de sentirme uno con el todo a sentirme separado y a ser capaz de distinguir?, ¿qué cambio se produjo en mí? Algo muy simple que se relaciona con el paso del tiempo: el hecho de que a la primera impresión siguió una segunda y una tercera y una cuarta y un ene número de experiencias que, como capas de pintura, fueron acumulándose, haciendo que aquella sensación originaria se volviera percepción e, incluso, percepción calificada, en algunos casos. El transcurrir del tiempo es un factor importante, pero no decisivo: conozco animales que han envejecido y sólo son capaces de distinguir unas cuantas cosas; me refiero, por ejemplo, a los perros que reconocen a sus amos y ya saben a qué atenerse según el tono de voz con el que los llaman. Por eso insisto en la pregunta: ¿qué fue lo que adquirí que resultó definitivo para explicarme a este que soy ahora?, o dicho más precisamente: ¿qué fue lo que nos permitió a todos alejarnos del “sentimiento oceánico” originario o del “caos de las impresiones sensibles” del principio? La adquisición decisiva fue el lenguaje. Al aprender la palabra “mamá” me separé de mi madre para siempre y la separé del resto de las cosas. Con el lenguaje fui estableciendo fronteras en la Unidad, fui demarcándola, pues cuando dije “mamá” y “pared”, mi mamá emergió, recortándose de la pared y cuando dije “techo”, la pared se distinguió del techo. Así, poco a poco las cosas adquirieron contorno y pude referirme a una al margen de las otras. Mi mundo se volvió analítico e inteligible y comprendí que, literalmente, el mundo estaba in-formado por las palabras; que éstas le daban forma y lo volvían inteligible y que yo me había vuelto inteligente (no me refiero a mi CI, sino al hecho de poder inteligir o deslindar gracias a las palabras). Por ello puedo afirmar que este que soy ahora nació cuando accedí no al mundo, sino al mundo de las palabras.
En el mundo del lenguaje había quienes se movían como peces en el agua o aves en el aire, pues así como en el agua hay cascadas y remolinos, hay huracanes en el aire y vientos fríos y corrientes que ascienden y descienden según sea su temperatura; igual ocurre en el lenguaje y yo era torpe en el mundo al que, en sentido estricto, pertenecía. Debía aprender a sortear sus dificultades y conseguir nadar a contracorriente de los discursos fluidos para no ser persuadido por las locuras que se lanzan. Tenía que aprender a caer por las cascadas de palabras o a volar entre sus huracanes; pero, sobre todo, comprendí que debía aprender a usar los útiles monosílabos para planear sobre el barullo de las discusiones inútiles en las que las palabras, a fin de cuentas, no dicen nada. Que el lenguaje era mi elemento lo descubrí de niño y desde entonces quise ser escritor: llegar a deslizarme con facilidad en el lenguaje.
Lissette Jiménez, Piedra fotográfica, 2020-2022. Todas las imágenes son cortesía de CAM Galería y parte de la exposición Háptica.
Pero había un problema con las palabras: eran a la vez demasiadas y pocas, un mundo léxico inabarcable al que, sin embargo, le faltaban términos. Pues por muy extenso que fuera, no terminaba de cubrir el mundo real: había muchísimas palabras pero no tantas como los detalles sin nombre, ni suficientes como para abarcar todas esas realidades que a mí se me escapaban por no saber nombrarlas, pues veía “árboles” sin poder distinguirlos: para mí eran iguales los pinos y las ceibas, los nogales y los sabinos. Sólo lentamente aparecieron estos términos y fueron distinguiéndose esas especies: el primer árbol que pude reconocer fue el colorín, pues para mí eran muy importantes los frijoles rojos que aparecían bajo su sombra en las banquetas o en el pasto. Luego aprendí “araucaria”: me fascinó la geometría pentagonal de sus ramas y, cuando por fin tuve un mundo distinguido gracias a que podía nombrar sus elementos, me pregunté cómo era eso posible, ¿qué eran las palabras? Esta incógnita permaneció sin respuesta durante largo tiempo.
No fue sino hasta que leí a Kant que di con una explicación: yo poseía una razón que funcionaba haciendo síntesis, sintetizando experiencias: había visto a mi madre una y otra y otra vez hasta que había abstraído su esencia y eso es lo que se había cristalizado en el concepto “mamá”. La palabra la cifraba a ella, al margen de los detalles de si estaba de buenas o de malas, vestida de amarillo o de negro, sentada o de pie; la palabra “mamá” era mi madre quintaesenciada. Lo mismo ocurría con los conceptos “silla”, “mesa”, “laberinto”: experiencias ricas en detalles que, por abstracción, había conseguido sintetizar y aprehender lo que eran más allá de cómo aparecían; por ello, al poseer la palabra “silla” reconocía las sillas particulares con las que me topaba.
Hasta entonces comprendí que las palabras, que tanto amaba, no eran tan inocentes como las creía, pues, por lo menos, eran culpables de que hubiera perdido mi primera impresión, mi “sentimiento oceánico”. Por su culpa había perdido las cosas reales, el en-sí, el nóumeno, como lo llama Kant. Por culpa del lenguaje estaba preso, para siempre, en el mundo de abstracción de las palabras. Pues veo con el lenguaje, huelo con el lenguaje, toco con el lenguaje… todos mis sentidos están filtrados por las palabras, todas mis experiencias están enmascaradas o, lo que es lo mismo, sólo son si están verbalizadas.
No es una pérdida, pensé. Es una gran ventaja que me pone, como animal, por encima de los otros animales; además, puedo acceder a diferentes mundos y lenguajes, no sólo a otros idiomas, sino al lenguaje matemático (más abstracto aún) o al musical (que me encara a un mundo por sí mismo, pues la música no re-presenta nada, sino que es, en sí misma, lo que es) o al lenguaje cinematográfico y a un sinfín más y, en consecuencia, a innumerables mundos. Volverme escritor, por lo tanto, no era una mala decisión; me permitiría moverme con fluidez en el mundo de las palabras, el que tenía en común con mis semejantes: los animales verbales; me daría la oportunidad de estar donde habitamos todos aquellos que vivimos en las palabras. Así que fui convirtiéndome en escritor y con las palabras he levantado escenas, he provocado sentimientos, he corrido aventuras… en fin, terminé por armar mi propio mundo, que compartía con los demás al publicarlo; un mundo hecho, obviamente, con palabras, con mis palabras. Hoy puedo afirmar: tengo mi submundo en el mundo de las palabras.
Sin título, 2020-2022.
No sé cuántas veces le he dado vueltas al asunto de las palabras, pues para mí, desde siempre, tuvieron un problema o, mejor aún, desde un principio me parecieron sospechosas. Todavía recuerdo —tendría yo casi cuatro años— cuando me sorprendió que mis amigos también llamaran “mamá” a sus madres. Sé que suena raro, muy extraño tal vez, pero se entenderá más fácilmente si digo que en ese entonces creía que “mamá” era el nombre propio de mi madre. Para mí fue una revelación percatarme de que se trataba de un concepto, de un sustantivo utilizable no para quintaesenciar sólo a mi madre, sino para referirse a todas las mujeres que cumplieran con la función universal de ser madres, o sea, con la definición de “madre”. Y comprendí que lo mismo pasaba con el resto de las palabras: “silla” no era el nombre de mi silla, ni “mesa” era sólo para la mía, ni nada era para ninguna cosa en particular. Al comprender esta evidencia me percaté de que el lenguaje era efectivamente una ventaja que me colocaba por encima de los animales no verbales, pero que me privaba de mi primera impresión (aquel sentimiento oceánico) y de experimentar directamente la realidad: de poder tocar mi silla, ver mi mesa, oír a mi mamá… A causa del lenguaje me había vuelto un rey Midas que convertía lo que tocaba no en oro, sino en abstracción, en universalidad: el mundo del lenguaje del que ya no podía desertar era uno impersonal. Tan impersonal que, en el fondo, me hacía ver a través de la palabra “silla” una abstracción de todas las sillas, lo mismo que con la palabra “araucaria”: no captaba cada araucaria, sino la abstracción “araucaria” induciéndome a percibir todas las araucarias como iguales y, lo que era peor, la palabra “mujer” me hacía creer que todas eran un estereotipo, pues el lenguaje me impedía entrar en contacto con mis experiencias concretas. Esto me decidió por completo a volverme escritor, pues supuse que al dominar las palabras conseguiría hablar de mi mundo con las mujeres.
No sé si lo he logrado, pero en algún momento de esta búsqueda, que me ha llevado la vida, me encontré con la fotografía. Durante décadas he contemplado paisajes, rostros, sillas, desnudos, árboles… y me he quedado estupefacto, pues en el lenguaje fotográfico se da la concreción. Los artistas de la cámara capturan tanto lo único en un instante preciso como lo que sólo ellos miran: su personalísimo mundo. Este lenguaje posee el privilegio de mostrar el propósito que ha animado mi vida: capturar lo singular. Los fotógrafos lo hacen de una manera espléndida: en sus imágenes y, sobre todo, en el espíritu que anima el estilo de cada uno, queda el registro de lo que cada quien observa desde el ángulo exacto desde el que decide capturarlo. El lenguaje fotográfico no comunica su mensaje con esos esqueletos abstractos que son las palabras, sino con imágenes que enfrentan al espectador a la irreductible singularidad de lo que existe. La fotografía nos devuelve lo que la universalidad de las palabras nos ha arrebatado: la singularidad. Cuando uno contempla en una exposición una serie de fotos, lo que atendemos es un mensaje que nos dice: lo verdaderamente real es único. Pero como no podemos escapar del mundo de las palabras al que pertenecemos, una vez más somos sometidos por él y, lejos de tener una vivencia extática, vemos verbalizadamente y, aunque permanezcamos en silencio, sabemos que nuestra visión está filtrada por las palabras y que nuestra experiencia de lo concreto se ha perdido.
Con todo, me gusta ver fotografías, pues en las que conservo de mi madre o de mi primer librero hay, de alguna forma, un poco más de mi madre que en la fría y genérica palabra “mamá”, y más pino y papel y letras que en la mera expresión “mi primer librero”. Ojalá pudiera dar con el lenguaje que me permitiera recobrar aquella primera impresión, antes de las palabras, cuando fui uno con el mundo.
Imagen de portada: Lissette Jiménez, Foto marcador, 2020-2022. Imagen cortesía de CAM Galería y parte de la exposición Háptica.