Body positivity, Ozempic y #SkinnyTok: capitalismo magro
Leer pdfEn la segunda década del siglo XXI, el activismo que luchó por incluir cuerpos grandes en las pasarelas, la televisión y las revistas vivió una época dorada. Las redes sociales jugaron un papel fundamental. Personas gordas hicieron escuchar su voz, consiguieron sus propios seguidores sin permiso de los medios de comunicación tradicionales, crearon hashtags y denunciaron públicamente la gordofobia. Y encontraron eco. Mucha gente —sobre todo mujeres— se unió al grito de cansancio tras una inmensa presión para ser delgadas, hacer dieta y sentirse fracasadas porque la naturaleza no las había bendecido con un metabolismo exprés o por no tener una voluntad de hierro.
Pero los movimientos de resistencia ante la gordofobia no se originaron en Instagram o TikTok. Desde los años sesenta, los feminismos negros denunciaron que la obsesión por la delgadez también era una obsesión por la blanquitud. Pensadoras clave del siglo XX como Audre Lorde, bell hooks y Angela Davis señalaron las contradicciones de la representación de los cuerpos de las mujeres negras. Por un lado, se trata de cuerpos hipersexualizados que supuestamente son más fuertes, grandes y resistentes, pero se oponen al ideal femenino de pureza, fragilidad y delgadez de la mujer blanca anglosajona y europea que debe ocupar menos espacio.
Los problemas raciales y la obsesión por el cuerpo delgado han sido motivo de muchos ensayos académicos con perspectiva feminista, y diferentes activismos, no sólo en Estados Unidos, sino también en Latinoamérica, los denuncian como violencia sistémica. Los argentinos Laura Contrera y Nicolás Cuello, en su libro Cuerpos sin patrones (2016), afirman que el mandato de delgadez funciona como un dispositivo normativo que designa quién merece ser visible, amado, cuidado y escuchado. La cultura de dietas y el elogio a la restricción como modelo femenino son un sutil pero poderoso mecanismo de control que puede leerse con lentes foucaultianos y que los autores denominan “capitalismo magro”. Y es que, vamos, mientras una está contando sus almendras para no engordar, los poderosos en Estados Unidos restringen los derechos reproductivos de las mujeres.
Al final, lo que parece ser sólo una batalla cultural entre el body positivity y la ciencia encara una desigualdad económica bastante silenciosa. ¿Quién tiene acceso a esos medicamentos? ¿Son los gobiernos y la seguridad social quienes asumirán su uso para atacar la “pandemia de obesidad”, como la ha llamado la OMS, o serán de uso exclusivo para aquellos que tienen dinero?
Fotogramas de la serie de televisión Euphoria, 2019-2022.
La activista mexicana Priscila Arias, conocida como La Fatshionista en Instagram, se hizo viral en la marcha del 8M de 2025 por gritar con megáfono en mano: “La cultura de dietas es violencia patriarcal”. La culparon de querer justificar su gordura, pero también visibilizó su resistencia a la narrativa hegemónica que idealiza y venera el cuerpo delgado por razones que no están relacionadas con la salud, como se nos ha hecho creer. Los activismos antigordofobia, como el de Arias, han abierto un camino muy importante para que la sociedad reconozca lo que cualquier persona que haya hecho una dieta restrictiva sospecha en el fondo de su estómago vacío: las personas no engordan por gula, pereza o traumas mal resueltos. Y, además, las mujeres estamos cansadas de que se nos siga midiendo según la talla de nuestros jeans.
Desde la década de los dos mil, la tendencia que se conoce como body positivity empezó a capitalizarse, aunque tuvo su mayor fuerza entre 2015 y 2020. Muchas marcas se unieron al orgullo por la representación de cuerpos más grandes y modelos de diferentes tallas con campañas sobre belleza natural y la adopción de los hashtags #sinfiltro, #amateatimisma, #acéptatecomoeres. Las pasarelas comenzaron a mostrar cuerpos de distintos orígenes y tamaños, y parecía que el deseo colectivo de flacura eterna había entrado en recesión.
Series como Euphoria (2019), por ejemplo, ya no pudieron darse el lujo de presentar un elenco formado por criaturas etéreas con metabolismo perfecto. Así apareció Kat Hernandez, interpretada por Barbie Ferreira, una gordibuena con corsé de látex y autoestima cuestionable. Sépanlo, no todas las chicas jóvenes son delgaditas. Ese año, la marca de ropa American Eagle expandió sus tallas hasta la 24 e incluyó en sus anuncios publicitarios fotos en las que se resaltaba la diversidad corporal. Es la misma marca que, a finales de julio de este 2025, sacó una polémica campaña llamada “Sydney Sweeney has great jeans”, haciendo un juego de palabras en inglés con “genes” y “jeans”.
La campaña desató un debate sobre la raza, los estándares de belleza y los discursos en contra de la cultura woke en Estados Unidos. La también actriz de Euphoria posa muy al estilo de los noventa, con gran escote y mucha sensualidad, cuerpo superdelgado y busto prominente. Esto fue visto por muchas mujeres como un regreso a anhelar la aceptación de la mirada masculina; un retorno al enaltecimiento de ese viejo estereotipo de la mujer rubia, sexy, blanca, delgada, de ojos azules que es considerada como una “mejora genética”. Y no es un caso aislado. En las semanas de la moda de 2025, las firmas de alta costura de todo el mundo volvieron a su costumbre de invisibilizar tallas grandes en las pasarelas.
¿Por qué regresamos a ese paradigma? ¿Qué es lo que cambiamos y en qué nos estancamos como sociedad? Obviamente, la respuesta a estas preguntas es multifactorial y tiene ecos políticos, si bien una de las aristas se encuentra en aquellos reels y TikToks que empezaron a viralizarse con mucha fuerza por ahí de 2020: los famosos y bien conocidos videos del antes y después, aunque esta vez con una jeringa como fondo. El discurso también se actualizó: ya no se trata de aceptarnos como somos, pero tampoco de matarnos de hambre. Así, entramos en la era de Ozempic.
La nutrióloga mexicana Raquel Lobatón afirma en su libro Tu peso no es el problema (2024) que la ciencia médica que castiga la obesidad está llena de prejuicios. Muchas personas obesas y con sobrepeso son maltratadas por el sistema de salud en México y en todo el mundo.1 Existen diagnósticos errados o tardíos, pues el único tratamiento que reciben es la recomendación de hacer ejercicio y bajar de peso sin considerar síntomas que, en una persona delgada, serían tratados con más seriedad. Esto se conoce como violencia y discriminación médica. Profesionales de la salud, como Lobatón, se unen al grito de las activistas antigordofobia para derribar el mito de que la delgadez es sinónimo de salud y la gordura de enfermedad. Su postura propone regresar a una alimentación intuitiva sin regímenes y sanar, desde la psicología, los sentimientos de vergüenza corporal sin cambiar el cuerpo. La activista y psicóloga mexicana Ana Pau Molina, que aparece en Instagram como Acuerpada, insiste en que el verdadero quid se encuentra en la sociedad y el sistema político-económico de opresión que castiga los cuerpos grandes.
Sin embargo, la comunidad médica ha sido muy renuente a aceptar que la obesidad es simplemente diversidad, aunque coincide en que no es un fallo moral o una falta de voluntad, sino una enfermedad que puede atacarse desde la química cerebral. En 2017, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos aprobó Ozempic para tratar la diabetes tipo 2. Y así comenzaron a aparecer otros medicamentos similares en el mercado, como Wegovy, Zepbound, Mounjaro y varios más aprobados para la pérdida de peso. La mayoría se administra mediante inyecciones semanales. Tanto Wegovy como Ozempic contienen semaglutida, que imita la hormona GLP-1. En palabras llanas, hacen que el cerebro mande señales de saciedad y el cuerpo almacene menos grasa.
La doctora Fatima Cody Stanford, especialista en medicina de la obesidad en Harvard, lleva años trabajando en la intersección entre medicina, salud, políticas públicas y desigualdades sociales. A principios de 2023, en una entrevista para el pódcast First Person producido por The New York Times, contó cómo se sintió desmoralizada tras ver a cientos de pacientes hacer programas de ejercicio y alimentación con pocos o nulos resultados. Menos del 5 % logró algún tipo de cambio en el largo plazo. Pero, a diferencia de la postura que apela a la aceptación, para Stanford sí hay un problema porque la obesidad es una enfermedad del cerebro; un rasgo genético que las personas no pueden elegir, pero que la medicina puede ayudar a solucionar. Afirmar lo contrario es un camino peligroso que imposibilita a muchos alcanzar una mejor calidad de vida. Y ojo, en sus palabras, la mayor parte de quienes tienen diabetes tipo 2 son obesas, así que ella ve en estos medicamentos algo totalmente revolucionario.
Muchos pacientes en tratamiento han observado cambios positivos en sus vidas gracias a estos fármacos, que describen como lo único que les ha funcionado tras décadas de lucha. Ésta sería también la postura de celebridades como Oprah Winfrey, que en algún momento dejó de ser socia de Weight Watchers, una empresa criticada por promover discursos de gordofobia. Paradójicamente, esa compañía que violentó a pacientes, poniéndolos sobre una báscula bajo el escrutinio público, se ha subido al tren de los medicamentos GLP-1 y de la narrativa que se aleja de la fuerza de voluntad del paciente, tras haber enarbolado este enfoque durante décadas.
La cooptación de estos medicamentos por la llamada cultura de dietas ha sido muy evidente. Todo el discurso está encaminado a la reducción estética de tallas. En España, por ejemplo, la farmacéutica Novo Nordisk sacó una polémica campaña en la primavera de 2025 con el hashtag #ObesidadSinFiltros, en la que una mujer gorda aceptaba su condición como un problema por resolver. Los comentarios surgieron a raudales. ¿Por qué la protagonista de la campaña es una mujer joven y no un hombre o una persona de más años? ¿Acaso no se trata de ese viejo paradigma de lucrar con la insatisfacción femenina para vender millones? Primero generas una inseguridad y luego vendes la solución. Los productos para controlar el peso y los programas que cambiarán tu cuerpo representan una industria que, sólo en 2024, alcanzó cifras de trillones de dólares en todo el mundo.
Una de las últimas batallas la ha librado Serena Williams, pero no en la cancha de tenis sino en las reacciones que ha generado al promocionar un medicamento, similar a Ozempic, de la marca Ro (compañía de la que su esposo es inversionista). Para algunas, Williams había sido la prueba fehaciente de que se puede ser atleta de alto rendimiento —la mejor del mundo, de hecho—, con un cuerpo más grande de lo que exigen los cánones de belleza. Para otros, condenar a Williams por perder peso habla de purismo ideológico. Al final, cada persona tiene derecho a hacer con su cuerpo lo que quiera. Incluso algunos sectores se alegran de que se esté hablando con “objetividad científica” sin tanto cuidado por lo “políticamente correcto” porque es innegable que estamos ante un problema de salubridad.
Según información de la OMS, desde 1990 la obesidad se ha duplicado entre los adultos de todo el mundo y se ha cuadruplicado entre los adolescentes. Quizá estos datos sólo ratifican un sistema de opresión, pero la doctora Stanford piensa que las diferencias sociales hacen que muchas personas se encuentren en un entorno obesogénico. Las cifras suben porque hemos cambiado drásticamente nuestra alimentación, el acceso a alimentos, la calidad de nuestro sueño, el tiempo que pasamos frente a pantallas, entre otros factores relevantes a la hora de padecer ciertas enfermedades. Además, especialistas como ella están en contra de la utilización indiscriminada de estos fármacos porque no funcionan para todos y tienen efectos secundarios. Encima, si se deja el tratamiento, el peso regresará. Para la doctora, los hábitos siguen siendo importantes; el Ozempic sólo representa una solución si va acompañado de una vigilancia médica de largo plazo que ataque varios factores.
Al final, lo que parece ser sólo una batalla cultural entre el body positivity y la ciencia encara una desigualdad económica bastante silenciosa. ¿Quién tiene acceso a esos medicamentos? ¿Son los gobiernos y la seguridad social quienes asumirán su uso para atacar la “pandemia de obesidad”, como la ha llamado la OMS, o serán de uso exclusivo para aquellos que tienen dinero?
Para numerosos individuos que han resistido —con el cuerpo por delante— la discriminación, el problema no es que existan medicamentos que mejoren la vida de los pacientes, lo alarmante es la resurrección de un viejo mito con nuevo disfraz: la obsesión por la delgadez y la exclusividad de ese privilegio. Ozempic no sólo implica avances médicos, sino que también constituye un objeto cultural cargado de deseo, ansiedad, clase social y aspiración.
No pretendo determinar si inyectarse medicamentos GLP-1 es una bendición científica o un error moral. No creo que sea ni una cosa ni la otra, y no quiero caer en la trampa de decirle a nadie qué hacer con su cuerpo ni moralizar a quien decide usar un fármaco. Qué mejor que éste funcione y mejore la vida de mucha gente. Lo que me interesa, sin embargo, es observar con curiosidad cómo un medicamento que promete liberarnos de peso —y que lo hace— al mismo tiempo nos devuelve a ese antiguo paradigma sobre quién merece ser visto, quién puede habitar el espacio público sin ser castigado por su tamaño y, por supuesto, quién puede pagar por ese cuerpo.
Y, lo más importante, me interesa notar que este repertorio no es muy distinto al que denunciaban las feministas hace cincuenta años. Las diferencias de clase, las obligaciones de asimilarse a los cánones impuestos y el racismo no se han ido… quizá hemos aprendido a inyectarlo con más sutileza, y eso resulta bastante peligroso.
En mayo de 2025, varios gobiernos europeos encendieron las alarmas por el auge de #SkinnyTok, una tendencia que promueve métodos extremos para bajar de peso y que puede llevar a muchas adolescentes a padecer trastornos de alimentación como la anorexia o la bulimia. En 2024, TikTok ya había vetado la cuenta de la influencer Liv Schmidt, quien afirmaba que no era un pecado querer ser delgada y promovía dietas hipocalóricas que no eran más que someter al cuerpo a temporadas de hambruna. Quizá las personas más jóvenes no lo recuerdan, pero en los noventa y a principios de los dos mil, las revistas mostraban modelos famélicas y sus artículos celebraban costillas marcadas como logros espirituales, promoviendo la estética de la desaparición. La presencia de cuerpos diversos en los medios fue parte de una batalla intensa que no debe darse por sentada.
Vale la pena escuchar (y observar) a quienes critican al sistema y se resisten a asimilarlo. Si algo nos ha enseñado el feminismo es que el cuerpo no es sólo biología, es historia, política y lenguaje. Y hoy, más que nunca, es relevante preguntarnos qué historias estamos escribiendo mientras vemos los reels de inyecciones semanales y a mujeres de todas las edades haciendo dieta para supuestamente convertirse en buenas ciudadanas.
Raquel Lobatón, Tu peso no es el problema, Grijalbo, Ciudad de México, 2024. ↩