dossier Redes MAY.2025

Gabriel Rodríguez Liceaga

Ataúd vacío

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La gente dice cosas para caer bien, para agradar y generar empatía. Nunca ha sido mi caso. A mí me parecía un excelente filtro, para eliminar imbéciles sin sentido del humor, burlarme de que mis padres habían asesinado a mi hermano menor. Fui tomada de a loca por una serie de solteros babosos que aspiraban a núcleos familiares de comercial de tele. Apenas mi cita en turno notaba que le estaba poniendo atención, se soltaba a contarme con lujo de detalle la suma de problemas de infancia irresolutos que lo habían llevado a ser ese hombre chillón en calcetines que tenía yo enfrente. “Es que de chiquito mi mamá me pegaba”, decía alguno. Y yo: “bueno, pero mis papás mataron a mi hermano”. Otro ejemplo: “Es que mi papá siempre quiso más a mi hermano mayor”. Y yo: “eso no es nada, mis papás asesinaron a mi hermano”. Ya con estos ejemplos queda claro lo eficaz de mi herramienta.

​ Hasta que conocí a Lucas.

​ Lucas era un adorable chavorruco tragaaños y barbilampiño, lector de horas de la comida. Hombre bueno para la bebedera, meter al cine golosinas compradas a granel y hacerla a una sentirse amada. Alto, medio gordo, de piel verde, buen platicador, tenía el cabello como Jack Nicholson en los últimos veintitantos minutos de El resplandor. “A veces me pasa como a Tolstói: sólo veo un abismo en el eterno fluir de las aguas”, me dijo, apenas regresó de orinar, en nuestra primera cita. Y yo: “Ah, ¿sí?, pues mis papás mataron a mi hermano”. Le dio un trago a su segunda cheve y me dijo con una seriedad que correspondería más bien a la sexta:

​ —¿Cómo lo mataron? ¿Qué edad tenía? ¿Cómo se llamaba? ¿Estás bien?

​ Por suerte, en ese momento apareció el mesero con un chamorro de los de la base de la pirámide de chamorros y nos resultó difícil concentrarnos en otra cosa que no fuera comer. Lo hicimos en silencio, bajo el amparo de dos rones Castillo pintaditos y un sórdido La Piedad vs. Morelia en viernes pasaditas las nueve de la noche. Cero a cero. Dos penales fallados. Acabamos cogiendo en mi Shadow. Después me enseñó una serie de fotos que había recolectado esa semana en diferentes periódicos. Coleccionaba fotografías curiosas, surreales, muy reales o chuscas. Una me llamó la atención. Se trataba de varias personas intentando meter un ataúd por encima del torniquete en una entrada del metro Allende.

​ —Hay quien no puede pagar mil nuevos pesos por media hora de coche fúnebre —comenté. ​ —¡Mil nuevos pesos! ¿Alguien se la viene mamando al muertito o por qué tan caro? ​ Nos reímos al mismo tiempo. Arranqué el motor y lo invité a mi depto. ​ —No sé a qué edad pasó. No sé cómo lo mataron. Sé que se llamaba Ariel —dije, durante un semáforo en rojo—. Ahora que lo pienso no sé cómo sentirme al respecto. Oye, pero sí sabes que es broma, ¿verdad? ​ —Quizá está vacía —me respondió—. La caja, quiero decir… quizá no hay cadáver adentro. Ataúdes vacíos viajando en metro. ​ Ya en mi casa nos seguimos besando hasta que el horario de invierno nos robó sesenta minutos de vida. Era 1996.

Lucas y yo funcionábamos bien como pareja básicamente porque podíamos estar durante horas sentados el uno frente al otro leyendo cada uno su libro. Yo también soy lectora de horas de la comida, me encantan las cantinas, mi piel es verde y meto piña enchilada y plátanos deshidratados a la función más nocturna del domingo.

​ A los tres meses de novios no nos habíamos peleado ni usábamos apodos cursis para referirnos al otro. Me sumé a su dinámica y a cada rato le guardaba imágenes extraídas de revistas y semanarios. Cada uno armaba su inventario semanal de fotografías curiosas, surreales, muy reales o chuscas y se lo mostraba al otro, compitiendo por nada. Éramos como los ángeles con coleta de Las alas del deseo pero de puras imágenes chistosas. Fuimos de viaje a Morelia un fin de semana. Me dijo que me amaba frente a la fuente de las Tarascas, no sin antes mencionar lo feas que eran. Le dije que a mí se me hacían bellas por la dureza de sus rasgos. Decidí que le presentaría a mis padres.

Mi padre es un pésimo padre. Uno de esos hombres del siglo pasado que se toman media botella de cocacola de un trago sin que el líquido negro les queme la garganta. Lo que también significa que sacrificó todos sus anhelos y sueños con tal de tener la foto de una familia en el tablero del Galaxy. Ya luego se arrepintió y tuvo innumerables amantes a las que nosotras llamábamos, para englobarlas en una misma bustona cacariza, la Chayota. ​ —¿Quiere una cerveza, jovenazo? —le dijo a Lucas a los tres segundos de conocerlo. ​ Estábamos en plenas cabañuelas de enero, así que hacía calor pero era probable que lloviera en cualquier momento. ​ —Me rifo —respondió Lucas, espontáneo. ​ —Ah, pero no me vaya a salir con que usted toma una de esas cervezas light de moda. ​ —Nombre, es más… pónganle más grasita a mi chela. ​ Se lo ganó en ese instante. Estuvieron brindando y culpando a García Aspe y a Colosio de que a todo en este país se lo estuviera llevando la chingada. Salió un arcoíris y partimos la rosca de Reyes. Ni un pinchurriento Niño Dios de plástico le salió a nadie. Otro ataúd vacío.

​ Mi papá es diecinueve años mayor que mi madre. Mi mamá es la mujer más hermosa del mundo. Juro que cuando era niña vi cómo la vestían, peinaban y acicalaban un grupo de ciervos y pajaritos del bosque. A pesar de estar casada con un sujeto que no está del todo civilizado, no se amargó ni arrugó de más. Envejeció como envejecen las figuras de porcelana: simplemente ya no se ve nueva.

​ La familia de Lucas vivía lejos. Él no los visitaba ni ellos a él. Llenó ese hueco leyendo. Lucas era sumamente influenciable. Cuando acabó Moby Dick estuvo hablando por semanas acerca de “lanzarse a la mar”. (No sabe nadar.) Con Hambre, de Hamsun, decidió ponerse a dieta para experimentar los delirios místicos provocados por la falta de alimento. Con Crimen y castigo de plano se compró un hacha diminuta que traía oculta entre las ropas. Con Faulkner tuvimos al menos tres confusos e intensos pleitos de pareja cuyo contenido y conclusión ignoro a la fecha. Su madalena de Proust es un panucho con cebolla morada y naranja en vez de limón. Este detalle de su carácter me parecía anecdótico e inofensivo, sobre todo porque —a pesar de que era auténticamente un lector voraz— no escribía pastiches de lo que leía. A Lucas, a diferencia mía, la literatura no lo condujo a la boba necesidad de escribir sus propias tramas. Él leía y ya.

​ Entonces vino la mentada fase del género policiaco.

​ Se zampó al hilo cinco libros de asesinatos y policías corruptos. Andaba taciturno todo el tiempo, nervioso, ausente. Cualquier grupo de gente haciendo cola se convertía, en su cabeza, en una fila de sospechosos. Empezó a beber de más y solo. Como las traducciones que leía eran españolas, incorporó a su vocabulario palabras como “pavos” para referirse al dinero. A los cadáveres les decía “fiambre”. En fin, Lucas andaba más iracundo que de costumbre: lo vi gritarles, escupiendo saliva, a un taxista perezoso, a un mesero distraído en mi escote y al director técnico del Cruz Azul cuando era entrevistado en la tele. Seguía pareciéndose a Jack Nicholson, pero ahora al de Chinatown.

​ —Ya decidí de qué haré mi tesis —le comenté en una sesión de sobrecama—: sobre el metro de la Ciudad de México. ​ —¿Sabías que a los conductores que les toca pasar por encima de un suicida les dan una lana y pueden estar un año sin trabajar para que superen el trauma? ​ —Nadie está hablando de muertos, Lucas. Te están afectando tus libros policiacos. ​ —¿Y si invitamos a tus papás a un balneario el fin de semana?

Fueron dos días incómodos. Un frente frío con estúpidas lluvias tupidas nos arruinó la posibilidad de broncearnos. Lo pasamos en el restorán jugando dominó cubano. Lucas convenció a mi papá de ir al sauna. Yo necesitaba descansar y me quedé dormida en el cuarto. A las pocas horas me despertó el humo. Lucas revisaba su celular mientras abría con los dedos un hueco entre dos persianas tiesas. Fumaba, aunque él no fuma. Sentí que todo se había vuelto blanco y negro. Lucas usaba una gabardina amarilla, con los puños deslavados, que compró usada en la paca. Yo juraba que alguien había muerto dentro de esa prenda tosca y pesada. Debajo traía un short con la cara de Patricio Estrella. ​ —Lo sabía —susurraba emocionado—. Estamos tras la pista. No te levantes, nena, sigue dormida. ​ —¡Qué traes, tú! ​ —¡Tu padre tiene tatuado el nombre de tu hermano en su antebrazo!

La obsesión de Lucas por mi hipotético hermano muerto comenzó a sacarme de onda. Lo mandé a volar. Pero el viernes siguiente lo encontré en mi casa, muy campante, tomando chocolate en compañía de mi madre. Veían fotografías de mi infancia. Fotos impresas con la fecha en una esquina. Los álbumes en el piso formaban un collage de mi vida que me hizo sacar humo por las orejas. El sonido de las argollas de metal abriéndose me hacía pensar que aquellas carpetas más bien eran las costillas de un nene. ​ ​ —Lucas, ¿me acompañas a pasear al perro? —le ordené, más que preguntarle. El Goebbels, un pastor alemán sin chiste. Después de un silencio de tres cuadras, Lucas me dijo, emocionado: ​ —Tu papá se hizo el tatuaje en 1970, tú naciste en el 83. Ariel tenía trece años cuando lo mataron. No era un bebé, como originalmente pensábamos. Trece años. ​ —Ya basta. ​ —¡Carajo! No hay fotos de él, pero siento su presencia todo el tiempo. Y hay pocas fotos de tu madre de joven. Algo no me cuadra. ​ —Ya te dije mil veces que es un chiste que yo inventé. ​ —Estoy cerca de algo, nena. Confía en mí. El sábado te llevaré a tirar los dados. Búscate un vestido lindo, ah. ​ Y me besó con intensidad, inclinando mi cuerpo hacia atrás entre sus brazos. Sentí el sabor a Chocomilk en su aliento. Me mordía con suavidad, sin dientes, mientras sus manos buscaban mi entrepierna con avidez. Se deshizo de un calzón empachado de tanta cadera y entró con dos dedos. Goebbels le ladraba a una ardilla. Ya habíamos hecho antes el amor en la vía pública, pero esa vez me excitó mucho la posibilidad de ser descubiertos por dos detectives con los que Lucas estaba enemistado. Me puse de puntitas para que me penetrara de pie y frente a frente.

Un grupo de personas entra con un ataúd al metro Allende de la Ciudad de México, martes 7 de noviembre de 2017. Autoría desconocida.

Le conté a mi terapeuta lo que sentía:

​ Lucas cada vez está más y más alejado de mí. Y yo creo que es por mi culpa, aunque sé que no es cierto. No he hecho nada que justifique su conducta. Culpo directamente a sus pinches novelas de detectives. Es como si se hubiera aburrido de mí. Así que, para mantenerlo a mi lado, le he dado cuerda a la mentira. Ya sabe a qué me refiero. Lo de mis padres y mi hermano. ¿Que si he indagado cuál es el origen de esa ficción? No. Una vez de adolescente escribí en un cuaderno: “podría escribir los versos más tristes esta noche”. Y yo juraba que aquel verso era de mi autoría, lo presumía como mío. Y tantas veces repetí esa mentira que incluso hoy creo que es verdad. ¿No es el pasado fruto del matrimonio entre mentira y memoria? A todos nos encanta modificar la realidad para justificar nuestras pesadillas. En fin, Lucas necesitaba la agenda de mi papá para sacar un par de números telefónicos, así que la tomé prestada y se la di. Esa noche no peleamos. Él copiaba números telefónicos en un papelito mientras yo pedía clamatos. Cogemos mucho últimamente, pero él rara vez termina. Ya no se viene conmigo. Esto me tiene muy preocupada. Una vez un taxista me dijo que su esposa lo masturbaba diario para ver si le era infiel. “Ya sabe, por la cantidad de semen.” Está obsesionado, Lucas; jura que mis papás asesinaron a un hermano que yo me inventé de niña y no se va a detener hasta demostrarlo. Pero bueno, cambiando de tema, estoy muy atorada con mi tesis. Me fascina la idea de que a una ciudad desbordada la regule el metro. La metáfora que más se le endilga es la de un gusano, pero yo creo que es un pulpo. ¿Sabía que en Europa ya existía el metro mientras nosotros acá seguíamos en burros? Llevo toda la vida viendo a la gente besarse y pelear en el metro; de alguna manera es la educación sentimental de todos los mexicanos. Y por eso mismo creo que es el lugar idóneo para educar a la población. Ahí le va mi idea y el núcleo de mi tesis: vagones exclusivos para mujeres. Los de hasta adelante. Sé que ahorita suena irreal, pero piénselo un momento: disminuiría el acoso y hostigamiento al que estamos sometidas a diario. Creo que es la mejor idea que se me ha ocurrido.

Lucas me estaba poniendo el cuerno. Mientras se duchaba entraron mensajes de una tal Lucrecia comentándole que ya quería que fuera de noche para que le diera lechita. Apenas salió del baño le aventé el teléfono a la cara. Le dije hasta de lo que se iba a morir y me puse a llorar mientras le golpeaba el pecho con todas mis fuerzas. Él estaba desnudo. Recogí el teléfono del piso y se lo volví a aventar a la cara. Un hilo de sangre le salió de la nariz. El celular era de esos de pastilla que te regalan en el Oxxo en la compra de un Vikingo. ​ —Cariño, o te soy fiel o descifro el asesinato —me dijo.

​ Me quedé viendo cómo usaba mi desodorante y se vestía con lentitud. Entré en estado de shock. Cuando recuperé cierta sensatez estaba siguiéndolo, escondida detrás de un cajero automático con mis lentes de sol y un suéter de cuello de tortuga cubriéndome medio rostro. Él esperaba en la calle, leyendo. Llegó una mujer bustona y cacariza. Estuvieron charlando un rato con las manos enlazadas. Saqué mi cámara desechable y tomé fotos, muchas. Estaba sudando copiosamente. Me sentía traicionada y emocionada en una medida equilibrada pero contradictoria. Sentada en el bar de un Sanborns me di cuenta de que no era necesario revelar las fotos, aquella mujer me resultaba conocida. ¡Era una de las Chayotas!

No he vuelto a saber de Lucas en varios meses. No hemos coincidido en la calle básicamente porque no salgo de casa desde aquella noche. Mis padres siguen con sus vidas. A mis ojos su diferencia de edad se ha acentuado de manera considerable. El otro día me sorprendí buscando pistas en los álbumes familiares. También me sorprendió encontrar varios espacios vacíos. Lucas se robó varias fotos. Pinche loco.

Gracias por recibirme sin cita, doctor. Estoy muy inquieta y no sé qué hacer: me estoy volviendo loca. Ya sé que hace meses habíamos concluido todo el tema de Lucas dictaminando que es un narcisista psicópata y tan-tán. En serio, al tipito lo he superado emocionalmente. Pero ayer regresaba muy contenta de comprar paletas heladas, cuando se me apareció. Traía una gabardina nueva y se veía recién bañado. Para no hacerle el cuento largo (aunque cuando uno dice eso está alargando la trama más de lo necesario): ¡no había cadáver dentro del ataúd! Mis papás no mataron a nadie. Pero salió peor, pues ahora siento que soy testigo de un crimen más atroz y horripilante.

​ —Sí —me dijo Lucas —te fui infiel con una de las amantes de tu padre, pero más importante que eso: te engañé con tu madre natural, tu bellísima madre de sangre. ¡Tienes sus ojos, maldita sea!

​ Y que sale de atrás de un árbol la mujer esta queriéndome abrazar. Me quedé igual de confundida que usted ahora mismo. ​ Ariel, mi hermano, más bien es mi hermana. Mi padre, hombre del siglo pasado, siempre quiso tener un varón que prolongara su estancia en la Tierra. Ariel, pues, era una niña de trece años que mi padre abandonó porque nació mujer. La obsequió por ahí y luego llenó su vida de amantes. Quería tener un hijo varón a toda costa. No lo logró. No olvidemos que a él lo regían construcciones éticas del siglo XX. Beber una coca cola de un solo trago tiene sus consecuencias genéticas. Ojo: no lo estoy justificando. Tiemblo nada más de pensarlo. Todo en mi vida es una mentira. El asunto es que no es que mis padres asesinaran a mi hermano. Más bien, mi madre es mi hermana. Como en una pinche película mexicana viejita.

​ Yo también fui lectora de novela policiaca, yo también me he clavado leyendo género negro… y si algo aprendí es que el detective es capaz de trastocar por completo su ética en búsqueda de un culpable, sólo para darse cuenta —una vez que se acaricia la verdad— de que ésta no valía la pena o que ya no es útil.

​ De nada me sirve esta información. Toda mi vida es una mentira. ¿Qué tienen en la cabeza los hombres? ¿Por qué toda nuestra sociedad está fundada sobre este tipo de verdades horrendas? Total: creo que necesito regresar a los ansiolíticos.

Me tardé varios años en volver a tener citas románticas.

​ “Mi mamá me pegaba cuando era chico con la chancla”, me dice un barbón. “Escucha esto antes: mis padres mataron a mi hermano de trece años”, le digo. Otro más: “Mi papá era alcohólico”, y yo: “Mi ex me puso el cuerno con una de las amantes de mi padre, que lleva años en una relación incestuosa. Vaya, les dejé de hablar”.

​ No había segunda cita. Hasta que conocí a Luis.

​ Luis es fresón, forever young, pelo en pecho. Tiene pecas en los tobillos y no ve de lejos. Al Bacardí le dice Bacardios. Conviene, para no dejar de respetarlo, no preguntarle qué música le gusta. Menso, adorable, adinerado, guapo. No es la gran historia de amor. Estábamos pedos y sonaba una rola de ésas que implican fajarte con extraños. Decidí no traer a colación mi muletilla del hermano asesinado. Todo fue muy rápido. A los dos meses, Luis me pidió matrimonio. La ceremonia fue emotiva. A su mamá, que trabaja en la gerencia del Metro, le encanta mi propuesta de los vagones exclusivos para mujeres. Se le hace muy viable. Me pidió que le arme una presentación.

Tarjetas del metro y metrobús de la CDMX, 2005-2012. Colección de Antonio Montaño Jimarez.