Homenaje póstumo a Álvaro Uribe

Temor de Dios

Muerte / crítica / Octubre de 2023

Pura López Colomé

…me atrevo a titular estas aproximaciones a la obra de Álvaro Uribe porque no acudo al sentimiento bíblico de Abraham, que sería, más bien, terror, horror ante la cólera de los poderes superiores e inescrutables. Tampoco estoy pensando en el don del Espíritu Santo; en todo caso, me refiero a una exaltación física ante el verdadero Dios oculto en la Palabra. Hay algo en cada frase, en cada párrafo de este magnífico escritor, en cada escena o intercambio, en cada personaje real o imaginario, que me hace entrar en resonancia con lo que revela, lo que logra, lo que convoca la voz escrita y leída, cuyo tema evidente o subyacente, de principio a fin, es la dualidad vida-muerte. Me parece que es temor lo que se siente, algo menos imponente que el pánico y que se reconoce como fuerza casi ajena a quien la produce. Hablo de una mezcla de estupor, pasmo y algo cercano al espanto por aquello que da en el clavo, que lanza tiros a un blanco situado en las profundidades de la emoción, el pudor, la vanidad, los pecados capitales.

​ Quien ha experimentado el poder de la escritura no puede más que acercarse a ella con una actitud reverencial. Estoy segura que era el caso de Álvaro Uribe. Me lo imagino como alguien que rinde un culto íntimo a la letra significativa con rituales cotidianos y propiciatorios, sin dejar desperdicio alguno en el texto final, ni el menor residuo del ejercicio mismo. En absoluto creo que se le debería considerar un “estilista”, el tipo de autor al que se le notan los esfuerzos. Su prosa fluye con la naturalidad propia de un perfeccionista sutil, con un gusto blindado contra cualquier chabacanería, nutrido en las mejores lecturas. Recuerdo haberme reído a carcajadas, aunque conservando un dejo agridulce en la boca, al toparme, en su Autorretrato de familia con perro (2014), con la carta de una madre que ilusoriamente cree conseguir verse mejor y más joven sin que se noten los buenos oficios de un cirujano plástico. La misiva, dirigida al hijo escritor, dice en su posdata:

“A lo largo de este mail o carta o lo que sea, he tenido que aguantarme la vergüenza de escribirte a ti, of all people, a quien las revistas que me ha dado a leer Malú elogian como un gran ‘estilista’. ¿Y por qué no pensar que eso lo heredas de Malú, que es a su manera una estilista? A fin de cuentas, lo que le importa, cada vez que se presta a la cirugía, es el estilo, mejorar o por lo menos conservar su propio estilo”.

​ Es increíble todo lo que un solo párrafo da a entender: el artificio cosmético confundido con hermosura y conseguido, además, con dolor (no hay cirugía que no lo implique); el concepto trasnochado y vulgarizado por la modernidad de la búsqueda de un estilo en las apariencias, que nada o poquísimo tiene ya que ver con el estilo en el arte que, al conferir unicidad, provocará genuino placer estético en el receptor.

​ Resulta casi imposible que cualquier autor serio no termine proyectando su persona en la obra. Lo más frecuente es que estas señas de identidad estén agazapadas, ocultas. Pero eso aquí no ocurre: la presencia es deliberada, pese a los cambios de nombre, las cronologías, las circunstancias. Álvaro Uribe lleva la voz cantante. Por eso hablar de uno de sus libros es hablar de todos, de la historia de sus particulares “senderos que se bifurcan”, sus desdoblamientos reales, fantasiosos, imaginativos y muy personales. Siempre haz y envés, hasta en los personajes femeninos (incluso su compañera a veces es Tedi; otras, mi mujer), los perros (Canuto, Lupin), sus ciudades o sus barrios, tratados como seres humanos. Todo, entre luces y sombras, es él y es otro ante el espejo y tras él: observador y observado, pensador y pensado, analizador y analizado, describiente y descrito, creador y creado.

​ Sus amigos-personajes, cercanos o no, lo llevan dentro, en el papel y en carne y hueso, tanto los que sí como los que no. La condición reverberante del positivo y el negativo de cada fragmento encarna la virtud general de la obra: también cada uno de sus libros tiene al otro, al mellizo que lo acompaña, casi pegado a él como los hermanos Chang y Eng. Baste con mirar a Los que no (2021) caminando con Caracteres (2018); La otra mitad (1999) con La parte ideal (2006); Expediente del atentado con Recordatorio de Federico Gamboa o a Morir más de una vez (2011) al lado de Tríptico del cangrejo (2023). Esta última mancuerna hace eco en más de una ocasión a la atmósfera de un final que es el principio, o viceversa, de la gran novela de Vasili Grossman, Vida y destino (1980), que precisamente Tedi y Álvaro me dieron a conocer: “Pero en el frío del bosque la primavera se percibía con más intensidad que en la llanura iluminada por el sol. En el silencio del bosque la tristeza era más honda que en el silencio del otoño. Se oía en su mutismo el lamento por los muertos y la furiosa felicidad de vivir…” Grossman, como lo haría Álvaro, insiste en el misterio del alma humana implícito en el hado de cada quien, que creemos capaces de desentrañar a sabiendas de que es imposible.

​ En alguna otra ocasión, observé algo sobre la literatura de Álvaro por lo que sigo respondiendo con igual vehemencia: la profundidad temática, más allá de los muchos alcances psicológicos, se manifiesta gracias a un dominio lingüístico; su homenaje al significado multiabarcante de la palabra, que da a luz realidad e irrealidad en contraste. No obstante, digo ahora, la Realidad con mayúscula se sale con la suya. A consecuencia, mención aparte merece toda aquella zona que este autor dedica al tema de la enfermedad frente a la salud; la infirmitas o falta de firmeza de la vida misma; a los signos precursores u ominosos que uno desoye por la ebriedad de mundo, lo más/menos previsible. Esta mefistofélica voz circula por un puente invisible: el del tiempo. El tic-tac de nuestros propios pasos, que nos hace concebirnos, por un instante elástico, eternos. Para llegar a la deseada otra orilla con el conocimiento del tiempo integrado al cuerpo, Álvaro cruza el río heracliteano brincando de piedra en piedra, peldaños-libros emblemáticos donde abunda en su gran preocupación: el haber ascendido por la cima del placer y el amor para descender a la sima del padecimiento, reconociendo al enemigo-francotirador que llevamos dentro y nos observa, arma de precisión en ristre, listo para disparar directo al corazón por vía del intelecto. Con obvia capacidad de abstracción, afirma quien se reconoce como el gran YO en una obra de 2011: “Se dice que quien está a punto de morir ve pasar frente a los ojos del espíritu, como en una película en cámara rápida, las escenas más importantes de su vida. Yo matizaría: no solo las más importantes y no siempre como en una película, sino también como en una página”. En su último libro, terminado en 2022 y publicado en 2023, este mismo YO ve pasar vertiginosamente, supongo, lo escrito en calidad de vivido espiritualmente, y se aparta de esa página: “Hoy en la mañana, por primera vez desde que empecé a escribir en este cuaderno todos los días salvo sábados y domingos, se me olvidó visitarlo. […] Señal, temo yo, de que mi espíritu no está donde debería estar”. Aquí me reconozco incapaz de la menor interpretación. Solo acudo a lo que dice su otra mitad, Tedi, en una de las escenas más conmovedoras que puede haber: “Me dice que ya encontró el famoso túnel y la luz, pero a un lado, no en el centro. […] Me pregunta si la Tierra sigue dando vueltas; si existen días libres en el paraíso. Luego se duerme. Con los ojos del espíritu, según sus propias palabras”. He aquí el jardín de los secretos que se bifurcan.


(mayo de 2023, mes en que habría cumplido 70 años)


Nicolas Toussaint Charlet, *Cabeza de perro*, *ca*. 1820, Rijksmuseum Nicolas Toussaint Charlet, Cabeza de perro, ca. 1820, Rijksmuseum

Imgen de portada: Nicolas Toussaint Charlet, Cabeza de perro, ca. 1820, Rijksmuseum