dossier Nacionalismos DIC.2025

Ana García Bergua

El timbre de gloria: himnos para principiantes

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El nacionalismo es un deporte de lo más difícil. Exige, antes que nada, buenos pulmones, afinación y una garganta muy despejada para poder cantar con gran sentimiento los himnos que vengan a cuento en los momentos solemnes, durante los raptos sentimentales y, si se requiere, en algunas borracheras.

​ Por lo menos así me lo parecía a mí (menos lo de las borracheras), pequeña estudiante que fui del Colegio Madrid como de los cuatro a los diez años. ¿Por qué del Colegio Madrid? Porque mis padres nacieron en España y, cuando estalló la Guerra Civil, salieron exiliados junto con mis abuelos. Así, los colegios formados por los refugiados eran los que correspondían a nuestro entorno: el Madrid y el Instituto Luis Vives. Pero hablaba yo del Madrid, que era una escuela muy bonita, enorme: ocupaba tres cuadras completas y una de ellas tenía un castillo. También tenía la particularidad de que todas las mañanas nos formábamos para entonar una serie de himnos que, ahora que lo veo en perspectiva, en lugar de acendrar mi nacionalismo, contribuyeron a provocarme problemas de identidad.

​ Empezábamos, claro, con el himno nacional porque todos los niños de todas las escuelas de México cantaban, cantan y cantarán el himno nacional con lágrimas quizá de sincero nacionalismo, quizá de hambre y sueño, con el desayuno —si lo hubo— a media digestión. Ése era de cajón, formando filas detrás de los niños de la escolta, a quienes les tocaba portar el asta bandera y se sentían divinos: creo que nunca me tocó, y estoy segura de que los envidiaba. Pero aquí quiero hablar de los himnos y no debo desviarme. No mencionaré las confusiones con el masiosare porque ya son lugar común. Inmediatamente después del himno nacional seguía el “Toque de bandera”, que me gustaba mucho por lo de los céfiros y los trinos, pero sobre todo por la parte que dice: “es mi bandera la enseña nacional,/ son estas notas su cántico marcial”. Pues bien, yo podría jurar que todos decíamos, claritito: “son estas notas su canto y comercial”. Y, así, siempre pensé que nuestra bandera tenía, entre sus muchas virtudes, la de que le hubieran compuesto su propio jingle publicitario, lo cual, niña de los años sesenta que era, me parecía modernísimo y encantador.

En cuanto a sentirse español, debo decir que, al entrar a casa, ceceaba, quizá por necesidad de adaptación o para presumir mi buena ortografía; en el Madrid no, ni en la calle: hablaba con la “s” en el exterior.


​ Enseguida, como para ampliar el panorama de los chicos del Madrid, pasábamos a entonar el “Canto panamericano” (“Los pueblos de América unidos/ luchando por la libertad/ por nadie podrán ser vencidos”, etc.), cuya melodía me sigue pareciendo de lo más bonita, pero nunca entendí a qué venía o por qué y durante cuánto tiempo habría que luchar por la libertad (a esa hora, el desayuno empezaba a dejar de cumplir su función y eso que faltaban todas las clases).

Equipo Crónica, La cultura de Occidente, 1968. © Equipo Crónica a través de Manolo Valdés, VEGAP/SOMAAP, México, 2025.

​ La perla de los himnos era, por supuesto, el “Himno de Riego”: el himno republicano español que cantábamos con mucho sentimiento porque era parte de la historia de muchas familias de quienes estudiábamos en el Colegio Madrid; comenzaba diciendo: “De nuevo España resurge/ tan alto y grande es su honor/ que en el hombre es un timbre de gloria/ el nacer y sentirse español”. Y ahí comenzaban las confusiones: en primer lugar, España no había logrado resurgir todavía (a menos que lo hiciera en el colegio) porque Franco seguía ahí, maltratando a mi tío, que estaba encarcelado, y a los españoles; en segundo, si no habíamos nacido españoles, pues habíamos nacido aquí, ¿nos tocaría alguna parte del timbre de gloria? Lo del hombre en aquella época no era problema: decían “el hombre”, “los hombres” y una se sentía incluida en el paquete como la tal costilla de Adán. En cuanto a sentirse español, debo decir que, al entrar a casa, ceceaba, quizá por necesidad de adaptación o para presumir mi buena ortografía; en el Madrid no, ni en la calle: hablaba con la “s” en el exterior. O sea que, por lo menos en parte, me podía tocar algo de ese timbre, que imaginaba dorado y con dibujos muy bonitos. Y el himno terminaba con lo de: “Honor, honor a España,/ viva la libertad,/ caminos del progreso,/ avancemos con aire triunfal”.

​ Uno hubiera pensado que de ahí avanzaríamos con aire triunfal a la clase, pero nanay. ¿Qué faltaba aún para cimentar nuestro nacionalismo?: La marsellesa en español, que decía: “Marchemos, hijos de la patria,/ hermoso día luce hoy”. Hombre, para hablar del clima no hace falta un himno, pensaba yo, que ya me había españolizado bastante, pero la cosa seguía con el sangriento estandarte, más a tono con la versión original, y ya cambiaba un poco, pues se convertía en un himno como todos los himnos, que conminan a luchar a quienes los escuchan. Y, claro, al igual que los pueblos de América unidos, los franceses también luchaban por la libertad, que de eso se trataba.

Cuando estuve en España hace unos años, la televisión nacional hacía lo mismo con una bonita versión orquestal de la Marcha Real, el himno español, y, hay que decirlo, es un somnífero inigualable, mejor que el Valium.


​ Y para culminar la bonita mañana (confieso que ya empezaba a torturarme pensando en que el baño quedaba lejos y la chis apremiaba), ¿qué himno podía faltar? Pues el himno del Colegio Madrid (“Los recuerdos de nuestra niñez/ han de ser/ siempre para el Madrid/ ¡viva el Madrid!”, etc.). No sé quién escribió la letra, pero debe haber sido por lo menos curioso escuchar a una multitud de niños de primaria cantar felices: “¡Brindemos en su honor!”. Por otra parte, el himno de la escuela abría una inclusión a las niñas que podría considerarse amable e incluso feminista para aquellos tiempos: a la estrofa que comenzaba con “los chicos del Madrid” seguía otra idéntica que lo hacía con “las chicas del Madrid” (mi hija dice que ahora debería existir la de “les chiques del Madrid”).

​ Ahora que lo pienso, no es raro que mi nacionalismo no estuviera muy arraigado; en realidad, en la única escuela en la que canté himnos fue en el Colegio Madrid y me temo que con esa revoltura fue más que suficiente para hacerme sentir muy confundida. Después de todos ellos, una se quedaba pensando: ¿y ahora qué sigue? Porque eso de andar al grito de guerra o luchando por la libertad tiene un tono de urgencia y nosotros estamos aquí formando filas y en un rato no habrá más que ir a sentarse al mesabanco a tomar clases por más que ansiemos correr, jugar y comer dulces, las labores de la infancia. Pero los himnos ciertamente tienen esa función: insuflar pasiones. En casa, papá completaba nuestra educación con algunos de su ronco pecho, entre los que se encontraba un himno anarquista que era la traducción de otro y comenzaba diciendo algo así como “negras tormentas agitan los aires,/ nubes oscuras nos impiden ver”. Terminado el reporte del clima, mandaban a todos a las barricadas a luchar por la libertad (claro) o por el triunfo de la Confederación Nacional de Trabajadores, no me acuerdo bien. Leo en la Wikipedia que la música pertenecía a un himno polaco de 1831, “La marcha de los Zuavos”, que combatían al Imperio ruso. Durante la guerra civil española, los anarcosindicalistas la adaptaron a su propia causa. A fin de cuentas, nuestros padres y abuelos venían de una lucha y, para honrarla, la cosa era cantar himnos: de ahí a “La Internacional” no había sino un paso.

​ Lo bueno es que en casa éramos bastante entonados, si no, imagínense.

Equipo Crónica, Barroco español, 1966. © Equipo Crónica a través de Manolo Valdés, VEGAP/SOMAAP, México, 2025.

​ Hablando de la entonación debo decir que entre las gracias que adornaban a mi padre, además de la de ser un destacado intelectual, estaba la finura de su oído. Ésta lo llevó a concluir que el himno nacional mexicano tenía exactamente el mismo número de sílabas y el mismo ritmo que la canción “Dónde vas con mantón de manila”, de la conocida zarzuela La verbena de la paloma. Cantar el himno con la letra de la zarzuela y viceversa era uno de sus deportes favoritos y, la verdad, cuando lo escuchábamos daba mucha risa; era algo que le hubiera encantado a Buñuel, a quien él admiraba tanto. Sin embargo, tuvo el mal tino de hacerlo en medio de una borrachera, en una cantina donde se encontraba un militar mexicano que, molesto, lo amenazó por desacato a los símbolos patrios. A papá, que podía ser irreverente pero no tonto como para ponérsele al tiro a un miembro de las fuerzas armadas, se le ocurrió ofrecerle una disculpa y explicarle que él venía de Costa Rica. “¿Ah, sí?”, le respondió el militar; “a ver, cánteme su himno”. Y así fue como mi padre inventó un himno de Costa Rica que olvidó después y no nos pudo reproducir, pero siempre me he quedado con la curiosidad de saber cómo sería. Espero que alguno de los que estaban con él lo recuerde.

​ En 1968, mis hermanos (y yo con ellos) dejaron el Colegio Madrid junto con otros doscientos alumnos por cosas que no vienen a cuento aquí. No es que me expulsaran a mí, que tenía nueve años, pero me pusieron un seis en conducta; mi madre, que seguía en las barricadas (aunque tanto ella como mi padre ya se habían horrorizado del estalinismo, hay que decirlo), consideró que esa calificación era una injusticia y su finalidad, aviesa, aunque la verdad es que yo sí me había portado mal y lo merecía. De hecho, la afrenta consistía en haber entrado al mítico castillo con otros compañeros y ponernos a zapatear en el cuarto de las banderas: le decían así porque, efectivamente, en él no había más que vitrinas llenas de banderas. Es increíble como nada más hago memoria y el nacionalismo brota por todos lados. Todavía mi subconsciente lucha por convencer a mi madre, en el más allá, de que mi mala conducta fue auténtica; ella sigue sin creerme, estoy segura.

​ La cosa es que pasé por varias escuelas después (las famosas escuelas activas y el Instituto Luis Vives) y ya no volví a vivir la necesidad de cantar himnos, cosa que, supongo, agradecí, excepto en los años setenta, cuando el golpe en Chile contra Salvador Allende. Circulaba entre los jóvenes de aquella época un disco de los Inti Illimani que incluía “El pueblo unido jamás será vencido”, que escuchábamos como si fuese un himno. Me recuerdo llorando al escucharlo. No lo vuelvo a hacer. Bueno, sí, hace un par de meses el gran guitarrista Pat Metheny dio en la Sala Nezahualcóyotl un concierto espléndido y tocó aquel tema, pero los espectadores —a diferencia de los chilenos que, según se cuenta, se emocionan mucho cuando él la toca— estuvieron muy callados: sólo mi esposo y yo la cantamos bajito por aquello del sentimentalismo, pero nadie se arrancó a correr en busca de un rojo amanecer que anuncia ya la vida que vendrá, bendito Dios, y perderse lo que restaba del concierto.

​ No sé si sigue ocurriendo: a las doce de la noche, como Cenicienta, la televisión pública cerraba sus transmisiones con el himno nacional y la imagen de la bandera. Después la pantalla se llenaba de manchitas móviles al son de un ruido como de gato arañando el sofá (¿será que todavía sucede?) que duraba toda la noche. Cuando estuve en España hace unos años, la televisión nacional hacía lo mismo con una bonita versión orquestal de la Marcha Real, el himno español, y, hay que decirlo, es un somnífero inigualable, mejor que el Valium; yo lo escuchaba y amanecía en el sofá perfectamente descansada. El mexicano, en cambio, más práctico quizá, a aquella hora en que uno ya se había quedado dormido frente a la pantalla, nos despertaba de golpe con la orden de aprestar el acero y el bridón y, de paso, levantarnos para ir a la cama. ¿Por qué la costumbre televisiva de terminar el día al son del himno nacional, sea el que sea? ¿Será que con tanta programación internacional habrá que recordarnos dónde estamos?

​ Pero debo decir que el nacionalismo mexicano siempre me ha conmovido (excepto por los murales de Siqueiros) y me pongo sentimental cuando evoco ciertas cosas, como José Emilio Pacheco en su famoso poema que todo mundo cita. Recuerdo aquellos anuncios que decían “México, creo en ti”, y que ya traían una especie de sorna detrás, una especie de “ya quisieras” que hasta resultaba (y sigue resultando) doloroso. Como que no está en el ánimo nacional eso de ponerse muy solemnes a cantar himnos, menos así como están las cosas. Eso sí, me encanta lanzar goyas por mi querida UNAM; no sé si cuenta como nacionalismo.

Imagen de portada: Equipo Crónica, La salita, 1970. © Equipo Crónica a través de Manolo Valdés, VEGAP/SOMAAP, México, 2025.