Una historia animal del escudo nacional
Leer pdfSe le ve en paredes y en carteras. Todo mundo conoce la historia de su origen. A pesar de su ubicuidad, el escudo nacional mexicano oculta una sorprendente verdad: es una interacción ecológica que se hace pasar por ideología nacionalista.
Consideremos los detalles que nos son familiares. El escudo de armas mexicano, que aparece en la bandera, las monedas y los pasaportes, luce una trinidad de especies en su centro: el águila con la serpiente en su pico sobre un nopal que crece en una roca, en una isla en medio de un lago no muy hondo. El mito dice que el águila con la serpiente en el nopal fue la señal divina enviada por Huitzilopochtli a los mexicas para indicarles dónde debían construir su capital. Si bien la isla en el lago parecía un sitio improbable, la construcción, en 1325, de Tenochtitlán —literalmente “lugar de la fruta del nopal”— resultó ser fundacional. No hay nada que se le parezca.
Muchos escudos nacionales, como el de Inglaterra, muestran algún animal singular, por ejemplo, el noble león —aunque no hay leones en Inglaterra—, mientras que otros lucen animales inventados, como el águila rusa de dos cabezas. El de Australia podría ser el más cercano a una interacción ecológica, pues incluye un canguro y un emú; ambas, criaturas que sólo se hallan en ese país, pero están bien derechos, encontrados en la bandera de una forma que nunca lucen en la naturaleza.
Wendy Cabrera Rubio, Pabellón Azteca, 2024. Todas las imágenes son cortesía de la artista.
Otros países en las Américas exhiben una fascinante mezcla de animales nativos, exóticos, salvajes o domesticados. Chile tiene un cóndor y a su raro y tímido huemul, endémico del país y de Argentina, tan misterioso que los primeros dibujos lo representan con cabeza de caballo. Venezuela tiene, ella sí, un caballo, el valiente corcel blanco del libertador Simón Bolívar, y Perú escogió a ese exquisitamente suave, pequeño y salvaje primo de la llama, la vicuña. Uruguay, por su parte, tiene una res y un caballo. Barcos, cornucopias, monedas y frutas redondean la ecléctica iconografía, llamando a la duda: ¿por qué elegir animales, en cualquier caso?, ¿qué transmiten de su estatus y su poder a las figuras fundadoras?
Un estudio reciente de los biólogos Neil Hammerschlag y Austin J. Gallagher trató de cuantificar el estatus de conservación de los animales que son símbolos nacionales, preguntándose si aquellos elegidos por su importancia cultural e histórica pueden ser usados como especies bandera, como símbolos carismáticos para galvanizar el apoyo a una conservación más amplia de la naturaleza, ya sea reuniendo fondos o respaldando medidas para revertir las amenazas.1 Baste pensar en el panda o el bisonte. Estos encantadores animales son a menudo especies clave, que distribuyen vastas cantidades de energía por los niveles tróficos del ecosistema, como los lobos o los castores. Los investigadores encontraron que una tercera parte de los animales que representan símbolos nacionales están amenazados y que cerca de la mitad tienen poblaciones decrecientes. Tendría sentido convocar a la conservación poniendo énfasis en ellos, pues gozan de una influencia desproporcionada, tanto cultural como ecológicamente.
The Three Caballeros (1944), 2020.
Así las cosas, sin embargo, no queda más que preguntarse: ¿quién prefirió el águila sobre el caracara, y cuándo? El hecho de que el escudo nacional eventualmente tuviera un águila y no un caracara supone una amalgama de imaginería histórica y toma de decisiones políticas modernas.
México, sin embargo, tiene una oportunidad completamente distinta. No es sólo que los animales en su escudo no sean mamíferos —por mucho, la clase animal más socorrida como símbolo—, sino que, además, el ave y el reptil participan en una transferencia íntima e interconectada de energía. Sus cambiantes y dinámicas relaciones a través de múltiples especies y paisajes invocan mucho más que los animales por sí mismos. Si bien gran parte del inicio de la historia sobre su origen es oral, las primeras descripciones escritas del futuro escudo aparecen en los códices elaborados en las décadas cruciales en que los estudiosos españoles y nahuas se encontraron en el centro de México. El Códice Mendoza, de la década de 1540, contiene el relato —muy anterior— del águila y el nopal. Hay nociones de la historia del escudo recogidas en el tumultuoso siglo XVI por fray Bernardino de Sahagún y los estudiosos de Tlatelolco gracias a los informantes nahuas. El complejo libro de textos y cosmogramas, terminado en 1577, que fue luego el Códice Florentino, describe a las águilas como valientes, sin miedo y guerreras, y las menciona casi cuarenta veces. El águila real, de la familia Accipitridae, es una de las rapaces más grandes del mundo. Habitan en el hemisferio norte, tienen plumaje marrón oscuro y algunas plumas más claras debajo, siempre cuentan con poderosas garras y picos afilados. Estos pájaros impresionantes, cuya envergadura puede medir más de dos metros, son capaces de alcanzar velocidades realmente vertiginosas, de hasta cincuenta kilómetros por hora y hasta trescientos en el descenso. La subespecie norteamericana, a menudo llamada “águila mexicana” (Aquila chrysaetos canadensis), se distribuye desde Alaska hasta el centro de México. Es notable por su tamaño, pero fácilmente se le confunde con otras aves rapaces; a diferencia, por ejemplo, de su prima, el águila calva, con su casco de plumas blancas.
La fatiga del buen vecino [detalle de instalación], 2023.
Con todo, el ave del escudo ¿sí era un águila? En los años sesenta del siglo pasado, el ornitólogo Rafael Martín del Campo sugirió que las primeras descripciones del águila eran, en realidad, las de un caracara quebrantahuesos (Caracara plancus cheriway). Los caracaras son halcones, no águilas, pero su rango de distribución neotropical abarca México y el norte de Suramérica. Tienen un collar de plumas blancas en el cuello y las puntas de sus alas son del mismo color. Si tan sólo hubiera algún registro del ejemplar presentándose con nombre y señas, sabríamos con certeza qué pájaro es el representado. Identificar la especie correcta importa no solamente para la ornitología, sino también para poder hacer interpretaciones culturales y cosmológicas más precisas de la herencia mexica. Así las cosas, sin embargo, no queda más que preguntarse: ¿quién prefirió el águila sobre el caracara, y cuándo? El hecho de que el escudo nacional eventualmente tuviera un águila y no un caracara supone una amalgama de imaginería histórica y toma de decisiones políticas modernas. También ha tenido un impacto en lo que hemos llegado a saber sobre esos animales y en qué tan familiares resultan para la investigación científica. Web of Science arroja 166 resultados de la búsqueda en inglés del águila real en México (Golden eagle Mexico), mientras que la del caracara quebrantahuesos (Crested caracara Mexico) apenas muestra 27. La fama le pertenece al águila.
La fatiga del buen vecino [instalación], 2023.
Por otra parte, en muchos de los textos del siglo XVI, el águila no devora una serpiente, sino un ave más pequeña, ciertamente preciosa —quizás sea un quetzal, una espátula rosada, una cotinga—.2 El acto de alimentarse o ser alimentado crea una relación entre especies salvajes y con los humanos que va más allá de la cacería o la domesticación, e invoca la ecología en su totalidad, incluyendo las plantas y los cuerpos de agua.
¿Cuándo y por qué el animal devorado se convirtió en serpiente? No está claro, pero no es extraño. Quetzalcóatl, que aparece en el Códice florentino, mas no en el escudo, fue una deidad fantástica consagrada, en templos de toda la región y desde hacía varios siglos, bajo la forma de un ser que combinaba las plumas de un ave con el largo cuerpo de una serpiente. Con todo, no se ha encontrado nunca un animal similar, de modo que el escudo, en vez de mirar hacia el panteón divino, se inclinó hacia los cuerpos materiales de criaturas vivas. Las serpientes reptaron al escudo tiempo después de que se hicieran los primeros dibujos, y esta novedad podría estar atada a la rica iconografía de las serpientes y culebras de Mesoamérica.
Fue apenas en las vísperas de la Constitución de 1917 que el escudo nacional se modificó y pasó de tener una serpiente genérica a una víbora de cascabel específicamente. El cambio fue incontrovertible: se aprecia en el notorio cascabel en la cola, la cabeza en forma de diamante y la vibrante lengua característica del crótalo. No se trataba de una serpiente cualquiera: las víboras de cascabel están muy ligadas a las Américas —sólo se las encuentra aquí— y en México habitan 49 especies, así como cerca del 90 % de la población global de cascabeles.3 Estas víboras son lo mismo presas que depredadores y, por lo tanto, eslabones indispensables de la cadena alimenticia en los muchos ecosistemas mexicanos donde una enorme variedad de roedores alimentan a muchos felinos y rapaces. Las víboras de cascabel poseen un simbolismo único para los mayas, los mixtecos y los mexicas por su vínculo con la curación y no sólo con la muerte. El comercio —a menudo ilícito— de piel de víbora y de especímenes enteros, a menudo vivos, indica la persistencia de su uso ritual y para la invocación simbólica, muy ligada con el narcotráfico.4
Cómo hacer que una pintura se comporte como un paisaje [instalación], 2020.
La historiadora Marcy Norton ha escrito que la ingesta transforma tanto al depredador como a la presa, lo que resuena con las guerras humanas. La belleza y el poder de las aves vencidas son transmitidos al ave victoriosa en su consumo. El hecho de que la enorme águila sea representada en el acto de consumir la energía de otra expone el poder en su despliegue. Sin embargo, el águila que devora a la serpiente no es equivalente al acto de comer otro pájaro. Más allá de una elección gastronómica, revela un denso entramado de ideas. Los reptiles, incluidas las serpientes, eran domesticados y mantenidos en casa como mascotas en el México precolombino,5 pero en las tradiciones europeas las serpientes han sido tratadas como enemigos peligrosos y malvados —baste con pensar en Eva y la Biblia—. Nadie comería una serpiente si no es para destruirla.
Hasta ahora, entonces, están un ave de presa —sea un águila o un caracara— que devora una serpiente depredadora (la de cascabel) desplegando la transformación de la energía en un sistema ecológico. Un elemento más emerge cuando vemos de cerca la notoria planta, el nopal, que pertenece al género Opuntia, con más de trescientas especies en todo el mundo. No se trata solamente de que la ciudad recibe su nombre del cacto (Tenoch significa “tuna” en náhuatl), sino que el Opuntia del emblema era un vegetal característico de la zona; tomaba energía del sol, pero algunas veces era mostrado como un depredador clave alimentándose del corazón de una persona sacrificada que estaba en el agua. La propia Norton explica con tino en su atenta lectura del texto náhuatl Crónica Mexicáyotl que el nopal ase con sus raíces un corazón en el suelo.6 El hecho de que la roca, que está en la isla en medio del lago, no sea tal sino un corazón humano enseña mucho sobre ecología y energía. Habla de las interacciones entre los elementos como algo más simbólico que la realidad vivida por las unidades por sí solas. Además, no es ningún accidente que todo esto ocurra en el agua, dadora de vida.
El detalle de las raíces en los códices deja un regusto particularmente mexicano. El historiador Rick López señala que en sus dibujos los artistas nahuas ponían especial atención a las raíces de las plantas, y no únicamente a las flores o a las hojas.7 Esta atención eleva las partes que hacen especiales a las plantas, los modos en que se mantienen arraigadas en un lugar y construyen relaciones con el suelo que las rodea, compartiendo después este poder con quienes las ingieren. Las plantas también transmiten poder, pero más lenta y sutilmente.
La fatiga del buen vecino [detalle de instalación], 2023.
Hay otro aspecto del escudo que suele ser ignorado, dejado de lado. En la base hay una rama de encino y otra de laurel atadas con un moño de los colores de la bandera; el conjunto forma un semicírculo. El laurel, nativo del Mediterráneo, es el rasgo que más obviamente reproduce nociones tomadas del triunfo y la salud grecorromanas. El encino, sin embargo, es mucho más interesante. Del género Quercus, los encinos son árboles de madera dura, con hojas serradas y lobuladas arregladas en espiral, y son muy generosos con sus nueces, las bellotas. Los encinos son piedras de toque culturales y ecológicas que dan sustento a aves, orugas y hongos con sus raíces, sombra y nueces; los seres humanos los han usado para hacer muebles y barricas de whisky, vino y ron. México tiene más de ciento sesenta especies de roble —quizá la concentración más abundante del mundo— y muchas de ellas no se encuentran en ningún otro sitio. Los encinos se cruzan libremente entre clados y crean nuevas ramas y familias. Se mezclan prolijamente. Si hay algo que nos cuenta la historia de México con gran convicción es que hay fuerza, también, en el sincretismo y el mestizaje. Los encinos tienen tanto derecho de estar en la bandera como los nopales, pero en el escudo son decorativos y están aparte, más que en el centro. Las ramas de encino y de laurel forman el círculo que abarca, uniendo e inclusive aleando la nación. Las aves, serpientes y cactos, como todos los seres vivos, tienen rasgos particulares —talla, apariencia, postura, comportamiento— y la precisión al hablar de ellos tiene consecuencias para la diversidad y la cultura. Estas criaturas forman una comunidad de interacciones fácilmente reconocible que contribuye a hacer de México el quinto país más biodiverso del planeta. Sin embargo, como ocurre con todos los seres vivos, estos atributos cambian con el tiempo y con las presiones del ambiente que las rodea. El escudo es una invitación y una oportunidad para considerar las realidades ecológicas del pasado y del presente mediante las plantas y los animales que encarnan este símbolo oficial. Aunque la víbora de cascabel no sabe que es mexicana, las formas en que las personas conciben los vínculos históricos entre ellas y el mundo natural están ligadas con su comprensión del mundo en sí. Si bien esta última también cambia con los años, la importancia de honrar las relaciones entre partes dispares del mundo más que humano tiene una honda historia en México.
La bandera y su escudo tejen una historia nacional con símbolos moldeados por la reinterpretación. Parecen estáticos, pero en realidad son dinámicos y pueden sembrar nuevas ideas y, quizá, maneras de ser. El país tiene la oportunidad de envolver la historia nacional en una historia natural situada y, con ello, alzar a toda una comunidad de vida para traerla a la luz, celebrando las realidades ecológicas de las plantas y animales encarnadas en el escudo. Si bien una parte de éste evoca a la Ciudad de México, las víboras y las águilas —y aún más los caracaras— habitan la mayor parte del territorio. Se alimentan indirectamente de nopales y encinos, así como de animales que engordan comiendo bellotas y tunas. La integración del nopal y del encino con esa ave y esa serpiente entreteje elementos de un país, por lo demás, enormemente desigual y diverso. La naturaleza simbólica de las interacciones podría ser más que un escudo nacional. ¿Y si fuera un canto que celebrara la ecología y una invitación a rehacer el lazo de la nación con la tierra, el agua y los seres más que humanos con los que compartimos la tierra? ¿Y si este tejido fuera una señal de interdependencia, más que de independencia?
El escudo puede ser una manera de decidirse a honrar el legado recibido reimaginando las raíces antiguas del país y los retoños del futuro. Este símbolo oficial ofrece una visión del mundo natural a través del lente cultural, así como un referente cultural para honrar el mundo natural. El emblema mexicano podría transmitir una comunidad de vida —un país multiespecie— merecedora de derechos y responsabilidades, que sostuviera un mito fundacional y nos diera las claves para un mejor porvenir.
Imagen de portada: Wendy Cabrera Rubio, La fatiga del buen vecino [detalle de instalación], 2023.
N. Hammerschlag y A. J. Gallagher, “Extinction Risk and Conservation of the Earth’s National Animal Symbols”, BioScience, vol. 67, núm. 8, agosto de 2017, pp. 744-749. ↩
Marcy Norton, The Tame and the Wild: People and Animals after 1492, Harvard University Press, Cambridge, EUA, 2024, p. 179. ↩
Juan Carlos Cantú y María Elena Sánchez, “The Legal and Illegal Trade of Rattlesnakes in Mexico”, Teyeliz A. C., 2024. ↩
Ibid. ↩
M. Norton, The Tame and the Wild, op. cit., p. 195. ↩
Ibid., p. 178. ↩
Rick A. López, Rooted in Place: Botany, Indigeneity, and Art in the Construction of Mexican Nature, 1570-1914, University of Arizona Press, Tucson, 2025, pp. 11 y 46-48. ↩