dossier Árboles SEP.2025

Laura Baeza

Una cápsula de tiempo en cuatro cuartos

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Durante gran parte de mi vida dediqué horas, días, y aun años, a la música. Toqué el violín y aunque al inicio no era mi primera elección, el tiempo me indicaría que fue la mejor, la única y la que cambiaría mi concepción del sonido, incluso de cómo lo experimenta el cuerpo en sus distintas formas, desde la palabra hasta la respiración. Viví con un ligero instrumento de madera en medida cuatro cuartos (el tamaño estándar para un adulto) sobre el brazo izquierdo y un arco, también de madera, en la mano derecha; aunque hoy no forman parte de mi rutina cotidiana, como el lápiz y las hojas en las que escribo o las páginas de los libros que leo y consulto, mi cuerpo tiene memoria y aún percibe, cuando toco alguna pieza, esos cambios sutiles y milimétricos en el instrumento, cuando hace frío o calor, al oído y al tacto con la crueldad de una aguja que se mueve.

​ Dejé de trabajar con el violín a mediados de 2020, como consecuencia del confinamiento y de una mayor actividad literaria: la letra impresa desplazó a las partituras. Hasta entonces daba clases a niños: desde enseñarles a leer música y cuestiones básicas, lecciones prácticas de instrumentos de cuerda y aire, hasta asesorarlos en la interpretación de sus primeras melodías y su participación en recitales. Mis alumnos más jóvenes tenían cuatro o cinco años de edad. Lo más difícil de abandonar las clases presenciales fue confiar en que, durante los primeros días de calor chilango, sus instrumentos mantendrían la afinación necesaria para las clases virtuales, por lo menos mientras pensábamos qué hacer o especulábamos sobre la duración del confinamiento. En medio de las restricciones, sus padres y yo hallamos la manera para que pudieran estudiar de forma óptima; nuestra alternativa fueron encuentros de cinco minutos para afinar el instrumento, esperando que llegara afinado a casa para la clase y que siguiera estándolo durante sus horas de estudio. Ésa es una de las enormes particularidades y, en nuestro pandémico caso, una de las dificultades de tocar con un instrumento de madera, sea chino o de laudero: la madera es, en sí, un árbol muerto, pero sigue viva a su modo, susceptible a cambios en el clima, la humedad y otras condiciones atmosféricas.

​ La pandemia se convirtió en un punto de inflexión en la vida de muchos. Pensamos ahora en lo que dejamos atrás, lo que comenzamos a hacer o las cosas que aprendimos. Entre la gran cantidad de cursos que se ofertaron de manera virtual, me topé con algunos que prometían aprender a tocar violín en unas cuantas clases. Recordaba el problema de la afinación con mis alumnos y me pregunté cómo alguien que empezaba desde cero podría tocar con un instrumento desafinado… a menos que lo afinara con un botón mágico inexistente. Pero en confinamiento uno hace lo que puede para no enloquecer. Conversando con Miguel Santana, laudero de la Ciudad de México, hablamos de la Pequeña Edad de Hielo, ese periodo histórico y climático provocado por el Mínimo de Maunder, que le regaló a la humanidad la idea de lo que es un buen instrumento de madera frotada; cómo debe sonar, e incluso verse, un violín perfecto, un chelo o un contrabajo. El Mínimo de Maunder fue un periodo entre mediados del siglo XVII y principios del XVIII durante el cual las manchas solares se redujeron considerablemente, casi al punto de desaparecer; como consecuencia, el clima de la Tierra se hizo más frío, al grado de que ahora comparamos esa época con una pequeña Edad de Hielo.

Antonio Stradivari [laudero], violín Francesca, 1694. Metropolitan Museum of Art, dominio público.

​ Sea mediados del siglo XVII o el año 2020, las personas se las ingenian como pueden para hacer algo con su tiempo, el encierro y la desesperación. Durante el periodo glacial más reciente, que duró casi cien mil años, la mayor preocupación del ser humano fue sobrevivir, y lo hizo bien, pero a finales del siglo XVII, con sociedades integradas, grandes epicentros culturales en Europa, Asia y América, la vida era otra y la música no podía dejar de sonar. Cremona, la ciudad italiana, histórica y tradicionalmente más importante para la creación de instrumentos, sería quizás el sitio donde más y mejor se trabajaba con madera tonal.1 Lo que sucedía en sus talleres cambió la historia de la música de cámara y todo cuanto conocemos en la actualidad sobre violines y otros artefactos musicales.

​ Los mitos en torno a estos objetos poseen una parte científica, otra romántica y una lógica. La dendrocronología es la ciencia que se ocupa de la datación de los anillos de crecimiento en el reino vegetal: tras el análisis del tronco de un árbol podemos saber no sólo su edad, sino qué ocurrió durante su desarrollo y bajo qué condiciones climáticas se vivía. Me parece fascinante que a los seres humanos se nos conozca y examine a través de otros medios u organismos; con los árboles se hace a través de estos círculos concéntricos en los que lo diminuto puede resultar inusual. Los estudios dendrocronológicos han revelado que los instrumentos fabricados con la madera proveniente de los bosques europeos que padecieron la Pequeña Edad de Hielo tienen anillos muy delgados, con una distancia minúscula entre sí; la madera es densa, los anillos son regulares porque esos árboles crecieron en un clima muy frío y estable, con pocos periodos de luz y calor, a diferencia de las maderas de las zonas tropicales de hoy, como el palosanto de Brasil, que conforman zonas de cultivo en las que, apenas alcanzan cierta maduración, los árboles son talados porque hay que sembrar de nuevo.

​ La parte romántica tiene que ver, a mi parecer, con la rivalidad y el orgullo personal. El gran empleador de la época era el clero, antes de que se consolidara una nobleza pujante que, con el paso del tiempo, tomó las artes como un rasgo de distinción, aunque en un principio tal vez ni siquiera le interesaban. Un creador está enamorado de su propio arte, pero su afán de alcanzar la perfección lo lleva a desdeñar constantemente aquello que tan sólo es funcional; en los talleres era importante fabricar instrumentos que sonaran bien, pero aún tendrían que llegar los que reprodujeran la gracia divina para que la firma en el interior los llevara a la posteridad. Nicolò Amati (Cremona, 1596-1684) ya cargaba con el peso de su apellido porque su padre, su abuelo y otros familiares se encontraban entre los mejores lauderos de Europa, así que tenía que hacer algo que lo diferenciara de ellos y lo consiguió puliendo su técnica en instrumentos que sonaban extraordinariamente bien. La Iglesia, en una exhibición de fastuosidad, encargaba cada vez más instrumentos y Amati creó escuela, con aprendices como Andrea Guarneri (1626-1698), Antonio Stradivari (Cremona, 1644-1737) y Bartolomeo Cristofori (Padua, 1655-1731), quien elaboró varios instrumentos de cuerda percutida, entre ellos el fortepiano y los primeros pianos.

Hermanos Amati [lauderos], violonchelo Amaryllis Fleming [restaurado y reconfigurado en el siglo XX], ca. 1610-1620. Metropolitan Museum of Art, dominio público.

​ Pero entre lo científico y lo romántico tiene que caber la lógica. Las condiciones para llegar a la perfección estaban dadas: buenos materiales —Europa tenía inmensos bosques de madera tonal—, talento, técnica e ingenio. Basta ver las fotografías de los hoy llamados pueblos medievales y notar lo grueso de sus paredes de roca para imaginar el frío que hacía, o ir a una iglesia de un par de siglos de antigüedad para sentir cómo baja la temperatura a medida que nos internamos en ella. Si era así de frío puertas adentro en plena Pequeña Edad de Hielo, debía ser peor afuera, con escasos rayos de sol y poca luz natural. Cada artesano pasaba horas tallando madera, midiendo con total concentración el grosor de las piezas para que quedaran bien ensambladas y trabajando una y otra vez en un barniz que iba a durar décadas, incluso siglos. En medio del silencio de la noche, de la mañana o del mediodía, y aunque afuera siguiera nublado y resultara difícil percibir el paso del tiempo, sonaba de pronto un instrumento que tomó muchas horas fabricar, cuyas partes estuvieron en la mesa de madera del creador ante sus propios ojos; ese primer sonido emanando de las cuerdas al contacto con el arco debía resumir la obsesión por lo impecable. Guarneri, Stradivari y Cristofori produjeron mucho y perfeccionaron sus técnicas hasta imprimir el halo de fama a cada creación que lleva su nombre; quizás no olvidaron que el arte admite errores y que uno creado a partir de un material vivo puede transformar imperfecciones minúsculas, como una separación de un milímetro entre los extremos del puente del violín, en un sonido que ninguna máquina de audio podrá generar. Además de talento, los movía la obsesión por hacer las cosas bien y había tiempo de sobra para proceder de manera quirúrgica.

Lorena Mal, Largo aliento (la furia del clima) [dibujo para interpretación sonora], 2024. Cortesía de la artista.

​ No hemos abandonado la idealización y fascinación del siglo XX con estos instrumentos al hablar de ellos en el primer cuarto del XXI, pues nos sigue maravillando que, en tanto especie, hayamos sido capaces de sofisticar tanto un material que ha servido lo mismo para fabricar sillas y establos que armas y clavicordios. La transformación ocurría sobre mesas largas, alumbradas con lámparas rudimentarias, pero la clave estaba en el origen del material. Miguel Santana me explicó el proceso que, al menos entre lauderos clásicos, sigue siendo importante: los árboles de bosques de madera tonal se revisan uno por uno; el leñador golpea los troncos con un martillo de madera bastante grande y presta atención a la resonancia, pues ésta indica cuál madera es la adecuada. El sonido tiene que ser notablemente cristalino y poco blando, porque se trabaja mejor con la madera que tiene mayor densidad en su estructura. Pero no se trata únicamente de cortar el mejor árbol; desde hace siglos se tiene consciencia de los procesos de la naturaleza: por ejemplo, las temporadas de corte tienen lugar los días de luna nueva, idealmente antes del mediodía, cuando el árbol tiene menos savia y líquidos, además de que en ciertos lugares se toman en cuenta las costumbres y tradiciones de la comunidad para realizar este proceso con respeto hacia la naturaleza. Al pensar que en pleno 2025, en un bosque de Alemania, se conserva una tradición de más de cuatro siglos, concluyo que la música y los rituales están unidos desde sus orígenes y el misticismo es parte fundamental en la transformación de la madera. Miguel ha trabajado con piezas de instrumentos musicales o relojes en los que en tan sólo tres centímetros hay más de cien anillos sumamente delgados; son evidencia de un siglo de maduración de un tronco que creció lento, bajo las condiciones naturales de su época, sin ser apresurado por la producción masiva acelerada. En tres centímetros se concentra una historia fascinante pero, a diferencia de un fósil o un libro antiguo, estos instrumentos aún sirven y el sonido que proyectan o el trabajo de medición que realizan aún es impecable.

Lorena Mal, instrumento de viento en madera de Dalbergia que evidencia la edad del árbol para el performance Largo aliento, 2019. Cortesía de la artista.

​ El tiempo, la paciencia y los procesos hacen la gran diferencia entre un instrumento hecho a mano por alguien que ha dedicado su vida a comprender el lenguaje de la naturaleza, la maduración de sus elementos y el contraste entre los cortes transversales y radiales —cuya buena ejecución garantizará una calidad y durabilidad que trascienda siglos y cambios de temperatura— y una máquina que hará un muy buen trabajo, preciso y milimétrico, irreprochable y funcional, pero mecánico. En las últimas décadas, dos eventos han resonado con fuerza en el mundo de quienes se dedican a la música con instrumentos de cuerda; por un lado, la incursión de fabricantes chinos, quienes también han llevado la masificación a esta área, y, por el otro, el cambio climático, cuyo desequilibrio se hace presente tanto en los bosques de los que se extrae la madera más exquisita como en los bosques chinos, donde las lluvias irregulares y el calor por encima de la media van dejando su rastro en anillos cada vez más gruesos. Sería muy inocente conservar la idea de que todo pasado fue mejor, o aquella que sugiere que la modernidad sustituirá un trabajo tan complejo, cuando esta nueva producción es una opción más, accesible para unos e invisible para otros; quizás dentro de doscientos años nuestras condiciones climatológicas sean tan terribles que un instrumento hecho con madera de bosques de explotación rápida sea muy valorado, aunque pertenezca a un lote de miles, cortados y ensamblados al mismo tiempo antes de entrar al periodo más caluroso del que se haya tenido registro. O, todo lo contrario, quizá este violín sea uno de los últimos producidos previo a un nuevo Mínimo de Maunder.

​ Muchas personas, seamos instrumentistas o sólo aficionados, crecimos con la idea de que lo ocurrido en los talleres europeos de laudería hace trescientos años fue una especie de milagro del arte y el oficio. De Stradivari creemos saberlo todo tan sólo por la fama de sus creaciones o porque el mejor violinista del mundo está tocando tal concierto para violín y orquesta con su Stradivarius, valuado en millones, ¿o esta noche tocará con un Guarneri? No importa tanto mientras se trate de “un violín de mil setecientos” al que hay que prestarle atención. El sonido que proyecte será tan impresionante que uno puede quedarse sin palabras, pero habría que pensar también en la historia de esas piezas de madera que se ensamblaron en una mesa rudimentaria mientras hacía mucho frío a la intemperie y la jornada del laudero se extendía hasta el amanecer porque un concierto para violín y orquesta estaba por estrenarse y el clero había pedido un nuevo lote de instrumentos; mientras uno de los violinistas más famosos o mediáticos sale al escenario, podríamos especular cuántos años le llevó al tronco del árbol emitir el sonido cristalino que el leñador buscaba y cuánto más tardaron en secarse las partes más húmedas para que la pieza de medida cuatro cuartos sustentara su fama a lo largo de tres siglos. Todavía podemos formar parte de los rituales de la música en vivo, el acto más efímero del arte pues sólo sucede mientras se le escucha, pero que conserva la huella auditiva de todas las manos por las que pasó el instrumento que la emite, las bodegas en las que estuvo, las guerras a las que sobrevivió, inviernos, periodos de terrible calor y miles de horas bajo los dedos de estudiantes o un violinista de fama internacional.

​ Cada cierto tiempo, encerrados por los designios de la naturaleza o las crisis de salud, buscaremos la forma de volver a momentos así (con todo y que la modernidad siga avanzando a pasos agigantados), al menos mientras haya madera, técnica y un deseo genuino por alcanzar la perfección con las propias manos.


Escucha el Bonus track de Laura Baeza, con Fernando Clavijo M.

Imagen de portada: Lorena Mal, Sincronía [fotografía del performance a partir de una composición para diez manos y cuatro pianos basada en pulsos animales], 2025. Cortesía de la artista.

  1. Se trata de algunas especies de árboles, entre las que destacan el cedro, el abeto, el arce y la caoba, que históricamente han demostrado producir instrumentos musicales de mayor calidad acústica que los de otras especies. El crecimiento y la tala controlada de estos árboles representa un giro comercial y profesional especializado.