Saqueo, destrucción, muerte y olvido en los territorios indígenas de Centroamérica

Centroamérica / dossier / Julio de 2023

Wilfredo Miranda Aburto

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Era lunes 24 de abril de 2023 en la Reserva de la biosfera Bosawás. La cosecha de frijol estaba lista desde hacía un par de días, así que Bernabé Palacios convocó a su esposa y su hijo para ir a la parcela a recolectar los granos, que son la principal fuente de alimentación de esta familia indígena de la etnia mayangna en Nicaragua. La parcela de los Palacios quedaba cerca de Kikulang, próxima a la comunidad de Alal. Fue por esa zona donde fueron emboscados… Un disparo sonó muy fuerte por encima del arrullo del bosque, que enmudeció cuando Bernabé cayó herido de muerte. “Los recibieron con armas de alto calibre, armas de guerra, en su propia parcela”, relata un comunitario entrevistado para este artículo, que pide su anonimato para evitar represalias. La esposa y el hijo de Bernabé lograron salvarse de los disparos que ejecutaron los “colonos”, que es como llaman los indígenas a los terratenientes ilícitos que desde hace años —con rifles de alto calibre en mano y al amparo de la complicidad del gobierno sandinista— avanzan sin piedad sobre los territorios comunales protegidos, en teoría, por la Ley 445.1

©Cecilia Porras Sáenz, *Incendio*, de la serie *Trópico Peluche*, 2021-22. Cortesía de la artista©Cecilia Porras Sáenz, Incendio, de la serie Trópico Peluche, 2021-22. Cortesía de la artista

​ Los comunitarios consultados no dudan de que Bernabé estuvo en la mira de los colonos, no solo por su parcela, sino porque era guardaparques de Bosawás, una selva que ocupa el 15.2 por ciento de la superficie nacional de Nicaragua y que concentra la más extensa área de bosque tropical de montaña en Centroamérica. En esta área habitan nueve pueblos indígenas y afrodescendientes en una situación históricamente marginal y —en especial a partir de 2015— de extrema violencia. Un mes y catorce días antes del asesinato de Bernabé, la comunidad de Wilú, en el territorio Sauni As, fue masacrada por los colonos. Cinco indígenas mayangnas fueron acribillados. Usaron la misma estrategia: una emboscada cuando los hombres iban a recolectar granos a sus parcelas que, de acuerdo a sus costumbres, quedan separadas de sus aldeas, a entre cuarenta minutos y una hora de distancia a pie, en lo profundo de la selva. Los varones de las comunidades generalmente salen de sus casas los sábados para cazar, pescar y recolectar frutos, una costumbre que los colonos conocen muy bien. Dos heridos lograron llegar a Musawás, la comunidad principal en el corazón de Bosawás, para advertir del ataque en Wilú. Sonó la campana del poblado con un tañido que los indígenas asocian con la violencia que los asola. Un grupo de búsqueda salió hacia la parcela. Llegaron a eso de las tres de la tarde y lo que encontraron fue un reguero de cadáveres entre la maleza y flotando a la vera del río.

​ Uno de los rescatados murió mientras era transportado a Musawás. El grupo de rescate se dividió y fueron a Wilú. La escena que encontraron era perturbadora: la pequeña comunidad había sido incendiada por los invasores. Las champas de madera y zinc fueron reducidas a escombros y los pocos animales de los comunitarios —cerdos, gallinas y una que otra vaca— fueron desollados allí mismo.

​ Las masacres en el territorio Sauni As se suceden ante la indolencia de las autoridades. A la de Wilú le antecedió la de la comunidad de Alal, donde viven ochocientos indígenas. Unos ochenta hombres de la banda Kucalón, dirigida por el colono Isabel “Chavelo” Meneses Padilla, la invadieron, dejando un saldo de seis asesinados, diez desaparecidos y dieciséis viviendas y la ermita comunitaria quemadas.

​ “Matan animales y a la gente. Es un horror extremo en las comunidades indígenas”, alerta Juan Carlos Ocampo, activista de Prilaka, una organización de defensa de los derechos indígenas en Nicaragua. Él es uno de los pocos que se atreve a denunciar sin esconder su identidad en este país, sometido por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo, donde cualquier crítica pública implica cárcel o exilio. Para el gobierno sandinista, la masacre de Wilú no existió.

Hay mucho hermetismo sobre lo que hacen las instituciones del Estado y no hay mucha información sobre lo que realmente hace el Ejército de Nicaragua. Obviamente el mandato del Ejército es proteger Bosawás y garantizar la seguridad de los dueños ancestrales de esos territorios, que son las comunidades indígenas —explica Ocampo—. Sin embargo, no hay información pública que demuestre que ha habido trabajo sistemático del Ejército para detener a los responsables de las invasiones a los territorios y de la violencia que hay en las comunidades. De lo que sí hay reportes es de cómo el Ejército muchas veces ha amenazado, intimidado y golpeado a líderes que están junto a sus comunidades en la lucha por organizarse para hacerle frente a las invasiones.


Un botín para el extractivismo

No solo la reserva de Bosawás padece el fusil de los colonos. También lo sufre la Reserva biológica Indio Maíz, ubicada en el sur caribeño del país, y los territorios de las comunidades miskitas al norte del mismo litoral. Los nueve pueblos indígenas de Nicaragua ocupan el 35 por ciento del territorio nacional, una ubérrima área en su mayoría virgen: 42 mil kilómetros cuadrados de tentación para los ganaderos, mineros y demás industrias extractivistas.

​ Las tierras ancestrales están anidadas en exuberantes territorios naturales, surcadas por ríos y cubiertas por enormes árboles maderables. Rincones escondidos donde merodean animales exóticos (muchos en peligro de extinción), y en los que los indígenas habitan en una comunión centenaria con esta naturaleza que poco a poco va sucumbiendo a los extractivismos.

​ Históricamente, la Costa Caribe siempre ha representado un botín para los distintos gobiernos nicaragüenses. Los recursos naturales de esta zona han sido presas del extractivismo, una actividad estructural del modelo económico de este país. Los indígenas y su relación con la tierra nunca han sido prioridad para el Estado. La primera explotación maderable de escala industrial ocurrió bajo la dictadura de los Somoza y duró 47 años. Luego, Nicaragua estuvo sumida en un conflicto armado (insurrección sandinista y guerra durante los ochenta) que “congeló” el avance de la frontera agrícola.

​ Después de la derrota de la Revolución sandinista, en 1990, los bandos en conflicto (la Contra y el Ejército Popular Sandinista) se desmovilizaron, y sus miembros recibieron tierras de la Costa Caribe. Incluso, los desmovilizados del partido indígena YATAMA (Yapti Tasba Masraka Nanih Aslatakanka) obtuvieron unas 35 hectáreas de tierra por cabeza. Era el preludio de la invasión.

©Cecilia Porras Sáenz, *Diosas en la selva*, de la serie *Trópico Peluche*, 2020-21. Cortesía de la artista©Cecilia Porras Sáenz, Diosas en la selva, de la serie Trópico Peluche, 2020-21. Cortesía de la artista

​ El expresidente Arnoldo Alemán (1997-2002) fue uno de los precursores de la ocupación. El político liberal, acusado de corrupción, alentó a los “terceros” o “mestizos” (como los indígenas también llaman a los colonos) a tomar propiedades para ganar capital político en la zona. En 1998 la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció que el Estado de Nicaragua violó los derechos de la comunidad indígena de Awas Tingni, luego de que el Ministerio del Ambiente y los Recursos Naturales de Nicaragua (MARENA) otorgara en 1996 una concesión maderera a la empresa coreana SOLCARSA. La Corte obligó al Estado a crear un mecanismo de demarcación para los pueblos indígenas a partir de este caso, lo que derivó en la aprobación de la Ley 445.

​ No obstante, la invasión de los territorios continuó durante el gobierno de Enrique Bolaños (2002-2007) y llegó a su clímax en 2007 con la asunción del gobierno de Daniel Ortega. La directora del Centro por la Justicia y Derechos Humanos de la Costa Caribe de Nicaragua (Cejudhcan), Lottie Cunningham (hoy silenciada por la represión del régimen), atribuye los mayores índices de violencia no solo al irrespeto sistemático de la autonomía de las regiones del Caribe y las leyes de propiedad comunal, sino a las políticas extractivistas reforzadas por el gobierno.

​ Un estudio publicado en abril de 2020 por The Oakland Institute, un think-tank de asuntos ambientales, alerta que el gobierno de Ortega “alienta la fiebre del oro en Nicaragua”.2 En 2017 fue creada la Empresa Nicaragüense de Minas (ENIMINAS), que permite al Estado una mayor participación en negocios mineros junto con empresas privadas. Desde entonces, el total de tierra bajo concesión minera ha aumentado de casi 1.2 millones a 2.6 millones de hectáreas. Lo alarmante es que 853800 hectáreas de esa tierra están en la zona de amortiguación de la reserva de Bosawás, en territorios indígenas. Según el informe, un puñado de empresas transnacionales ha tomado el control de vastas concesiones mineras, entre las que destacan empresas canadienses como B2Gold Corp, Calibre Mining Corp, Royal Road Minerals y Golden Reign Resources. Otras son la australiana Ionic Rare Earths, la británica Condor Gold y la colombiana Hemco Nicaragua S.A.

​ Pero no solo es la fiebre del oro. La industria ganadera de Nicaragua, la más fuerte de Centroamérica, ha ido devorando los territorios indígenas del Caribe norte, al igual que la industria maderera. Los efectos de ambas son la violencia y la migración forzada de familias enteras.

​ Aunque la Ley 445 prohíbe tajantemente la venta, cesión o traspaso de los territorios comunales, el tráfico de tierras es moneda diaria en las zonas indígenas. Seguir un rastro de escrituras y avales legales es muy complicado en estos territorios, donde la cultura catastral por parte del Estado es casi inexistente. Ante ese vacío, las mafias de abogados y notarios públicos se apuran a escriturar en sus gruesos cuadernos de tamaño oficio las ventas, traspasos, desmembraciones y cesiones de tierras que los colonos inscriben solo presentando un manuscrito firmado por ellos mismos. Así de rudimentario. Esos avales de tierra son la forma más común para usurpar un territorio comunal.

​ Tras acceder a centenares de avales y documentos recolectados en la visita, descubrí que los principales traficantes de tierras son funcionarios públicos ligados al Frente Sandinista de Liberación Nacional, es decir, funcionarios de una administración que se autodenomina “el gobierno de los pobres”. El coordinador del Gobierno Regional, Carlos Alemán Cunningham, y los concejales Waldo Müller y Adrián Valle Collins —todos sandinistas— son quienes más han avalado este tráfico ilegal. Además, el procurador general de la República del gobierno de Ortega hasta 2019, el doctor Hernán Estrada, emitió en octubre de 2010 una “constancia de no objeción” para otorgarle “gratuitamente” a un grupo de colonos más de 4200 hectáreas de tierras, ubicadas entre Waspam, Prinzapolka, Puerto Cabezas y el río Kukalaya.

​ En algunas ocasiones, los comunitarios han denunciado que las autoridades de gobierno les han recomendado una especie de “cohabitación” con los colonos. Pero son dos culturas opuestas. Los indígenas demandan la aplicación de la quinta etapa de la Ley 445: el “saneamiento”, que consiste en el ordenamiento territorial y la expulsión de los terceros que no compartan la cosmovisión de los indígenas, ni el respeto por la tierra ni las normas comunitarias. Los invasores, por su parte, “carrilean” las tierras que ocupan, las cercan e impiden la libre movilidad de los comunitarios. Según informa el Cejudhcan:

Lo primero que hacen los colonos al ocupar territorio indígena es cercar el área e impedir el paso, una acción que violenta la lógica y la costumbre de las familias indígenas de pasar por cualquier sitio dentro de su territorio.

​ Esta organización no gubernamental fue una de las más de 3 mil que han cerrado el gobierno de Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo. Era la única que velaba por los derechos indígenas in situ.

©Cecilia Porras Sáenz, *Tigra*, del proyecto *Jardín*, 2023. Cortesía de la artista©Cecilia Porras Sáenz, Tigra, del proyecto Jardín, 2023. Cortesía de la artista


Una realidad regional

Organizaciones nicaragüenses que trabajan de cerca la violencia contra las comunidades ancestrales calculan que, en los últimos diez años, setenta indígenas miskitos y mayangnas han sido asesinados por colonos. Otro centenar han sido víctimas de secuestros, violaciones sexuales, desplazamientos forzados, traumas psicológicos y heridas que los han dejado con amputaciones o en estado cuadripléjico. Amarú Ruiz, defensor de los derechos ambientales y de los pueblos indígenas y afrodescendientes, exiliado en Costa Rica por su labor, menciona que:

Se habla de la farsa electoral y de las violaciones de derechos civiles y políticos en Nicaragua, pero no de la situación ambiental. Están muriendo indígenas. Hay un proceso sistemático de etnocidio, tanto en los bosques como en los territorios indígenas de la Costa Caribe.

​ Global Witness reportó a través de un informe en 2021 que quince personas fueron asesinadas en Nicaragua por defender la tierra y el medio ambiente. Si uno analiza el informe “Una década de resistencia”, encuentra que en el mismo periodo fueron asesinados ocho personas en Honduras y cuatro en Guatemala. El drama de los indígenas nicaragüenses es similar al que viven sus pares en la región.

​ La población centroamericana asciende a 42648580 habitantes, de los cuales más de 7.6 millones son indígenas. En el caso de Guatemala, el último censo de 2018 plantea que el 43.6 por ciento de su población es indígena. Sin embargo, los derechos de estas comunidades siguen al margen, incluyendo su participación política. Por ejemplo, la candidatura de la lideresa indígena Thelma Cabrera fue bloqueada en mayo de 2023 por el Tribunal Electoral para competir en las elecciones generales fechadas para el 25 de junio. Los indígenas todavía no tienen voz plena en Guatemala, a pesar de haber sido víctimas del genocidio perpetrado por el dictador Efraín Ríos Montt. En cambio, hoy en día, la hija del militar es una de las candidatas presidenciales que aspira sin problemas al Ejecutivo.

​ En Honduras, los indígenas no han podido escapar al alcance de la violencia, la corrupción y el narcotráfico. Icónico fue el asesinato de la activista Berta Cáceres: el 3 de marzo de 2016, siete hombres no identificados irrumpieron en su casa y la mataron. El Tribunal Penal hondureño, forzado por la presión internacional, determinó que eran sicarios contratados por ejecutivos de DESA, una empresa que estaba construyendo una hidroeléctrica en territorio indígena lenca.

​ La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha denunciado una tendencia a criminalizar a quienes se oponen al modelo extractivo. El organismo ha planteado como un desafío regional la unidad de esfuerzos de pueblos indígenas para detener el avance de ese modelo “o bien para transformar su matriz de producción por una opción que sea ambientalmente sostenible y socialmente inclusiva”. Por ahora, se trata de una utopía.

Una versión de este texto se publicó con el título “Etnocidio en Nicaragua: La violenta embestida de los invasores que despla­za a los indígenas en la Costa Caribe” en Divergentes el 9 de agosto de 2020. Texto: Wilfredo Miranda Aburto.

Imagen de portada: ©Cecilia Porras Sáenz, Tigra, del proyecto Jardín, 2023. Cortesía de la artista

  1. Esta normativa es llamada formalmente Ley del Régimen de Propiedad Comunal de los Pueblos Indígenas y Comunidades Étnicas de las Regiones Autónomas de la Costa Atlántica de Nicaragua y los Ríos Bocay, Coco, Indio y Maíz. 

  2. Ver The Oakland Institute, Nicaragua’s Failed Revolution. The indigenous struggle for saneamiento, 2020. Disponible aquí