periódicas Gótico OCT.2025

Luis Reséndiz

Kimmel, Trump y el traje viejo del emperador

Entre las paradojas más sabrosas de la vida se encuentra esta: existen pocos especímenes con la piel tan delgada como un gobernante autoritario. Aunque se esmeren por proyectar fuerza —ora en desfiles militares, ora mediante el respaldo de las Fuerzas Armadas—, la mayoría no resiste el embate de un chiste bien colocado.

​ El ejemplo más reciente se vivió tras el asesinato del activista de ultraderecha Charlie Kirk, el 10 de septiembre. Fundador del movimiento universitario Turning Point y uno de los adalides del presidente Donald Trump, Kirk murió por un disparo de largo alcance. El atacante, según reportes, aseguró que lo hizo porque Kirk “esparcía demasiado odio”.

​ Con todo, no hay forma de escatimar en la brutalidad del crimen. Por mucho que me parezcan —y me parecen mucho muy— detestables las posturas de Kirk, un hecho innegable es que, aunque ejercía violencia retórica de forma constante contra minorías en general, el sujeto no se había destacado por ser físicamente violento ni agresivo. Pero es también innegable que vivir una vida centrada en sembrar ataques de creciente intensidad contra tanta gente tiene como consecuencia inevitable la cosecha de antipatías severas. Por la misma razón, su muerte desató una comedia cruel: internet ironizó sobre el asesinato de un hombre que justificaba los tiroteos como “precio de la libertad”. En respuesta, la derecha estadounidense lo erigió en mártir y exigió respeto.

​ Jimmy Kimmel no se sumó a esas burlas. En su monólogo del 15 de septiembre, criticó la reacción de Trump, comparándola con la de un niño triste por la muerte de un pez, y señaló que el movimiento MAGA buscaba capitalizar políticamente el crimen. No se mofó de Kirk ni banalizó su muerte. No era ni un chiste ni una opinión particularmente escandalosas en el contexto: al igual que el resto de los conductores de late-night shows —excepción hecha del pusilánime Jimmy Fallon—, como Stephen Colbert, Seth Meyers y John Oliver, Kimmel se ha caracterizado por lanzar severas críticas al régimen trumpista. Son comediantes conscientes de que una de las funciones de la comedia es ridiculizar al poder, no alabarlo. Lo suyo es la sátira política: la risa dirigida hacia el poder, no hacia la víctima. Y esto, previsiblemente, no es del agrado de un gobernante como Donald Trump, conocido por buscar la venia de dictadores como Vladimir Putin.

​ La enemistad de Trump con los comediantes es vieja. En 2011, durante la cena de corresponsales de la Casa Blanca, Seth Meyers convirtió a Trump en el blanco de sus dardos. Testigos dicen que abandonó el evento furioso. Desde entonces, ha atacado reiteradamente a quienes lo ridiculizan en una exhibición de esa piel delgada que lo distingue. Hace unos meses, Trump sugirió sacar del aire a Colbert; poco después, CBS anunció la cancelación de su programa en medio de una fusión que requería aval de la FCC (la Comisión Federal de Comunicaciones por sus siglas en inglés), encabezada por Brendan Carr, un trumpista de hueso colorado. Tras la cancelación, el proceso se aprobó sin trabas. Trump celebró la noticia y advirtió que el siguiente sería Kimmel.

​ Su “profecía” se cumplió el 17 de septiembre: Tras el monólogo de Kimmel, la indignación de un pequeño sector conservador comenzó a hacerse sentir de forma incremental hasta que Brendan Carr, en una entrevista para un pódcast, afirmó que las cosas respecto a Kimmel podrían hacerse “por las buenas o por las malas”, y que ABC, la cadena donde se transmite el show y que es propiedad de Disney, debía hacer algo al respecto.

​ La amenaza tuvo su consecuencia al día siguiente, cuando ABC le anunció a Kimmel que su show sería “suspendido de forma indefinida”. Aún sentida por la cancelación de Colbert, la opinión pública respondió con una ola de indignación que reverberó por todas partes: boicots a Disney+ y críticas incluso de voces conservadoras como Tucker Carlson y Ted Cruz, que calificaron la amenaza de “mafiosa”. Menos de una semana bastó para revertir la censura. El dinero y la presión interna en MAGA pesaron más que la oposición demócrata, hoy casi paralizada ante la aplanadora trumpista. Kimmel sobrevivió gracias a su fama; es probable que otros no corran con igual suerte.

​ Su retorno a las pantallas marcó una sonora derrota para MAGA y para Disney, pero no fue ni por asomo el último gesto de autoritarismo de la administración. En días subsecuentes, el Departamento de Justicia acusó formalmente a James Comey, exdirector del FBI responsable de investigar en su momento a Trump por un delito del que el anterior fiscal se negó a acusarlo por falta de pruebas; el presidente lo despidió en el acto y contrató a alguien más dispuesto a avanzar la orden. Por sus rasgos autoritarios, el avance del trumpismo recuerda a lo ocurrido en Hungría, donde Viktor Orbán controló medios mediante compras estratégicas, o en Rusia, donde Putin encarcela comediantes y censura la sátira. De vuelta en Estados Unidos, la compra de TikTok por empresarios afines a Trump, como Rupert Murdoch, anuncia un panorama similar.

​ La comedia siempre habita una zona tensa de la conversación pública de masas, como la llama el filósofo español Santiago Gerchunoff. Su función es ridiculizar al poder, no rendirle pleitesía: por sí sola, la risa no derrumba imperios, pero los exhibe. Y un emperador expuesto al ridículo rara vez perdona a quien sostiene el espejo. El viejo cuento del traje nuevo del emperador, donde el mandatario va desnudo y toda su corte le celebra su inexistente vestimenta, ha cambiado: esta vez, el emperador viste el traje de siempre, con los mismos parches y remiendos, y su corte lo alaba tal y como es. Son precisamente los comediantes unos de los principales disidentes de esa corte de aplaudidores.

​ Me gustaría ser optimista y pensar que la resistencia viene en camino; el cierre del gobierno estadounidense, empujado por el partido demócrata, es el primer contrapeso sensible en casi un año por parte de ese partido. Si sus efectos serán positivos o negativos para la oposición es algo que solo el futuro dirá. Mientras tanto, la persecución política, el maltrato a los migrantes, los despidos de personas afroamericanas, la instalación de incondicionales en la cúpula de poder y, ahora, los intentos de censura de voces críticas son señales que apuntan a un destino ya conocido por todos. No hay mucha necesidad de abundar en sus características: huelga decir que la población de comediantes allá es más bien escasa.