El populismo jesuita

Populismos / dossier / Diciembre de 2022

Loris Zanatta

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¿Existe un populismo jesuita, típico de los países latinos y católicos? Y si existe, ¿qué es, de dónde viene, qué hace? Pregunta retórica, respuesta afirmativa: ¡claro que existe! Tanto que podría decirse de otra manera: el populismo de América Latina tiene una profunda impronta jesuítica. A veces explícita y declarada, otras implícita e inconsciente. Va del peronismo al castrismo, del chavismo al indigenismo, del nuevo orden cristiano al hombre nuevo, del socialismo nacional al nacionalismo social. No es cuestión de jesuitas per se, pues los hay populistas y también antipopulistas. Es cuestión del trenzado entre historia religiosa y cultura política, de una visión del mundo que la Compañía de Jesús encarna más y mejor que nadie. Para explicarlo, iré por etapas.

Miguel Cabrera, *San Ignacio en oración ante un crucifijo*, 1756. INAH/Museo Nacional del Virreinato Miguel Cabrera, San Ignacio en oración ante un crucifijo, 1756. INAH/Museo Nacional del Virreinato


El populismo, una nostalgia holística

Las definiciones de populismo son cada vez más largas y complejas. La mía es minimalista: el populismo es una nostalgia holística. Es un imaginario de tipo mítico, de carácter religioso, que imagina siempre la misma historia: la parábola del pueblo elegido. Un pueblo unido, homogéneo, armonioso: cada uno su rol, cada uno su función. Un pueblo puro, depositario de una identidad eterna, cálida, envolvente, protectora. Una comunidad orgánica. En definitiva, un universo holístico.

​ Este pueblo ideal evoca la forma platónica, el jardín del Edén cristiano, el buen salvaje de Jean-Jacques Rousseau. Es un mito poderoso y recurrente, para el que la historia es pecado, corrupción de la pureza original, una degeneración que consiste en la ruptura de la unidad, en la pérdida de la identidad, en el fin de la armonía. Se manifiesta, por tanto, como división, pluralidad y conflicto. Bien, el populismo pretende recomponer la comunidad holística perdida, la inocencia del pueblo original. Esta es su nostalgia, lo que hace sagrado a su pueblo. ¿Ha existido alguna vez un pueblo así? ¿O es un lugar de la mente? ¿Un deseo del espíritu? No importa. Los mitos no tienen por qué ser verdaderos, sino satisfacer la necesidad de los creyentes en ellos.

​ La nostalgia holística del populismo es profética y lucha contra un enemigo eterno. Es profética porque invoca el plan de Dios en un universo religioso, o las leyes de la historia en uno secular, universos que el populismo fusiona. La salvación en el primero y la liberación en el segundo aluden a la restauración del paraíso perdido: el futuro del populismo está en el pasado, es una utopía regresiva. En cuanto al eterno enemigo, es intuitivo: es todo lo que quiebra la unidad, amenaza la identidad y rompe la armonía. Es el cambio, lo que perturba la pureza de los orígenes, lo que desacraliza al pueblo, es toda forma de desencanto secular.


¿Por qué América Latina?

Todo esto suena abstracto. ¿Qué tiene que ver con América Latina? ¿Qué la hace más fértil que otros lugares para la nostalgia populista?, y ¿qué tienen que ver los jesuitas? La historia religiosa explica muchas cosas. El catolicismo es la columna vertebral de la historia latinoamericana. La Reforma protestante, se sabe, dividió la cristiandad europea, derribó el orden orgánico medieval, anunció el fin de la era de lo sagrado. Sin proponérselo, allanó el camino a nuevas filosofías políticas y descubrimientos científicos, antesalas de enormes convulsiones sociales y económicas. De ella nacieron el individuo moderno, el gran enriquecimiento y la secularización, fenómenos surgidos en el ámbito protestante que llaman a transformar el mundo, por las buenas o por las malas. Frente a esto, Hispanoamérica se alzó como bastión de la cristiandad, laboratorio contrarreformista, guardián de la fusión entre política y religión, ciudadano y feligrés, trono y altar. Protegida por el mar y los monarcas españoles, en ella sobrevivió el orden cristiano, resistió la sociedad orgánica, permaneció la comunidad de fe. Los jesuitas fueron su baluarte.

​ Pero nada es para siempre. Con el tiempo, la cristiandad americana comenzó también a tambalearse. Imbuidas de ideas liberales y seculares, decididas a emular a las potencias protestantes, las élites criollas atacaron su base moral y material. Para progresar, pensaban, era necesario deshacerse del lastre hispano y católico. Infundida de optimismo positivista, esa época no tenía nada de nostálgica: quería romper con el pasado. En reacción, era de prever una resaca vehemente que avanzara a medida que la modernidad creaba las masas y las masas llamaban a la puerta política. En la década de 1930 la resaca se convirtió en tsunami debido a los golpes militares, el revanchismo católico y el auge nacionalista. La armonía orgánica del mundo rural resurgió entonces idealizada en oposición a la caótica vida urbana, la unidad religiosa mitificada frente a la Babel moderna, la identidad nacional exaltada frente al cosmopolitismo. De las novelas a las plazas, de las parroquias a los cuarteles, subió el grito: Dios, patria y pueblo.

​ A diferencia de las élites criollas blancas y educadas, así como de las clases medias urbanas y seculares, el pueblo era pobre y rural, indígena o mestizo. Y era religioso, fiel al imaginario holístico y, por tanto, muy permeable al relato populista: había una vez un pueblo puro, armonioso y cohesionado, pero una élite corrupta lo había contaminado con el virus de las ideologías foráneas que pretendían dividirlo para dominarlo mejor. Contra ellas urgía restaurar la cohesión perdida, la identidad amenazada, la armonía rota. Asustada por el caos y la democracia, el conflicto de clases y la inmoralidad, la intelectualidad se bajó del caballo del progreso y montó con igual ardor en el nacionalista. Nacionalismo católico en la mayoría de los casos, ya fuera el varguismo o el peronismo, religión política en todos ellos, incluido el cardenismo. ¡Cuántas conversiones! ¡Cuántos positivistas volvieron al redil católico y animaron la ola populista que sumergió el orden liberal! Profetas del nuevo orden cristiano, los jesuitas lideraron el rescate.

©Miriam Guevara, Nicaragua, *ca*. 1975 ©Miriam Guevara, Nicaragua, ca. 1975


La primera ola: la nostalgia corporativa (1920-1950)

La primera ola de populismos jesuitas unió nación y religión, pueblo y fe. Entonces la cristiandad encarnaba a la perfección el mito de la comunidad orgánica del pueblo fragmentada por la modernidad liberal, la edad de oro violada por la vulgaridad materialista e individualista. Esa nostalgia estuvo acompañada de exaltadas referencias a la hispanidad. De José Vasconcelos a Manuel Ugarte, la madre patria volvió a estar de moda. Incluso Brasil emuló al Estado Novo salazarista. El entendimiento entre católicos y fascistas, socialistas y nacionalistas se volvió realidad. Más que rescate, fue venganza.

​ Mientras cerraban los parlamentos y se reducían las libertades civiles, la cruz y la espada, cimientos de la cristiandad antigua, se izaron sobre la religiosidad del pueblo. La Iglesia vivió un triunfal revival: la Acción Católica llenó las calles, sus intelectuales sacaron las garras, la cruzada antiliberal cosechó éxitos. Los militares fueron su brazo armado. Donde se había impuesto, la revolución se convirtió en iglesia secular. Los nuevos regímenes invocaron la identidad de la patria, la unidad del pueblo y reconquistaron la nación como los Reyes Católicos hicieron con Andalucía. Como ellos, soñaban con la limpieza de sangre: un pueblo, un país, una fe.

​ Pero, ¿qué forma podría tomar la nostalgia holística en la era de las masas y la industria? ¿Cómo sería el populismo jesuita en la era de las ciudades y las máquinas? Si el cambio histórico era causa perpetua de desintegración del pueblo, su propósito solo podría ser controlarlo, limitarlo, en lo posible detenerlo. A esto aspiraban los órdenes políticos e institucionales, morales y sociales de la ola populista de esos años. Conservadores como en Perú y Nicaragua o revolucionarios como en México y Argentina replicaron los rasgos de la cristiandad medieval. ¡Eran populismos jesuitas! Orgánicos y corporativos, jerárquicos y monistas, aspiraban a recrear el mundo sagrado que la Reforma había corroído. Líder político y líder religioso, un monarca llamado presidente velaba sobre los cuerpos sociales como la cabeza sobre los órganos de un cuerpo. Eran comunidades más que sociedades, según la distinción de Émile Durkheim, comunidades de fe más que contratos políticos, Estados éticos que catequizaban a los fieles y castigaban la herejía. ¡Basta de división de poderes y de multipartidismo que dividían al pueblo, de mercado que lo corrompía, de cosmopolitismo y laicismo que perturbaban las creencias populares! El orden tomaría el relevo del caos, el uno del múltiple.


La segunda ola: la nostalgia socialista (1960-1980)

Si la primera ola de populismo jesuita fue fascista, la segunda fue socialista. Pero ambas fueron orgánicas y corporativas. Una alcanzó su apogeo con el peronismo en el país más moderno de la región, la otra con el castrismo en la isla más moderna del Caribe: no es el atraso lo que produce la nostalgia populista, sino la modernización, causa de desintegración y desacralización. La utopía castrista salió del mismo acervo ideal del peronismo. Ambos se inspiraron en el imaginario de la cristiandad, idealizaron al hombre puro nacido en un pesebre como Jesús. La unidad, identidad y armonía del nuevo orden socialista cubano eran las mismas que propugnaba la comunidad organizada peronista. Convertir a Castro al materialismo histórico era imposible, espetó Nikita Kruschev: ¡era un español! Después de todo, ¿por qué los campesinos de una isla forjada por cuatro siglos de cristianismo hispano habrían abrazado el ateísmo marxista? Educado con los jesuitas, criado a pan y Biblia, Castro impuso la unanimidad de los comienzos. Su enemigo era el enemigo eterno de la España católica, el protestantismo anglosajón con sus frutos envenenados: liberalismo, capitalismo, laicismo. Como los primeros cristianos convirtieron al Imperio romano, prometió, Cuba convertirá al mundo. ¿Comunismo? Era el nuevo cristianismo, explicó.

​ Entre el populismo peronista —comunismo de derecha lo llamó un jesuita— y el socialismo castrista —fascismo de izquierda, según diversos historiadores— no hubo ruptura. ¡Cuántos nacionalistas católicos convertidos al socialismo! Socialismo nacional, impregnado de escatología cristiana. Un comunitarismo mondado de pecado egoísta e individualista. Un pueblo unido, armonioso y sin clases. Los peregrinos que iban a la isla no buscaban progreso y bienestar, sino regresar purificados de tanta frugalidad, extasiarse por la santa pobreza, que es la garantía de pureza. El socialismo cubano es evangelio vivo, decían. ¿Era marxista? Daba igual. Vivirán en el Paraíso, prometió Castro: ¡la tierra prometida! De ahí el enredo milenarista de cristianismo y marxismo en América Latina.

​ No llevaba mucho identificar en el orden cubano la profunda impronta de la cristiandad hispana, los rasgos somáticos del populismo jesuita. Era una orden monista: un líder, un pueblo, una fe. Jamás, dijo Castro, entrará aquí la famosa división de poderes del famoso Montesquieu. Moderna inquisición, el Estado evangelizaba y reprimía. Las organizaciones de masas eran el nombre nuevo de las corporaciones antiguas: ¡no se puede vivir por la libre, hay que ser algo de algo! Nadie logró bloquear mejor el cambio, inhibir la movilidad y castrar la innovación.

Acto en honor al aniversario de la muerte de Fidel Castro, La Habana, Cuba, 2017. Fotografía de Stringer/Reuters Acto en honor al aniversario de la muerte de Fidel Castro, La Habana, Cuba, 2017. Fotografía de Stringer/Reuters


La tercera ola: la nostalgia indigenista (2000-2022)

Caídos los corporativismos fascistas y debilitados los organicismos socialistas, la tercera ola de populismos jesuitas se viste de indigenista, además de pobrista. Y es comprensible. ¿Qué pueblos se prestan más que los indígenas para representar el papel de víctimas de la despiadada degeneración de la historia, de guardianes de la unidad, la identidad y la armonía de los orígenes? Pueblos originarios: más claro, imposible. A medida que avanza la ola globalista, el impulso holístico grita de dolor: ¿quién es, dónde está el pueblo? Por eso lo busca en lugares cada vez más remotos en el tiempo: el mundo prehispánico, y más lejanos en el espacio: en el corazón de la Amazonía, allí donde parece conservarse la pureza de la creación. Así teorizan los teólogos de la cultura, flageladores de la globalización neoliberal como sus antecesores de la modernidad liberal. El nativo es el verdadero hombre americano: fusionado con el cosmos, es uno con la Madre Tierra, puro holismo. Un hombre religioso y comunitario, lo opuesto del hombre lógico occidental, descarriado, según Jorge M. Bergoglio, por Juan Calvino, que separó la razón del corazón, y John Locke, vocero de la burguesía. El eterno enemigo, otra vez.

​ En apariencia, algo ha cambiado dentro de la continuidad. Si los populismos jesuitas del pasado habían soñado en criollo y habían buscado la tierra prometida en las escatologías europeas, ahora abandonan al Occidente descristianizado, lo dan por perdido, aunque en realidad sus referentes intelectuales sigan siendo occidentales. Solo una alteridad absoluta puede salvar al pueblo puro de la descomposición: los rasgos étnicos y culturales de los indígenas, redentores designados de la esencia histórica latinoamericana. Verdadero o inventado, particular o universal, el indígena se eleva así a forma platónica. Junto al pobre, es aquel a quien le calza a la perfección el zapato de la nostalgia: arquetipo del pasado, debe serlo también del futuro.

​ El hilo rojo que une los viejos y nuevos populismos jesuitas no solo reside en la sacralización paternalista de los pobres ni en la romántica idealización de la identidad originaria. De Bolivia a Venezuela, la nostalgia holística se traduce en pulsión unanimista, en asaltos a la separación de poderes, en la primacía de la fe política sobre la ciudadanía. Pobres e indígenas son cuerpos sociales identitarios, tallados en la historia como en la roca, impermeables al devenir, partes subordinadas al todo, personas encerradas en la tribu. Como las nostalgias holísticas del pasado, la indígena y pobrista se entrega al uso ético del Estado, actúa como religión política. De la simbología patriótica a los programas de historia, de la propaganda a las liturgias de masas, se inspira en el universo ideal de la cristiandad: mismo patrón, mismos enemigos. Llegado en las carabelas de los conquistadores, el populismo jesuita salta así a las piraguas de los conquistados. Donde la historia es historia de la salvación se funden los opuestos, se sueldan las fracturas, reina la unidad. Continúa así la eterna cruzada contra el espectro secular en nombre de una pureza original que, en América Latina, es siempre el orden cristiano.

Imagen de portada: Acto en honor al aniversario de la muerte de Fidel Castro, La Habana, Cuba, 2017. Fotografía de Stringer/Reuters