Niños héroes, águilas y ajolotes: el centralismo en los billetes mexicanos
Leer pdfSe atribuye a Bismarck, el arquitecto de la unificación alemana, la frase que afirma que la política es el arte de lo posible. Es cierto: la política constantemente choca con la realidad y con las limitaciones del mundo, y debe lidiar con ello, pero esto no quiere decir que no sea, al mismo tiempo, el arte de lo imaginable. De hecho, todas las ideologías, programas y campañas políticas, además de cada discurso y manifiesto, imaginan destinos y utopías comunes, narran mitologías o pasados compartidos y reinterpretan el presente y sus rasgos para fundamentar las propuestas y decisiones de los líderes.
La nación, la comunidad política por excelencia, es una comunidad esencialmente imaginada, como famosamente argumentó el teórico Benedict Anderson. Tiene que serlo porque ninguno de sus miembros conocerá personalmente a todos los demás, ni estará presente en cada uno de los rincones de su país, ni mucho menos podrá ser testigo directo de la génesis y la historia completa de la nación. Se trata, entonces, de una comunidad que existe primordialmente como idea y a la cual se le asignan características que la delimitan y la hacen especial y distinta del resto.
Que las naciones estén basadas, en última instancia, en ideas, representaciones y utopías no impide que sus consecuencias sean muy reales. Todo lo contrario: la nación —o lo que imaginamos colectivamente que es— se convierte en el marco de referencia para crear instituciones, establecer fronteras, decidir quién es propio y quién es extraño, hacer campañas y conmemoraciones, pronunciar discursos y, ciertamente, para fundamentar y juzgar las acciones tanto de los gobernantes como de los gobernados. En ocasiones, esto se extiende incluso a lo estrictamente privado: a los ojos de muchos connacionales, un alemán que no aprecie la cerveza y el Oktoberfest no será un alemán cabal; un mexicano que desprecie el mariachi será considerado malinchista, como mínimo; y un peruano que se atreva a criticar su comida nacional por indigesta y excesiva en carbohidratos deberá dar por perdido su pasaporte.
Billete de cinco pesos con la imagen de “La Gitana”, 1961. Colección Numista, dominio público.
Así, la nación imaginada de cierta manera es el referente para regular la vida pública: sustenta y legitima las instituciones y jerarquías —porque son “nuestras”— y justifica hasta las más pragmáticas decisiones de Estado —porque son para el bien de la comunidad—. En nombre de ella usamos y promovemos ciertos símbolos y conmemoraciones comunes; les ponemos nombres patrióticos a calles, parques y hasta aeropuertos; y, en buena medida, hasta definimos cómo deben “verse” y “conducirse” las personas para parecer miembros de dicha nación. Lo que antes hacía la religión mediante el catecismo, explicar la génesis y las reglas de una comunidad trascendental a la que pertenece y debe sujetarse el individuo, ahora lo hace el Estado al difundir un imaginario que le recuerda a cada quien que es, desde su nacimiento, parte de una colectividad especial a la que le debe lealtad y obediencia.
Lo que antes hacía la religión mediante el catecismo, explicar la génesis y las reglas de una comunidad trascendental a la que pertenece y debe sujetarse el individuo, ahora lo hace el Estado al difundir un imaginario que le recuerda a cada quien que es, desde su nacimiento, parte de una colectividad especial a la que le debe lealtad y obediencia.
¿Cómo logra eso el Estado? ¿Qué herramientas tiene a su disposición para obtener tal homogeneidad política y cultural, que parece serle tan necesaria, en sociedades que son intrínsecamente heterogéneas? ¿Cómo consigue establecer un imaginario nacional oficial que determina los atributos que la colectividad posee (en lo histórico, político, social, cultural…) y que la hacen única?
Una de las etapas más importantes para la socialización de los integrantes de una comunidad (la que sea) en las nociones, ideas y valores compartidos es, evidentemente, la niñez. Por ello, no sorprende que una de las funciones más habituales de los Estados modernos sea impartir, o cuando menos regular, la educación pública básica y, en particular, cómo se enseñan las características sociales, físicas e históricas de la nación. Una mirada elemental a los libros de texto de instrucción básica (y a veces también a los de educación media) encontrará que, en realidad, no se imparten las materias de “Ciencias Sociales”, “Educación Artística” o “Historia”, sino la sociedad, la cultura, el arte y la historia de la nación; y muchas veces, cuando se habla de otros, no es tanto para aprender y valorarlos, sino más bien para señalar las diferencias de “ellos” respecto a “nosotros”.
Billete de un peso con el retrato de Miguel Hidalgo, 1914. Wikimedia Commons, dominio público.
Incluso en las disciplinas más empíricas, como Geografía o Ciencias Naturales, uno descubrirá que los niños aprenden sobre el medio ambiente, el territorio y la naturaleza nacionales; todo ello, por supuesto, en el idioma “nacional”, el cual se estudia a conciencia y a lo largo de muchos años. Esto por no hablar de las asignaturas específicamente diseñadas para ser un “buen ciudadano”, como Civismo, que, además de indicar buenas prácticas alimentarias y sanitarias, instruye en cómo debe comportarse el buen mexicano y cuáles son las jerarquías y los poderes que se asegurarán de que así suceda. En suma, en la escuela, los niños no sólo se forman en áreas y disciplinas, sino que se les educa a pensar en sí mismos a partir de un esquema mental nacional. La socialización se completa con actividades como los honores a la bandera semanales, los diversos festivales y ceremonias cívicas, las visitas a museos y los desfiles. De este modo, los niños reafirman que, en lo que sea que estén participando, es digno hacerlo porque es parte de la identidad, los valores y la historia compartidos. No erraba el filósofo Ernest Gellner cuando dijo que el Estado moderno necesita la educación pública para que todo su rebaño quede marcado con el mismo hierro.
El más reciente cambio en el imaginario nacional de los billetes es, sin duda, el más notorio y significativo. Para empezar, el Banco de México decidió que los anversos de la llamada “familia G” estuvieran dedicados a periodos históricos, en vez de a personas o eventos específicos, y que los reversos mostraran distintos ecosistemas del país, incluyendo al menos un ejemplar de la flora y fauna típicas, así como una imagen de un sitio declarado Patrimonio Mundial por la Unesco.
La indoctrinación de las mentes jóvenes no es suficiente pues, de forma inevitable, desarrollarán opiniones e intereses propios y cuestionarán lo aprendido sobre la historia, los atributos, los problemas y las prioridades de su comunidad. Pero lo importante para el Estado no es la ausencia de crítica, sino que incluso en ésta la nación mantenga su preeminencia como el centro conceptual que articula el debate público. Así, no importa tanto que las críticas vengan de las izquierdas o las derechas, de la zona geográfica A o B o de los grupos sociales X o Y, de la mayoría de la población o de un grupo étnico, sino que todos ellos piensen y debatan esos intereses, demandas y preferencias dentro del marco de “la” nación y “lo” nacional.
Para lograr esto último —que todos, hasta los críticos, conciban la nación como la comunidad política básica, en vez de sustituirla por las clases sociales, los credos o los grupos étnicos— no se requiere un nacionalismo de discursos estentóreos, movilizaciones populares y grandes mítines, sino, como bien señala Michael Billig en Banal Nationalism, es más importante un nacionalismo pasivo pero omnipresente, de símbolos repetidos hasta la banalidad: lo mismo banderas y escudos nacionales colocados en edificios públicos simplemente porque sí, imágenes y spots en radio y televisión, anuncios en redes sociales y hasta letreros, marcas y logos comerciales que le recuerden al individuo que estamos en México y somos mexicanos —aunque nadie lo haya puesto en duda— y aun en los objetos más pequeños y mundanos como las monedas y los billetes que usamos en la vida diaria o, hasta hace no mucho tiempo, las estampillas con que enviábamos cartas.
Billete de un peso con la Piedra del sol, 1967. Wikimedia Commons CC 4.0.
En esto no somos únicos. Se ha documentado bien que, además de marcar un valor para el intercambio de bienes y servicios, los billetes, monedas y estampillas de prácticamente todos los países del mundo resultan pequeños “retratos” de la nación.1 Muestran héroes de la patria, celebran victorias y gestas, promueven los símbolos y referentes compartidos, ensalzan las costumbres, tradiciones y lenguas propias e incluso celebran “nuestras” montañas, “nuestros” lagos y mares, “nuestros” animales y plantas emblemáticos —si bien la lógica más elemental señale que esas montañas, aguas y biodiversidad existían desde mucho antes que el Estado nación moderno y, probablemente, aun antes de que existieran los humanos.
Así es, los Estados utilizan todos los medios a su alcance para recordarle de forma constante a sus pobladores que están en cierto lugar, que “pertenecen” a cierta comunidad con historia y características particulares y —bien importante— que ese territorio es gobernado por instituciones cuya existencia se justifica por ser herramientas y representantes de esa colectividad llamada “nación”. De ahí que algunos productos, como los billetes de banco y, en su momento, las estampillas postales, sirvan como medios eficaces para la distribución masiva de un imaginario oficial, junto con muchos otros instrumentos, como los mencionados libros de texto, los museos, algunas versiones del arte público y los monumentos.
Si consideramos una colección numismática de México, veremos que, desde hace unos cincuenta años y hasta hace muy poco, los billetes y monedas tenían ciertas narrativas visuales y escritas. Desde que el Banco de México empezó, en la década de los setenta, a diseñar y fabricar los billetes, en vez de encargárselos a compañías privadas trasnacionales como hasta entonces se hacía, el discurso visual se centró en dos temas: en el anverso debía estar, como motivo principal, el rostro de algún héroe de la mitología nacional, casi siempre político, militar o funcionario: desde Cuauhtémoc, Hidalgo y la Corregidora hasta Justo Sierra, Madero y Carranza. Una rara excepción era el billete de mil pesos, de amplia circulación, que mostraba a sor Juana y sus estrofas.
De mi niñez recuerdo tres billetes, además del de sor Juana: el de cinco mil pesos, de tonos rojos y blancos, con los Niños Héroes en el frente y el castillo de Chapultepec en el lado de atrás; el de diez mil, verde y con Lázaro Cárdenas sobre la imagen de una refinería en el anverso; y el de cien mil, el de mayor denominación, que representaba a Plutarco Elías Calles con gesto severo. Juntos eran una alegoría de la historia oficial que honraba a quienes se sacrificaron por defender la patria y la bandera: el presidente que defendió la soberanía del país y le devolvió su precioso petróleo, y el que creó las instituciones (por no decir: el partido gobernante) y trajo estabilidad. Por el frente, los billetes dedicaban un agradecimiento colectivo a los héroes nacionales y sus grandes obras: “gracias, señora X, por esto; gracias, señor Y, por lo otro”. Los reversos de los billetes, generalmente menos llamativos, presentaban lugares y monumentos, y sobre todo romantizaban el pasado indígena mediante grabados de esculturas y ruinas. No importaba, claro, que en ellos no hubiera ni rastro de los indígenas del presente. Las monedas seguían el mismo patrón, aunque eran más frecuentes las estampas arqueológicas.
Billete de dos mil pesos con Justo Sierra y la Biblioteca Central en el anverso y el claustro de la Real y Pontificia Universidad de México al reverso, 1985. Colección de Antonio Montaño Jiménez.
En los siguientes años, hasta ya entrado el siglo XXI, los billetes siguieron la misma tónica: un prócer al frente, junto con su obra, y un paisaje o una referencia geográfica al reverso. En ese sentido, eran representaciones muy bien logradas del nacionalismo revolucionario y su culto a los héroes, a un pasado mítico y a lo “auténtico mexicano”… lo que sea que eso fuera.
El cambio en la narrativa nacionalista fue muy paulatino y primero ocurrió en las monedas, que en los años noventa abandonaron los bustos de héroes para adornarse con símbolos prehispánicos en formato bimetálico. Hay que reconocerlo: su gran calidad estética garantizó su aceptación, al punto que circulan hoy en día. En los billetes, que tienen más espacio y medios para poner símbolos que una moneda, el cambio fue mucho más progresivo, aunque también hubo revelaciones. El de quinientos pesos de la serie F de 2010 reunió a Diego Rivera y Frida Kahlo, uno en cada lado del billete, junto a una de sus creaciones, y sustituyó a otro del mismo valor y colores similares, pero con un tema mucho más “clásico”: Ignacio Zaragoza y la batalla de Puebla.
El más reciente cambio en el imaginario nacional de los billetes es, sin duda, el más notorio y significativo. Para empezar, el Banco de México decidió que los anversos de la llamada “familia G” estuvieran dedicados a periodos históricos, en vez de a personas o eventos específicos, y que los reversos mostraran distintos ecosistemas del país, incluyendo al menos un ejemplar de la flora y fauna típicas, así como una imagen de un sitio declarado Patrimonio Mundial por la Unesco.
Billete de diez pesos con el águila comiéndose una serpiente, 1914. Wikimedia Commons, dominio público.
En ese sentido, se da un desplazamiento muy interesante de la historia nacional, antes enfocada en individuos excepcionales y sus obras, hacia otra centrada en lugares y procesos colectivos. Los actuales billetes de veinte y cincuenta pesos no tienen ningún busto de persona importante al frente; de hecho, las figuras humanas apenas pueden encontrarse en los mismos. Esto es particularmente llamativo en el de veinte pesos, pues conmemora el bicentenario de la consumación de la Independencia, un aniversario naturalmente conveniente para celebrar héroes.2 En cambio, éste se ilustra con un grupo de soldados entrando a la Ciudad de México y sólo con lupa podría reconocerse algún líder entre ellos.
El resto de los billetes actuales que sí presentan personas identificables tienden a representarlas en tamaño más pequeño que el tradicional o a juntarlas en grupos. Por ejemplo, el de quinientos, dedicado a la Reforma, muestra a Juárez, pero parece más pequeño que en billetes anteriores. Por su parte, el de mil pesos (el de mayor valor en circulación) conmemora la Revolución y reúne a Francisco Madero, Carmen Serdán y Hermila Galindo. De nuevo, la excepción es sor Juana en el billete de cien, en el que es prominente su rostro, acentuado además por la orientación vertical del diseño. Por cierto, no deja de ser peculiar que dicho billete, dedicado al virreinato, repita el mismo personaje que el de mil pesos de los años setenta y ochenta. Pareciera que para el nacionalismo mexicano, aún hoy en día, lo único que merece recordarse de la Nueva España es sor Juana y sus poemas.
Además, es interesante ver cómo lo nacional se traslada de las personas y sus logros a los ambientes naturales del país y sus habitantes no humanos. Aunque esto se presenta en el reverso de los billetes, donde antes aparecían calendarios aztecas o imágenes de pirámides, los motivos actuales tienden a llamar más la atención que el frente del billete gracias a la extraordinaria calidad artística de las ilustraciones. El de cincuenta pesos, con su ajolote, fue considerado el más bonito del mundo por la International Bank Note Society en 2021 y el de sor Juana, con mariposas monarca en su anverso, lo fue el año anterior. En términos numismáticos y estéticos, algo muy merecido; en términos del discurso en papel sobre la nación, un desplazamiento asombroso desde las ruinas del pasado hacia los bienes del presente. México, en sus billetes actuales, es una nación de patrimonios naturales continuos. La representación de las refinerías y de los héroes que las hicieron posibles quedaron atrás.
Billete de diez pesos con el retrato de José María Morelos, 1915. Wikimedia Commons, dominio público.
Pero no todo son quiebres: hay partes del imaginario nacional que no se han modificado. Si uno revisa con atención los nuevos billetes, verá que continúa una narrativa política y simbólicamente centrada en la metrópoli. El citado billete de cincuenta, la joya estética de la familia, exhibe en el frente la alegoría de la fundación de México-Tenochtitlán, con el águila sobre el nopal y los volcanes al fondo; en el reverso está una escena de Xochimilco y el axolotl, un animal endémico de ese lago. Sólo un imaginario nacional muy particular y sólidamente asentado podría explicarnos cómo un billete dedicado a semejante microcosmos puede ser percibido como una representación de “México” en un sentido amplio. Todos los demás billetes se refieren también al centro: el de la Reforma presenta a Juárez “entrando a la Ciudad de México”; el de la Independencia, a Hidalgo y Morelos, lado a lado, con la campana de fondo, pero sin ninguna indicación de que uno inició el movimiento en Guanajuato y el otro operó en el sur del país. En términos del discurso visual, los billetes de México parecen asegurar que todo lo importante pasa en la capital… y que el resto del país son “ecosistemas”.
Hay cosas que nunca cambian, diría el dicho. Porque cambiar, en el caso de los imaginarios nacionales oficiales, significa replantear las propias bases sobre las que se construyó la idea de la nación moderna e imaginar otras posibilidades; por ejemplo, que el centro del poder político, económico y simbólico no sea siempre el mismo punto en medio de un lago y que se reconozcan otros centros en el territorio; o que el virreinato se trate de algo más que sor Juana y el Colegio de San Ildefonso; o que el México indígena sea algo más que ruinas, rocas y ajolotes, y se represente a esta población como parte activa y viva de la comunidad, junto con los afromexicanos y los mexicanos de origen inmigrante; o que, en vez de reafirmar obsesivamente la particularidad, nos preguntáramos qué tenemos en común con el mundo, y que la reverencia hacia ciertos individuos, a quienes se les confiere un estatus casi divino, se traslade finalmente a otros ámbitos, como las expresiones culturales y científicas, y se reconozca a personas reales. Todo ello implicaría cuestionar los imaginarios largamente aprendidos y, por ende, deslegitimar las jerarquías, estructuras y formas de las relaciones sociales, políticas y simbólicas en las que se basa el México moderno. Sería tanto como imaginar un nuevo país —y eso, políticamente, es extremadamente peligroso.
Aunque ya sea tiempo de hacerlo.
Tercerunquinto, Desmantelamiento y reinstalación del escudo nacional, 2008. Cortesía de los artistas a través de Proyectos Monclova.
Imagen de portada: Tercerunquinto, Desmantelamiento y reinstalación del escudo nacional, 2008. Cortesía de los artistas a través de Proyectos Monclova.
Ver Guillermo Navarro Oltra, Autorretratos del Estado, Universidad de Castilla-La Mancha y Universidad de Cantabria, Cuenca, 2015; Alexis Schwarzenbach, Portraits of the Nation: Stamps, Coins, and Banknotes in Belgium and Switzerland, 1880-1945, Peter Lang, Berna y Nueva York, 1999; Jan Penrose y Craig Cumming, “Money Talks: Banknote Iconography and Symbolic Constructions of Scotland”, en Nations and Nationalism, vol. 17, núm. 4, 2011, pp. 821-842; Marcia Pointon, “Money and Nationalism” en G. Cubitt (ed.), Imagining nations, Manchester University Press, Manchester, 1998, pp. 229-254. ↩
Henio Hoyo, “Fresh Views on the Old Past: The Postage Stamps of the Mexican Bicentennial”, Studies in Ethnicity and Nationalism, vol. 12, núm. 1, 2012, pp. 19-44. ↩