Las huellas del árbol, la naturaleza en el cine de Andréi Tarkovski
Leer pdfTodos —árboles, seres humanos, insectos, aves y bacterias— somos pluralidades. La vida es una red encarnada. DAVID G. HASKELL, Las canciones de los árboles
Desde la primera vez que vi una película de Andréi Tarkovski (1932-1986) no pude resistirme a su influjo y no salí indemne de ese acontecimiento. Asombrarme con Stalker (1979) a mis quince años fue definitorio. Advertí que mediante el cine podían expresarse sentipensares muy profundos, con historias como la del pintor religioso de la Rusia de los siglos XIV y XV, Andréi Rubliov (1966), sobre el pathos de aquella época; o la de Solaris (1972), una película de ciencia ficción, adaptación del libro homónimo de Stanislaw Lem; o el relato de Stalker, en el que una persona guía a otras hacia La Zona, un lugar prohibido y establecido tras una catástrofe ambiental y en donde los deseos se cumplen si crees plenamente en ellos: es una historia inspirada en la novela de los hermanos Arkadi y Boris Strugatski, Picnic junto al camino; o bien el canto desde el exilio a su Rusia querida y a la crisis social y ética de su contemporaneidad en Nostalgia (1983). También son memorables las narraciones de El espejo (1975), la más experimental y autobiográfica de sus obras; Sacrificio (1986), una película sobre el final de los tiempos en clave familiar y un homenaje bergmaniano; y La infancia de Iván (1962), un himno-treno en contra de la guerra, elaborado bajo los cánones del cine moderno.
¿Y si estuviéramos más vinculados con los minerales, los hongos, las plantas, las bacterias de lo que creemos? Dejemos de pensarnos, de una vez por todas, como una especie separada, por encima de los demás seres sintientes, y veámonos como parte de un todo, esto es, de los ecosistemas que nos haya tocado habitar.
Cartel de la película Solaris, 1972.
Las plantas se diferencian de los animales en que son organismos que no necesitan matar a otros organismos para vivir: las plantas surgen de la tierra, se alimentan de agua, luz, dióxido de carbono y un poco de nitrógeno […]. La planta transforma la materia en vida para que, mediante la nutrición, pueda darse a otros seres vivos […]. Genéticamente, somos un amasijo de virus y bacterias […]. Piedras, plantas, animales, humanos: todos somos un solo cuerpo.[^1]
Tarkovski lo sabía en una época, la segunda mitad del siglo XX, tiempos de posguerra, en que no era habitual escuchar ni leer ideas como la citada en el mundo occidental. En los siete largometrajes y en uno de los dos mediometrajes que nos legó antes de morir a los 54 años de cáncer de pulmón, los componentes naturales, como el agua, el fuego, el viento, la tierra y la vegetación, aparecen reiteradamente; en particular, los árboles y los caballos. Este artículo busca, entonces, ubicarlos en su filmografía y con este propósito vi de nuevo sus películas, las cuales están disponibles en línea —incluidas las seis financiadas por Mosfilm (la productora estatal de la Unión Soviética).
Fotograma de la película Solaris, 1972.
Revisé primero su segundo mediometraje, El violín y la aplanadora (1961), el proyecto con el que se graduó de la Escuela de Cine VGIK (Instituto Estatal de Cinematografía Panruso). En éste identifiqué las primeras apariciones arbóreas: unas ramas sin hojas se reflejan en los espejos de un aparador que atiende la mirada curiosa del niño protagonista; las sombras de ciertos árboles se ven sobre el piso de madera de un salón en donde él toma clases de violín; y otro árbol sin hojas se refleja en un charco de agua al lado de la aplanadora. En esta película, la mayoría de las manifestaciones es indirecta, vemos las plantas siempre a través de algo, por ejemplo: mientras los restos de una manzana que están sobre una silla son iluminados por el sol de la tarde, tras los ventanales, se perfilan las copas de algunos árboles. Es una naturaleza muerta en forma, son paisajes interiores que Tarkovski se preciaba de elaborar y que advertimos desde La infancia de Iván y Andréi Rubliov hasta Sacrificio_.
Un blanco y negro granuloso me abrasó en la primera parte de aquella película con la que descubrí al cineasta soviético. En Stalker es clara la relación entre los elementos de la natura y los artefactos construidos por manos humanas. El agua y el aire, caso ilustrativo, se contaminaron por un cataclismo nuclear o por la caída de un meteorito —como sugiere uno de los personajes—; aunque nadie sabe la verdad de lo que propició La Zona, un espacio indeterminado en tiempo y lugar, pero presumiblemente postapocalíptico, en donde las flores no huelen. Es insondable lo que este lugar contiene, pues aquellos que entran no vuelven. Es significativo, por otra parte, que cuando los tres personajes principales llegan a La Zona, la imagen del filme cambia de blanco y negro a color: cuando se bajan del vehículo que los llevó por las vías del tren, el stalker se aleja y se acuesta sobre las hierbas altas, respirando dentro de su verdor oscuro brillante.
Cartel de la película Stalker, 1979.
La ópera prima de Tarkovski, La infancia de Iván, abre con el rostro de un niño de diez u once años visto a través de una telaraña construida entre el tronco y las ramas de un pino joven, quizá tan joven como el protagonista, y con el trinar de un ave, un leitmotiv que escucharemos a lo largo de la pieza. La cámara sube para que veamos a Iván correr por el campo, seguir el vuelo de una mariposa y encontrar, finalmente, a su madre que le ofrece agua; canta otra ave. El último plano de Sacrificio, su última película, muestra a otro niño tumbado al pie de un árbol muerto; luego la cámara se eleva hasta capturar el mar desde las copas de los árboles. La imagen de un árbol con un niño podría sintetizar la filmografía de Tarkovski, pues son motivos que aparecen en todo su cine.
¿Por qué la figura del árbol está en todos sus filmes? Quizá porque, como refiere Mircea Eliade, en el árbol se articulan muchas interpretaciones alrededor de la idea de un cosmos vivo, en evolución permanente, en ascensión siempre. También porque simboliza la muerte y la regeneración, el carácter cíclico de la vida.[^2] Axis mundi, el árbol representa asimismo, en muchas culturas, el eje del mundo: así como para los pueblos mesoamericanos esta visión la encarnan la ceiba, el mezquite o el cacao, para los pueblos eslavos y siberianos lo hacen el roble y el abedul respectivamente.
Fotograma de la película Stalker, 1979.
Esta última especie aparece frecuentemente en el cine de Tarkovski. En La infancia de Iván, además de los árboles quemados, arrasados por los bombardeos, se observan unos en una magnífica secuencia nocturna en la que miembros del ejército soviético tratan de acceder, a través de un bosque entre pantanos, a territorio nazi durante la Segunda Guerra Mundial. La sombra de los árboles se vislumbra por las bengalas lanzadas durante la maniobra.
En la misma película, un soldado corteja a la oficial de enfermería en medio de un bosque de abedules. Ahí los árboles se explayan como símbolo de la potencia de la vida, que se impone al sinsentido y el dolor inenarrable de la guerra. Ese bosque, que se vuelve un remanso frente al estrépito del conflicto, no sólo es paisaje, “escenario de los sucesos”, sino también la energía vital de la tierra que imanta a los personajes. Como espectadores, advertimos a la especie humana empequeñecida por su absurda autodestrucción.
Cartel de la película Sacrificio, 1986.
En Andréi Rubliov se ven, desde los primeros minutos, unos árboles inundados, próximos a un cuerpo de agua. Luego de elevarse por los aires, en un globo improvisado, un personaje, un Ícaro medieval, cae atraído por la gravedad; a continuación, vemos un plano de un caballo negro que se revuelca en la tierra, al lado de un río bordeado de árboles. Luego, durante la primera parte de la película, los tres viajantes se topan con un abedul y uno de ellos dice: “qué extraño que no lo hubiese notado antes y ahora sé que no lo volveré a ver”; otro comenta su belleza. En el cine de Tarkovski, por otra parte, no deja de verse el agua en sus diversas manifestaciones. En Andréi Rubliov, por ejemplo, el lodo es ubicuo, mezcla ubérrima de agua y tierra que, para mí, denota la fertilidad del proceso creativo; el filme es una reflexión sobre la creación artística, sus avatares y desventuras.
Otra secuencia destacada de Andréi Rubliov es la conversación que mantienen el protagonista y su aprendiz sobre la noción de la mentira mientras caminan en la foresta. Después de un travelling horizontal que nos permite seguir a los personajes, la cámara llega a un tronco que cubre el rostro de Andréi. Luego sigue recorriendo curiosa, tranquila, acompasadamente el microcosmos del bosque veraniego. Vemos en detalle cada raíz, hilo de agua y brote vegetal o fúngico. Andréi observa una víbora inofensiva que se esfuma en el agua. Enseguida, vemos unas manos que juegan y exploran la tierra húmeda. La secuencia termina con los rostros de perfil de los dos personajes sobre las raíces expuestas de unos arbustos. Esta secuencia ha sido citada y recreada por cineastas posteriores.
Fotograma de la película Sacrificio, 1986.
A partir de su segundo largometraje, el director ruso consolida la naturaleza como un elemento decisivo de su discurso cinematográfico. En todos sus filmes ésta acompaña las acciones y los pensamientos de los personajes como una manifestación y un eco de sus estados de ánimo.
Con la mirada puesta en la vegetación de un río, abre Solaris. Plantas que semejan anguilas verdes bailan en el agua. Luego aparece Kelvin, el personaje principal, observando el paisaje. La toma se abre y se le advierte en medio de un pastizal con flores blancas, entre una niebla matutina. corte a: se muestra, en primer plano, un árbol muy viejo y de tronco grueso; Kelvin atraviesa, en segundo plano, el cuadro de izquierda a derecha. Después se deja empapar por un chubasco súbito. La cámara se detiene en una naturaleza muerta que parece extraída de algún bodegón neerlandés: se observan unas tazas de café, una manzana mordida, cerezas maduras, una jarra de porcelana… Así comienza la película de ciencia ficción de Tarkovski.
Cartel de la película Nostalgia, 1983.
En su exploración del cine de género, Tarkovski lo subvierte. En lugar de ser un canto a la modernidad y a los “avances” de la tecnología, es más bien una película desencantada de la condición humana y de la ciencia, vuelta ésta un dios moderno por el capitalismo. Se evidencia una crítica a ese pensar-hacer disociado del sentir y del creer; en algún momento, por ejemplo, el piloto Bertoni cuestiona el método científico sin ética: “Quiere destruir [el psicólogo Kelvin] lo que por ahora no podemos comprender […]. No soy partidario de obtener conocimiento a toda costa”.
El summum tarkovskiano son los elementos de la naturaleza que pueblan la mayoría de las secuencias de El espejo. Desde el inicio se ve a una mujer que está afuera de su casa en medio del campo y que mira hacia un valle rodeado de vegetación. Se aproxima un hombre. Mantienen un diálogo. Se marcha el visitante después de caer al piso tras vencer la cerca de madera sobre la que estaban sentados. El viento acompaña la partida del extraño: una y otra vez el aire danza y mueve los pastizales a la par de su caminata.
Cartel de la película La infancia de Iván, 1962.
En un plano secuencia memorable, el agua y el fuego se encuentran cuando se incendia el granero de una casa vecina. Llovizna al tiempo que el fuego se eleva consumiendo la construcción de madera. El espejo también es el encuentro del cuerpo humano con el agua en sus distintas manifestaciones; está en el vapor de una taza de café, en la nieve en una escena alusiva a un cuadro de Brueghel el Viejo, en el lodo sobre el que caminan unos soldados y el rocío de la mañana. Una de las escenas más oníricas y emblemáticas, por cierto, es la de una mujer que levita mientras la habitación parece desgajarse por el poder del agua que cae a raudales del techo. Llueve adentro. Esa toma también ha sido citada con mayor o menor ventura en filmes ulteriores. Elocuente además es la escena final: la abuela se lleva a los niños por el campo; el nieto mayor se detiene y emite un alarido casi tribal al tiempo que la cámara se pierde en el bosque, como quien abandona el sendero y se extravía. Yo recuerdo entonces estos versos: “en medio del camino de nuestra vida/ iba por una selva oscura”.
Nostalgia, realizada en Italia, inicia con la imagen de unas personas bajando hacia una laguna en medio del campo, en un ambiente neblinoso; está filmada en un sepia oscurecido, como si el tiempo se hubiera detenido en el crepúsculo, como los recuerdos lancinantes. Aunque es de muchos interiores, Nostalgia también contiene espléndidas secuencias exteriores. En una de las primeras, se escucha murmurar crípticamente a Doménico: “¿sabe por qué ellos están dentro del agua? Quieren vivir para siempre…”.
El agua, el fuego y el hombre (Andréi), que enciende una vela y la lleva de un lado a otro de una pileta vacía como una labor en apariencia inútil, pero poderosa por lo que convoca —como todo ritual—, vuelven a verse en la filmografía del director ruso. El agua es omnipresente: está en las gotas que caen, aparece en los baños romanos, se manifiesta en forma de niebla o en iglesias inundadas. Nostalgia es, además, la película de un hombre en llamas: Doménico, al terminar un discurso sobre el final y el principio de los tiempos, se autoinmola. Los árboles, por otra parte, se observan entre la bruma, en los varios pasajes oníricos, simbolizando lo nebuloso de la memoria y del sentir.
Fotograma de la película La infancia de Iván, 1962.
A diferencia del momento en que Tarkovski graba La infancia de Iván, cuando realiza Sacrificio —veinticinco años después— el mundo era muy distinto, quizá más sombrío: conformaban el panorama internacional las guerras en Líbano, el conflicto armado entre Irán e Iraq, el genocidio de los mayas ixil en Guatemala, las dictaduras en Latinoamérica y el desastre de la central nuclear de Chernóbil. Tal ambiente geopolítico y su atmósfera ominosa, generada por aquello en lo que nos hemos convertido, quizá motivaron al cineasta a expresarse mediante ese cántico del poder de la vida frente al oprobio: “regar un árbol seco cada día hasta que retoñe”, le dice Alexander a su nieto, citando un viejo dicho. El director ruso filma su última obra en Suecia y la concluye meses antes de su fallecimiento, en diciembre de 1986. Una película cuyo clímax es el incendio de una casa, un plano secuencia en el que confluyen, otra vez, el fuego, el agua, el viento, el humo y la luz solar.
“Cada uno decidirá por sí mismo si el océano de Solaris existe, si La Zona de Stalker existe, si Alexander, el personaje de Sacrificio, realizó o no un milagro. Cada uno encontrará su llave para entrar en la casa de Tarkovski, el único cineasta cuya obra se halla en la frontera entre dos niños y dos árboles”, así concluye Chris Marker Un día en la vida de Andréi Arsenevitch (2000), su mediometraje sobre los últimos meses de Tarkovski. Suscribo ese aserto perspicaz, sensible de otro director tan libre en su modo de hacer y mirar cine. La filmografía de Andréi Tarkovski inquiere y se empapa de la natura y de sus elementos, no sólo como componente escenográfico o contextual, sino como parte intrínseca de cada obra, integrándolos conceptual y simbólicamente. Quiero invitar a los lectores a que descubran o vuelvan a esta mirada del cine, pionera en evidenciar-vindicar la relación indisoluble de nosotrxs con la naturaleza como parte de una totalidad.
Imagen de portada: Fotograma de la película Nostalgia, 1983.