dossier Bibliotecas NOV.2025

Daniel Saldaña París

Un hallazgo ginebrino

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Mis abuelos maternos salieron de España un año después de casarse, en 1959. Mi abuelo había conseguido trabajo como traductor en la Organización Mundial de la Salud, en Ginebra, y llevaba toda su vida queriendo alejarse de aquel país empobrecido y dictatorial de entonces.

​ Mientras él se dedicaba a la traducción, en calidad de funcionario internacional, mi abuela hizo su formación en psicoanálisis y se especializó en psicoterapia para adolescentes. Trabajó en un centro de readaptación para menores y estableció su consulta particular, en la que siguió activa hasta mediados de los dosmiles.

​ Tras una breve estancia en un departamento cerca de la plaza de Plainpalais, se mudaron a lo que entonces era un suburbio de Ginebra, el Petit-Lancy, en las inmediaciones del Bois de la Bâtie y del cementerio de Saint-Georges, no demasiado lejos del punto donde confluyen las aguas del Ródano con los parduzcos remolinos del Arve, que arrastra sedimentos de las faldas del Mont-Blanc. Ahí criaron a tres hijas y un hijo, y mi abuelo Casimiro desarrolló una migraña en racimos que lo volvió irritable y excéntrico.

​ En una reunión con funcionarios internacionales de todo el mundo, alguien le preguntó si en España existían los coches o si la gente se transportaba en burro. Mi abuelo, para ilustrar la civilización a medias de la que venía, se comió las flores del centro de mesa mientras miraba fijamente a quien le había hecho la pregunta.

​ Mis abuelos, nonagenarios, siguieron viviendo en el Petit-Lancy hasta la muerte de él, a principios de este año. El vecindario ya no es un suburbio, sino tan sólo un barrio residencial de Ginebra con cada vez mayor presencia de inmigrantes latinoamericanos y africanos.

​ Durante la pandemia, encerrados a cal y canto, dejaron de recibir visitas durante un año y medio, salvo por un jardinero gallego, Baldomero, que se encargaba de llevarles comida y arreglar cosas en la casa.

​ Cuando finalmente pude ir a verlos, en agosto de 2021, los encontré más viejos y frágiles que antes, pero también parsimoniosamente lúcidos, cariñosos, divertidos.

Casi desde que llegué hice buenas migas con Baldomero. Me fue relatando su peripecia vital desde Finisterre hasta Ginebra, los años trabajando en la construcción, sus pleitos con portugueses.

​ Baldomero me preguntó si alguna vez había estado en Galicia y le respondí que sólo una, diecisiete años atrás, limpiando una playa cercana a su pueblo. “Fui de voluntario cuando el derrame petrolero del Prestige”, le dije. La coincidencia lo conmovió y entusiasmó mucho. Me contó que unos años después, en su pueblo, nos habían erigido un monumento a todos los que acudimos a limpiar las playas tras el desastre ecológico. Incluso llamó por teléfono a una prima suya y le pidió que, cuando pudiera, tomara una foto en el sitio para mostrármela.

​ Fue gracias a mi trabajo como voluntario en la costa gallega que Baldomero me habló de los libros. Una fábrica, una bodega, un sótano. Un espacio que, en mi imaginación, tomaba todas las formas, pero donde había cajas y más cajas de libros que iban a ser destruidos en cualquier momento, a menos que alguien los rescatara. Eso me explicó Baldomero. Evidentemente, le pedí que me llevara.

​ En casa de mis abuelos estaba también mi prima Ángela, unos años menor que yo. Ese día, caminamos juntos entre las lápidas del cementerio de Plainpalais, donde está enterrado Borges, mientras nos poníamos al día. Yo le conté que me estaba divorciando. Mi esposa y yo habíamos ido a terapia de pareja durante un tiempo, tratando de surfear la crisis, pero la crisis nos había revolcado. Ángela, por su parte, me contó que había decidido que quería ser madre.

Ignasi Aballí, Enciclopedia [instalación con estante de madera y rastro de polvo en la pared], Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, 1994. Imagen cortesía del artista a través de Proyecto Paralelo.

​ Unos minutos después, íbamos en la camioneta de Baldomero rumbo a la misteriosa biblioteca subterránea. Mientras manejaba, intentó explicarnos de dónde habían salido los libros que copaban el sótano de la fábrica. Una ONG, nos dijo, había pasado varios años recolectando libros mediante donaciones con la intención de llevarlos a África en barco para crear bibliotecas comunitarias en lugares con poco acceso a la cultura. Pero el presidente de la ONG había desaparecido al principio de la pandemia, dejando miles de cajas llenas de libros en aquel sitio. El asunto olía raro, a algún tipo de estafa que no estaba del todo clara.

​ El dueño del edificio —donde Baldomero trabajaba como conserje— había intentado en vano contactar con alguien de la ONG, o donar los libros a alguna biblioteca, o pagar para que alguien se los llevara, pero simplemente eran demasiados y no había nadie que quisiera hacerse cargo de ellos. Almacenar tal cantidad de libros en un lugar como Ginebra, donde el secreto bancario hace de las bodegas de almacenamiento espacios altamente valorados, era poco redituable para el dueño de la fábrica. En vista de eso, le había dicho a Baldomero que se llevara los que quisiera y, como Baldomero no era lector, nos llevó a Ángela y a mí para que agarráramos lo que quisiéramos.

Por más que la historia tuvo que haberme preparado para lo que vería, cuando Baldomero abrió la puerta del sótano la visión me tomó por sorpresa: estábamos en una bodega de unos dos mil metros cuadrados, completamente retacada de cajas que sirvieron para transportar plátanos y otras frutas tropicales, y que formaban auténticos muros de más de dos metros de altura que casi tocaban el techo. Dentro de cada una había por lo menos treinta o cuarenta libros. Eran decenas de miles de ejemplares.

​ El sótano no estaba muy bien iluminado. Había un largo pasillo con focos de neón cada tres o cuatro metros. A un lado y otro se alzaban las cajas de libros, además de algunos suministros de oficina, viejas computadoras de escritorio y varios mapas de gran formato enmarcados.

​ Las cajas estaban organizadas, más o menos, por género o formato, y tenían inscripciones que daban una idea de su contenido: “Romans gare”, por ejemplo, indicaba libros baratos, en ediciones de bolsillo, del tipo que uno encuentra en un quiosco de una estación de trenes. “Polards” señalaba una torre de novelas policiales y la zona “BD” estaba integrada por unas diecisiete cajas de cómics —o bandes dessinées.

​ Armados con guantes de látex y cubrebocas quirúrgicos para no respirar hongos ni polvo, Ángela y yo empezamos a revisar sin orden ni concierto. Encontré un par de columnas enteras (unas veinte cajas) con ediciones de bolsillo del sello Folio, de entre las que seleccioné, para llevarme, varios títulos de Annie Ernaux, Raymond Queneau, Georges Perec y Boris Vian, entre otros. Di también con una primera edición de René Char, La vie devant soi de Romain Gary firmada con el seudónimo original (Émile Ajar) y el número especial de la Nouvelle Revue Française publicada a la muerte de Camus. Para mí, aquello ya era suficiente motivo de júbilo.

​ Luego Ángela llamó mi atención sobre siete cajas de libros más viejos, marcadas con números romanos: XVII y XVIII. En su interior, unas obras completas de Voltaire en setenta volúmenes, ensayos de Saint-Just, un lexicón griego-latín de 1605 y, la joya de la corona, seis primeras ediciones de Robert Boyle, publicadas en Londres entre 1664 y 1690.

Robert Boyle nació en Irlanda en 1627 y fue el decimocuarto hijo de uno de los hombres más ricos y poderosos de la región, el gran conde de Cork. A los ocho años, en Ginebra, Robert sintió un miedo paralizante y frío durante una tormenta eléctrica. Para sobrellevarlo, se encomendó a Dios. A partir de entonces fue un devoto cristiano y, si bien con el tiempo llegó a convertirse en uno de los pioneros del método científico y uno de los filósofos naturales más importantes de la modernidad temprana, siempre concibió su labor como un ejercicio piadoso: la naturaleza, para él, era el idioma en el que Dios predica, y su explicación y estudio era la forma más elevada de devoción que pudiera concebirse.

​ Entre los libros de Boyle que me encontré, uno es Experiments and Considerations Touching Colours. En 1660 no existía todavía el Vantablack, la sustancia más oscura del planeta hasta hace unos años, pero Boyle realizó varios experimentos para investigar la naturaleza de la negrura y la blancura, así como de la reflectividad de la luz en diversos pigmentos, usando carbón, mármol negro, vitriol, ébano y una misteriosa “solución sublimada con el espíritu blanco de la orina”.

​ “Breve recuento de algunas observaciones hechas por Mr. Boyle en torno a un diamante que brilla en la oscuridad” es uno de los experimentos o tratados incluidos en Experiments and Considerations. En la introducción a dicho experimento, Boyle escribe:

Cuando estaba a punto de salir de la ciudad, al oír que un ingenioso caballero conocido mío, recién regresado de Italia, tenía un diamante que, al ser frotado, brillaba en la oscuridad, y que no estaba lejos, robé un tiempo a mis ocupaciones para hacerle una visita. Pero al encontrarlo listo para salir y habiendo intentado en vano hacer que la piedra emitiera alguna luz durante el día, se la pedí prestada para esa noche, con la condición de devolverla en uno o dos días a lo sumo en el Colegio Gresham, donde habíamos acordado asistir a la reunión de la Sociedad, que allí se celebraría. Y con esto, esa misma tarde me apresuré a salir de la ciudad, y al encontrar después de cenar que la piedra, que durante el día no emitía ninguna luz discernible, realmente brillaba en la oscuridad, me impresionó tanto la novedad y tenía tanto deseo de aprovechar una oportunidad que parecía durar tan poco tiempo, que aunque en ese momento no tenía a nadie que me asistiera excepto un mozo de mulas, me quedé despierto hasta tarde y esa noche logré probar un buen número de cosas que entonces vinieron a mi mente y que no eran impracticables en ese lugar y momento.

Robert Boyle, New Experiments Physico-Mechanicall, Touching the Spring of the Air, and its Effects, Imprenta de Henry Hall, Oxford, 1660. Instituto de Historia de la Ciencia, dominio público.

​ Es posible leer estos pasajes de Robert Boyle en el contexto de su práctica y defensa de la alquimia. Aunque se le atribuya la fundación del concepto moderno de química, Boyle, como muchos otros pensadores de su tiempo, creía en la posibilidad de transmutar otros metales en oro. En el Reino Unido existía, desde el siglo XV, una ley que prohibía la experimentación alquímica, pues los reyes creían que si alguien lograba fabricar oro o plata, podría acuñar monedas falsas y afectar la economía del reino. Boyle abogó con los políticos de su tiempo por la derogación de dicha ley y consiguió que se expidieran licencias para los alquimistas de probada reputación que quisieran experimentar con metales.

​ La “Sociedad” a la que Boyle se refiere probablemente sea el Colegio Invisible. Se trataba de una asociación de hombres y mujeres de ciencia que se reunían siempre en diferentes lugares (de ahí el nombre) para compartir sus más recientes investigaciones. Se sabe muy poco de este Colegio, más allá de que tuvo un papel fundamental en la posterior creación, en 1662, de la Royal Society, que es hoy la asociación científica europea que lleva más tiempo activa.

​ Es posible especular que el Colegio Invisible sirvió también para hablar sobre los avances del proyecto alquímico cuando éste era todavía perseguido por la Corona.

​ Uno de los más prominentes miembros fue Isaac Marcombes, mentor de Boyle e intelectual hugonote que vivió en Ginebra buena parte de su vida. El propio Boyle se mudó a Ginebra, donde vivió entre los ocho y los diecisiete años, para estudiar a los clásicos bajo la tutela de Marcombes. Allí aprendió aritmética, ciencia que más adelante le sirvió como modelo de certeza al que su química debía aspirar.

​ Durante su estancia con Marcombes, el joven Boyle practicó también esgrima, equitación y danza. En enero de 1642 viajó con su mentor a Florencia, donde los agarró por sorpresa la muerte de Galileo, una coincidencia que tuvo un gran efecto en el estudiante. En la ciudad italiana, su maestro le advirtió que tuviera cuidado, pues estaban en tierra papista y, por lo tanto, degenerada. El propio Boyle así lo comprobó al ser “rudamente asediado por el absurdo cortejo de dos de aquellos frailes, cuya lujuria no hacía distinción de sexos […] y no sin dificultad y peligro forzó un escape de estos sodomitas con túnicas”, según escribió en Un relato de Philaretus en su adolescencia, una novela autobiográfica de formación.

No tengo ninguna evidencia para respaldar esto, pero estoy casi seguro de que las primeras ediciones de Boyle que me encontré en el sótano de aquella fábrica son las que el propio autor envió a su maestro décadas más tarde, conforme las fue publicando. Mi ejemplar de los Experiments and Considerations Touching Colours tiene un par de anotaciones a mano, pero no soy capaz de distinguir si la letra es la misma que la de Marcombes, de quien vi una carta manuscrita en la Biblioteca Pública de Ginebra.

​ Como ha explicado recientemente la académica Michelle DiMeo, es probable que haya sido la hermana mayor de Boyle, lady Ranelagh, quien le inculcó el interés por la alquimia. Según algunos manuscritos de lady Ranelagh descubiertos hace poco, también es probable que muchos de los experimentos químicos de Boyle partieran, en realidad, de recetas proporcionadas por ella. Auténtica mujer renacentista, lady Ranelagh tuvo una gran influencia no sólo sobre su hermano, sino sobre muchos otros científicos y pensadores de su tiempo. Practicó la alquimia, la medicina y la lingüística. Sin embargo, como sucede a menudo, su nombre apenas aparece mencionado en la extensa obra de Robert Boyle, y desde luego no está por ningún lado en los Experiments and Considerations Touching Colours.

​ La memoria funciona a veces como ese diamante que apenas requiere ser frotado para brillar, por sí solo, en la oscuridad de un cuarto.

​ Algo parecido sucede con algunos libros, y con Boyle es evidente que, al contacto con su obra, el brillo que surge de la oscuridad del olvido es el talento incandescente de lady Ranelagh. En ese mismo sentido, si algo brilla en estos párrafos es gracias a la sensibilidad y la intuición alquímica de mi prima Ángela, que descubrió esas cajas con libros del siglo XVII mientras yo me perdía en el luminoso corredor de sombra de aquel sótano ginebrino.

Imagen de portada: Abigail Reynolds, The Universal Now: British Museum Reading Rooms 1926/1989, 2016. Cortesía de la artista.